– Tanneke, voy a ir ahora a por el pescado. ¿Qué quieres que traiga hoy?
– ¿Tan temprano? Nosotros siempre vamos más tarde.
Tanneke seguía sin dirigirme la mirada. Estaba atando unas cintas en forma de estrella de cinco puntas en el cabello de Cornelia.
– No tengo nada que hacer mientras se calienta el agua y pensé que iría ahora -respondí sencillamente. No añadí que para conseguir las mejores piezas había que ir pronto, aunque el carnicero o el pescadero te prometieran guardártelas. Tenía que saberlo ella también-. ¿Qué traigo?
– Hoy no pienses en el pescado. Trae un trozo de cordero.
Tanneke había terminado de atarle los lazos a Cornelia, que me apartó de un salto. Tanneke se volvió y abrió un arcón en busca de algo. Observé sus anchas espaldas, el vestido pardo ceñido a ellas.
Estaba celosa de mí. Yo había limpiado el estudio, al que a ella no le estaba permitido entrar, donde nadie, al parecer, podía entrar, salvo yo y María Thins.
Cuando se enderezó, con un gorrito en la mano, Tanneke dijo:
– El amo me pintó en una ocasión. Me pintó vertiendo la leche. Todo el mundo dijo que era su mejor cuadro [3].
– Me gustaría verlo -respondí-. ¿Está todavía aquí?
– ¡Oh, no!, lo compró Van Ruijven.
Me quedé pensando un momento.
– Así que uno de los hombres más ricos de Delft se deleita mirándote todos los días de su vida.
Tanneke sonrió, su cara marcada se hizo aún más ancha. Unas palabras acertadas cambiaban su humor de un momento al siguiente. Sólo de mí dependía encontrar esas palabras.
Me volví para irme antes de que volviera a agriársele el humor.
– ¿Puedo ir contigo? -preguntó Maertge.
– ¿Y yo? -añadió Lisbeth.
– No, hoy no -contesté yo en tono firme-. Tenéis que desayunar y ayudar a Tanneke -no quería que se acostumbraran a acompañarme. Quería usarlo como una recompensa por ser obedientes.
También tenía ganas de caminar sola por las calles conocidas, sin tener el recuerdo constante de mi nueva vida charlando a mi lado. Cuando entré en la Plaza del Mercado y dejé atrás el Barrio Papista; respiré profundamente. No me había dado cuenta de que había estado conteniéndome todo el tiempo que había pasado con la familia.
Antes de ir al puesto de Pieter, me paré en el carnicero que conocía, a quien se le iluminó la cara al verme.
– ¡Por fin te decides a saludar! ¿Qué pasó ayer? ¿Te parecía demasiado poco para ti? -me dijo para provocarme.
Empecé a explicarle mí nueva situación, pero él me interrumpió.
– Ya lo sabía, claro. Está en boca de todos: la hija de Jan el azulejero ha entrado de criada en casa del pintor Vermeer. Y luego veo que sólo un día después ya se ha vuelto lo bastante orgullosa como para dignarse hablar con sus viejos amigos.
– ¡Pero si no tengo nada de lo que estar orgullosa! ¡Estar de criada! Mi padre se siente avergonzado.
– Tu padre ha tenido mala suerte, eso es todo. Nadie le culpa de nada. No tienes nada de lo que sentirte avergonzada, hijita. Salvo, claro, de no comprarme a mí la carne.
– No tengo elección. De veras lo siento. Es mi ama la que decide.
– ¿Ah, sí? ¿Entonces el que le compres a Pieter no tiene nada que ver con lo guapo que es su hijo?
Fruncí el ceño.
– No conozco a su hijo.
El carnicero se echó a reír.
– Ya lo conocerás, ya lo conocerás. Venga, vete. Cuando veas a tu madre dile que venga a verme. Le guardaré algo.
Le di las gracias y seguí por los puestos hasta llegar al de Pieter. Pareció sorprendido al verme.
– ¿Ya estás aquí? ¿A que no podías esperar a venir a buscar más lengua como la de ayer?
– Hoy quiero un trozo de cordero.
– Dime, Griet, ¿no es acaso la mejor lengua que has probado en tu vida?
Me negué a hacerle el cumplido que estaba buscando.
– El amo y el ama la cenaron. No hicieron ningún comentario especial.
Un joven se volvió de frente detrás de Pieter. Estaba despiezando una vaca sobre una mesa al otro lado del mostrador. Debía de ser el hijo, porque aunque era más alto que su padre, tenía los mismos brillantes ojos azules. El largo pelo rubio le caía en espesos rizos, enmarcándole una cara que me hizo pensar en los albaricoques. Sólo su delantal manchado de sangre era desagradable a la vista.
Sus ojos se posaron en mí como una mariposa sobre una flor y no pude evitar que se me subieran los colores. Repetí mi petición de cordero sin apartar la vista del padre. Pieter revolvió entre las piezas de carne y sacó una, que dejó sobre el mostrador. Dos pares de ojos me observaron.
La pieza tenía los bordes grisáceos. Le acerqué la nariz.
– No está fresca -dije sin rodeos-. A mi ama no le gustará saber que esperas que su familia coma semejante carne -me salió un tono más arrogante del que pretendía. Tal vez no podía ser de otro modo.
Padre e hijo clavaron en mí sus ojos. Mantuve la mirada del padre, tratando de ignorar al hijo.
Por fin, Pieter se volvió hacia su hijo.
– Pieter, ve a buscar la pieza que tenemos reservada en el carro.
– Pero si era para… -Pieter el hijo se detuvo a mitad de la frase. Desapareció y volvió con otra pieza, que según pude darme cuenta inmediatamente era muy superior. Asentí con un movimiento de cabeza:
– ¡Eso está mejor!
Pieter el hijo envolvió la carne y me la puso en la cesta. Le di las gracias. Al volverme para irme, percibí la mirada que se cruzaron padre e hijo. Ya entonces supe lo que significaba y lo que significaría en mi vida.
Catharina estaba sentada en el banco cuando volví, dando de comer a Johannes. Le mostré la carne y ella le dio el visto bueno con un gesto. Ya estaba entrando en la casa cuando dijo en voz baja:
– Mi marido ha supervisado el estudio y le ha parecido adecuada la limpieza -no me miró.
– Gracias, señora.
Entré, eché una mirada al bodegón de las frutas y la langosta y pensé: «Así que me quedo».
El resto del día transcurrió de una forma muy parecida al primero y a como transcurrirían los que le seguirían. Después de limpiar el estudio y de ir a la Lonja de la Carne o a los puestos del pescado, me ponía de nuevo con la colada, un día separando la ropa, poniéndola a remojo y frotando las manchas; al otro, lavándola, aclarándola, hirviéndola y escurriéndola antes de tenderla a secar y a clarear al sol del mediodía; y el tercero, planchándola, remendándola y doblándola. En algún momento dejaba lo que estaba haciendo y echaba una mano a Tanneke con la comida. Enseguida de comer recogíamos la loza y entonces tenía un poco de tiempo libre para descansar y coser en el banco a la puerta de la casa o en el patio de detrás. Luego terminaba con lo que había estado haciendo por la mañana y ayudaba a Tanneke a preparar la cena. Lo último que hacíamos era fregar de nuevo los suelos para que estuvieran frescos y limpios por la mañana.
Por la noche, cubría la Crucifixión que estaba colgada a los pies de mi cama con el delantal que había llevado ese día. Así dormía mejor. A la mañana siguiente añadía el delantal a la colada.
Cuando Catharina me abrió la puerta del estudio al día siguiente le pregunté si limpiaba los cristales.
– ¿Por qué no? -me contestó con brusquedad-. No hace falta que me preguntes esas tonterías.
– Por la luz, señora -le expliqué-. Podría cambiar la pintura si los limpio. ¿Entiende?
No lo entendía. No quería o no podía entrar a ver el cuadro. Al parecer, nunca entraba en el estudio. Un día que Tanneke estuviera de buen humor le preguntaría por qué. Catharina bajó a preguntárselo a él y me gritó desde abajo que dejara los cristales.
Al limpiar no vi nada que indicara que él había estado allí en algún momento del día anterior. No se había movido nada, las paletas estaban limpias, la pintura misma no parecía haber sido tocada. Pero sentí su presencia. Apenas lo había visto en los dos días que llevaba en la casa de la Oude Langendijck. Lo había oído algunas veces, en las escaleras, en el pasillo, riéndose de algo con sus hijas, hablándole suavemente a Catharina. Oír su voz me hacía sentir como si estuviera caminando al borde de un canal, insegura de mis pasos. No sabía cómo me trataría en su propia casa, si prestaría o no atención a mi forma de colocar las verduras picadas.
Ningún caballero había mostrado nunca por mí un interés parecido.
Me encontré con él cara a cara al tercer día de estar en su casa. Justo antes de la comida, salí a buscar un plato que Lisbeth había dejado fuera y estuvimos a punto de tropezarnos cuando él venía por el pasillo con Aleydis en los brazos.
Di un paso atrás. Él y Aleydis me miraron con los mismos ojos grises. Ni me sonrió ni me dejó de sonreír. No me era fácil devolverle la mirada. Pensé en la mujer mirándose al espejo del cuadro que estaba pintando, en cómo sería llevar perlas y satén amarillo. Esa mujer no tendría problema para mirar a los ojos a un caballero. Cuando por fin me decidí a alzar la vista, él ya no me estaba mirando.
Al día siguiente vi a esa mujer en persona. En el camino de vuelta de la carnicería, un hombre y una mujer avanzaban delante de mí por la Oude Langendijck. Al llegar a la puerta de la casa, él se volvió hacia ella, le hizo una ligera inclinación de cabeza y siguió su camino. Llevaba una larga pluma en el sombrero -debía de ser el visitante que había venido unos días antes-. Examiné brevemente su perfil y vi que tenía bigote y una cara regordeta, como correspondía a su cuerpo. Sonreía como si estuviera a punto de hacer un cumplido halagador, pero falso. La mujer entró en la casa antes de que pudiera verle la cara, pero sí que advertí la cinta roja en forma de estrella de cinco puntas que le adornaba el cabello. Me quedé atrás y esperé junto al umbral hasta que la oí subir.
Más tarde, estaba guardando una ropa en el armario de la Sala Grande cuando bajó. Yo estaba de pie al entrar ella en el cuarto. Llevaba la pelliza amarilla en la mano. No se había quitado la cinta del pelo.
– ¡Oh! -dijo-. ¿Dónde está Catharina?
– Ha ido con su madre al Ayuntamiento, señora. Negocios de familia.
– Ya. No importa; ya la veré otro día. Dejo aquí esto para ella -dispuso la pelliza sobre la cama y encima dejó caer el collar de perlas.
– Sí, señora.
No podía apartar la vista de ella. Tenía la sensación de que la estaba viendo al tiempo que no la estaba viendo. Era una sensación extraña. No era, como me había dicho María Thins, tan hermosa como en el cuadro, con la luz dándole en la cara. Pero no dejaba de ser bonita, aunque sólo fuera porque la recordaba como era en el cuadro. Me miró con expresión sorprendida, como si ella también tuviera que conocerme, puesto que yo la miraba con tal familiaridad. Conseguí bajar la vista.
– Le diré que ha preguntado por ella, señora.
Asintió con un gesto, pero pareció preocupada. Echó un vistazo a las perlas que había dejado sobre la pelliza.
– Creo que esto se lo voy a dejar a él arriba -anunció entonces, cogiendo el collar. No me miró, pero yo sabía que estaba pensando que las criadas no eran de fiar con las perlas. Después de que se fuera, su cara quedó flotando en el aire, como el perfume.
El sábado, Catharina y María Thins fueron con Tanneke y Maertge al mercado, para comprar la verdura de toda la semana además de otros alimentos de primera necesidad y de otras cosas para la casa. Yo deseaba ir con ellas, pensando que tal vez vería a mi madre y a mi hermana, pero me dijeron que tenía que quedarme en la casa con las niñas y con el pequeño. Me costó trabajo impedir que se escaparan ellas también al mercado. Las habría llevado yo misma, pero no me atreví a dejar la casa sin nadie. Estuvimos viendo pasar las barcas por el canal en su camino al mercado, cargadas de coles, cerdos, flores, madera, harina, fresas, herraduras. Cuando pasaban de vuelta no llevaban carga y sus tripulantes iban contando el dinero o bebiendo. Les enseñé a las niñas algunos juegos a los que jugaba yo con Agnes y Frans, y ellas me enseñaron otros de su invención. Hicieron pompas, jugaron con las muñecas, corrieron detrás de sus aros, mientras que yo las veía sentada en el banco con Johannes en el regazo.
Parecía que Cornelia se había olvidado de la bofetada. Estaba contenta y simpática, dispuesta a colaborar en el cuidado de Johannes y obediente a lo que le decía.
– ¿Me ayudas? -me preguntó, intentando subirse a un barril que los vecinos habían dejado en la calle.
Sus ojos castaños claros eran vivarachos e inocentes. Me sorprendí ablandándome ante su dulzura, a sabiendas, sin embargo, de que no podía fiarme de ella. Podía ser la más interesante de las cuatro niñas, pero también la más inestable: la mejor y la peor al mismo tiempo.
Estaban jugando con la colección de conchas que habían sacado fuera, formando montones de diferentes colores, cuando él salió de la casa. Apreté el cuerpo del pequeño, sintiendo sus costillas bajo mis dedos. El niño chilló y yo hundí la nariz en su oreja, escondiendo la cara.
"La joven de la perla" отзывы
Отзывы читателей о книге "La joven de la perla". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "La joven de la perla" друзьям в соцсетях.