Vi claramente que pese a sus maneras astutas, María Thins era blanda con las personas más próximas a ella. Su juicio no era tan imparcial como parecía.
De las cuatro niñas, Cornelia era la más impredecible, como ya lo había demostrado la mañana que las conocí. Lisbeth y Aleydis eran dos niñas buenas y sosegadas, y Maertge ya era lo bastante mayor para empezar a aprender a llevar la casa, lo que la hacía más juiciosa, aunque ocasionalmente también estaba de mal humor y entonces se ponía a gritarme de forma semejante a su madre. Cornelia no gritaba, pero en ocasiones se volvía ingobernable. Ni siquiera la amenaza de la cólera de María Thins que había utilizado el primer día funcionaba siempre. Podía estar simpática y graciosa y un momento después revolverse, como el gato que ronronea y súbitamente muerde la mano que lo acaricia. Aunque quería a sus hermanas, no dudaba en hacerlas llorar con sus pellizcos. Siempre me anduve con cuidado con ella, y no llegué a apreciarla de la misma forma que a sus hermanas.
Mientras limpiaba el estudio me liberaba de todas ellas. María Thins me abría la puerta y a veces se quedaba unos minutos para ver el progreso del cuadro, como si éste fuera un niño enfermo al que ella estuviera cuidando. Pero cuando se iba, tenía para mí toda la habitación. Echaba un vistazo alrededor para ver si había cambios. Al principio, todo parecía estar siempre igual, día tras día, pero cuando mi vista se acostumbró a los detalles de la habitación, empecé a reparar en pequeñas cosas: los pinceles reordenados sobre el armarito, uno de los cajones dejado entreabierto, media espátula fuera del pequeño estante del caballete, en inestable equilibrio, una silla ligeramente movida de su sitio junto a la puerta.
Sin embargo, nada cambiaba en el rincón que estaba pintando. Yo ponía el mayor cuidado en no descolocar nada; me había acostumbrado rápidamente a mi forma de medir las distancias entre los objetos, de modo que podía limpiar esa zona casi con la misma rapidez que el resto de la habitación. Y después de hacer pruebas con otros trozos de tela, empecé a limpiar la tela azul marino y la cortina amarilla con un paño húmedo, presionándolo suavemente a fin de atrapar el polvo sin modificar los pliegues.
Por más que me fijaba, no parecía que se produjeran cambios en el cuadro. Por fin, un día, descubrí que el collar tenía una perla más. Otro día, la sombra de la cortina amarilla se había hecho mayor. También me pareció percibir que algunos de los dedos de la mano derecha de la mujer habían sido movidos.
La pelliza de satén empezó a parecer tan real que me entraban ganas de extender la mano y tocarla.
Casi había tocado la de verdad el día que la mujer de Van Ruijven la dejó sobre la cama. Me había acercado para pasar la mano por el cuello de piel y, al levantar la vista, vi a Cornelia en el umbral, observándome. Cualquiera de las otras niñas me habría preguntado qué estaba haciendo, pero Cornelia se limitó a mirar. Eso fue peor que cualquier pregunta. Dejé caer la mano, y ella sonrió.
Una mañana, varias semanas después de entrar a trabajar en la casa, Maertge insistió en venir conmigo a los puestos del pescado. Le gustaba corretear por la Plaza del Mercado, mirarlo todo, acariciar los caballos, unirse a los juegos de los otros chiquillos, probar el pescado ahumado de los distintos puestos. Mientras estaba comprando los arenques, empezó a tirarme del vestido a la altura de las costillas:
– ¡Mira, mira, Griet! Una cometa.
La cometa que volaba sobre nuestras cabezas tenía la forma de un pez con una larga cola, y la brisa hacía que pareciera que estaba nadando por el aire, con las gaviotas revoloteando a su alrededor. Sonreí y en ese momento vi a Agnes que estaba merodeando cerca de nosotras, los ojos fijos en Maertge. Todavía no le había dicho que en la casa había una niña de su edad; pensé que la entristecería, que pensaría que había sido sustituida.
A veces, cuando iba a casa a ver a mi familia y les contaba las cosas que me habían pasado, me sentía rara. Mi nueva vida estaba reemplazando a la antigua.
Cuando Agnes me miró, agité suavemente la cabeza para que Maertge no se diera cuenta y me volví, guardando el pescado en la cesta. Esperé un momento; no soportaría ver su cara de pena. No sabía qué haría Maertge si Agnes se acercaba a hablar conmigo.
Cuando me giré de nuevo, Agnes se había ido.
Se lo tendré que explicar cuando la vea el domingo, pensé. Ahora tengo dos familias, y no deben mezclarse. Siempre me avergonzaría de haberle vuelto la espalda a mi propia hermana.
Estaba tendiendo en el patio, sacudiendo cada pieza antes de colgarla bien tirante en la cuerda, cuando apareció Catharina jadeante. Se sentó en una silla junto a la puerta, cerró los ojos y suspiró. Yo continué con lo que estaba haciendo, como si fuera algo natural que ella se sentara conmigo, pero sentí que se me agarrotaba la mandíbula.
– ¿Ya se han ido? -me preguntó de pronto.
– ¿Quiénes, señora?
– Pues quiénes van a ser, ellos, que pareces tonta. Mi marido y… Vete a mirar si ya se han subido.
Salí cautelosamente al pasillo. Dos pares de pies subían por las escaleras.
– ¿Puedes? -le oí decir a él.
– Sí, sí, claro. Ya sabes que no pesa mucho -contestó otro hombre con una voz profunda como un pozo-. Sólo es un poco voluminosa.
Llegaron a la cima de la escalera y entraron en el estudio. Oí cerrarse la puerta.
– ¿Se han ido? -me susurró Catharina.
– Están en el estudio, señora -respondí.
– Bien. Ahora ayúdame a levantarme.
Catharina extendió los brazos y yo tiré de ella hasta ponerla de pie. Pensé que si seguía aumentando de volumen, llegaría a serle imposible dar un paso. Avanzó por el pasillo como un barco con las velas al viento, agarrando el manojo de llaves para que no sonaran, y desapareció en la Sala Grande.
Más tarde le pregunté a Tanneke por qué se había escondido Catharina.
– ¡Oh! Ha venido Van Leeuwenhoek -contestó, con una sonrisita-. Un amigo del amo. Ella le teme.
– ¿Por qué?
Tanneke se rió abiertamente.
– ¡Le rompió la caja! Estaba mirando dentro y la tiró. Ya sabes lo torpona que es.
Pensé en el cuchillo de casa de mi madre girando en el suelo.
– ¿Qué caja?
– Tiene una caja de madera en la que miras dentro y ves cosas.
– ¿Qué cosas?
– ¡Toda suerte de cosas! -contestó Tanneke con impaciencia. Estaba claro que no quería hablar de la caja-. La señora joven la rompió y ahora Van Leeuwenhoek se niega a verla. Por eso el amo no la deja entrar en el estudio si no está él allí. Tal vez teme que tire uno de sus cuadros.
Descubrí qué era aquella caja al día siguiente, el día que él me habló de unas cosas que a mí me llevaría muchos meses comprender.
Cuando llegué a limpiar el estudio, el caballete y la silla habían sido apartados a un lado. En su lugar estaba la mesa de despacho, limpia de papeles y grabados. Sobre ella había una caja de madera más o menos del tamaño de un pequeño arcón de los que se emplean para la ropa. En uno de sus lados tenía pegada otra caja más pequeña de la que, a su vez, sobresalía un objeto redondo.
No podía imaginarme qué era aquella cosa, pero tampoco me atrevía a tocarla. Me puse a limpiar, mirándola de vez en cuando, como si de repente fuera a entender para qué servía. Limpié la esquina que estaba siendo pintada, luego el resto del cuarto, quitándole el polvo a la caja de forma que el paño apenas la rozó. Limpié el almacén y fregué el suelo. Cuando acabé, me acerqué a la caja y, los brazos cruzados sobre el pecho, la rodeé examinándola detenidamente.
Estaba de espaldas a la puerta, pero de pronto supe que él estaba parado en el umbral. No sabía si volverme esperar a que me hablara.
Debió de mover la puerta con el fin de hacer ruido, porque entonces pude volverme y mirarle. Estaba apoyado en el marco, y llevaba un largo sobretodo negro sobre sus ropas de diario. Me miraba con curiosidad, pero no parecía preocupado de que pudiera romperle la caja.
– ¿Quieres mirar dentro? -me preguntó. Era la primera vez que me hablaba directamente desde que me había a interrogado sobre las verduras en la cocina de mi madre muchas semanas antes.
– Sí, señor -contesté sin saber a qué estaba diciendo que sí-. ¿Qué es esta cosa?
– Se llama cámara oscura.
Esas palabras no significaban nada para mí. Me hice a un lado y vi que desenganchaba un pasador y levantaba una parte de la tapa de la caja, que estaba dividida en dos mitades unidas por una bisagra. Sujetó la tapa formando un ángulo, de modo que la caja quedó parcialmente abierta. Debajo había un cristal. Se inclinó sobre ella y miró por el espacio comprendido entre la tapa y la caja propiamente y luego tocó la pieza redondeada situada en el extremo de la caja pequeña. Parecía que estaba mirando algo, aunque a mí me parecía difícil que pudiera haber en la caja nada que tuviera tanto interés.
Se enderezó y miró hacia la esquina que yo había limpiado con todo el cuidado, luego se acercó a la ventana del centro y cerró los postigos, de modo que la habitación quedó sólo iluminada por la ventana de la esquina que estaba siendo pintada.
Entonces se quitó el sobretodo.
Yo basculé el peso del cuerpo de un pie al otro, incómoda.
Se quitó el sombrero y lo dejó en la silla que estaba junto al caballete. Volvió a inclinarse sobre la caja, cubriéndose la cabeza con el sobretodo.
Yo di un paso atrás y eché un vistazo a la puerta. Catharina no se sentía muy dispuesta a subir las escaleras en esos días, pero no sabía qué pensarían María Thins o Cornelia o cualquiera que nos viera en ese momento. Cuando me volví mantuve la vista fija en sus zapatos, todavía relucientes por el cepillado que les había dado yo el día anterior.
Por fin se incorporó y se destapó la cabeza; tenía el cabello alborotado.
– Ya está, Griet, ya está preparada. Ahora mira tú -se apartó un poco y me hizo un gesto para que me aproximara a la caja. Yo permanecí clavada donde estaba.
– Señor…
– Cúbrete la cabeza con el sobretodo como lo he hecho yo. Así la imagen será más nítida. Y mírala desde este ángulo para que no salga del revés.
Yo no sabía qué hacer. La idea de cubrirme con su sobretodo, incapaz de ver, mientras él no dejaba de observarme me mareaba.
Pero era mi amo. Se suponía que tenía que hacer lo que él decía.
Apreté los labios y me acerqué a la caja por el lado que tenia la tapa levantada. Me incliné sobre ella y observé el cuadrado de cristal blanquecino. Reflejado en éste se veía un borroso dibujo de algo.
Suavemente cerró el sobretodo sobre mi cabeza, de modo que no entrara nada de luz. Todavía conservaba el calor de su cuerpo y olía como los ladrillos recalentados por el sol. Puse las manos sobre la mesa para no perder el equilibrio y cerré los ojos un instante. Tenía la sensación de haberme bebido la cerveza de la cena demasiado rápido.
– ¿Qué ves? -le oí decir.
Abrí los ojos y vi el cuadro que estaba pintando, pero sin la mujer.
– ¡Oh! -me incorporé tan súbitamente que el sobretodo cayó al suelo. Di un paso atrás, pisando la tela sin querer.
Levanté el pie.
– Lo siento, señor. Esta mañana misma le lavaré el sobretodo.
– No te preocupes, Griet. ¿Qué has visto?
Tragué saliva. Estaba muy confusa y un poco asustada. Lo que había en la caja era un truco del demonio o algo católico que yo no entendía.
– He visto el cuadro que está pintando, señor. Sólo que no está la mujer y es más pequeño. Y las cosas estaban… trastocadas.
– Sí, la imagen se proyecta invertida y al revés. Hay espejos que pueden solucionarlo.
No entendía lo que estaba diciendo.
– Pero…
– ¿Qué pasa?
– No entiendo, señor. ¿Cómo llegó ahí el cuadro?
Recogió el sobretodo del suelo y lo sacudió con la mano. Sonreía. Cuando sonreía su cara era una ventana abierta.
– ¿Ves esto? -señaló hacia el objeto redondo acoplado en el extremo de la caja pequeña-. Esto es una lente. Está hecha con un trozo de cristal cortado de una forma determinada. Cuando la luz de esa escena -señaló hacia la esquina pintada en el cuadro- pasa por ella y entra en la caja, proyecta la imagen de modo que podemos verla ahí -dio un golpecito en el cristal blanquecino.
Yo lo miré tan fijamente, intentando comprender, que se me empaparon los ojos.
– ¿Qué es una imagen, señor? No conozco esa palabra.
Se produjo un cambio en su cara, como si hubiera estado mirando algo por encima de mi hombro, pero ahora me mirara a mí.
– Es una pintura, como un cuadro.
Yo asentí. Lo que más quería era que pensara que podía seguir sus explicaciones.
– Tienes unos ojos muy abiertos -dijo entonces.
Yo me sonrojé.
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