CAPÍTULO 01

Dos días después de que se encontrasen los huesos de la monja emparedada en el Abbas de Saint Larston, estábamos juntos los cinco. Estaban Justin y Johnny Saint Larston, Mellyora Martin, Dick Kimer y yo, Kerensa Caries… con un apellido tan ilustre como cualquiera de ellos, pese a que yo vivía en una cabaña con paredes de arcilla y paja y ellos eran de la clase acomodada.

El Abbas había pertenecido a los Saint Larston durante siglos; y antes de ser propiedad de ellos, había sido un convento. Imponente, naturalmente construido con piedra de Cornualles, sus torres almenadas eran normando puro; había sido restaurada en algunas partes, y una de sus alas era evidentemente Tudor. En esa época yo nunca había estado dentro de la casa, pero conocía muy bien el distrito circundante. Y no era la casa lo excepcional, ya que, pese a ser interesante, había muchas más en Inglaterra y hasta en Cornualles, tan interesantes y tan antiguas como ella. Lo que diferenciaba al Abbas de Saint Larston de todas las demás, eran las Seis Vírgenes.

Las Seis Vírgenes se denominaba a las piedras. Si se daba crédito a la leyenda, el nombre estaba mal puesto, porque según ella, eran seis mujeres que precisamente por haber dejado de ser vírgenes, habían sido convertidas en piedra; El padre de Mellyora, el reverendo Charles Martin, cuyo pasatiempo era sondear en el pasado, los llamaba los Menhires: en dialecto de Cornualles, "men" quería decir "piedra", y "hir", "larga".

También de Sir Charles provenía la leyenda según la cual había siete vírgenes. Su bisabuelo había tenido el mismo pasatiempo, y un día el reverendo Charles encontró unos apuntes que habían quedado metidos en un viejo baúl, entre los cuales se hallaba la historia de la Séptima Virgen. El reverendo la había hecho imprimir en el periódico local. Causó cierto alboroto en Saint Larston; personas que nunca se habían molestado en mirar las piedras fueron entonces a verlas.

Según esa versión, seis novicias y una monja habían dejado de ser vírgenes y las novicias fueron echadas del convento. Al partir bailaron en el prado cercano para mostrar su obstinada oposición, y a causa de esto fueron convertidas en piedras. En aquella época se creía que traía buena suerte a un lugar si a una persona viva se la "emparedaba", como se decía, lo cual significaba poner a esa persona en un hueco de la pared y luego construir a su alrededor, dejándola que muriera. Por haber pecado más profundamente que las demás, la monja fue condenada a que la emparedasen.

El reverendo Charles decía que esta versión era un disparate; las piedras debían de haber estado en ese prado años antes de construirse el convento ya que, según él, eran más antiguas que el cristianismo. Hizo notar que había otras similares por todo Cornualles y en Stonehenge; pero a la gente de Saint Larston le gustaba más la historia de las Vírgenes, así que decidió creer en ella.

Hacía un tiempo que la creían cuando se derrumbó una de las paredes más viejas del Abbas, y Sir Justin Saint Larston ordenó que fuera reparada de inmediato.

Reuben Pengaster, que estaba trabajando allí mismo en el momento en que se descubrió la pared hueca, juró haber visto una mujer allí de pie.

—Un segundo estaba allí —insistía—. Como una pesadilla, así era. Luego ya no estaba y no quedó más que polvo y huesos viejos.

Algunos decían que así empezó Reuben a estar lo que en Cornualles se llama "enredado por los duendes". No estaba loco, pero tampoco era del todo igual a otras personas. Era ligeramente distinto de nosotros, los demás, y habiéndose vuelto "enredado por los duendes", se había quedado así.

—Vio algo que no estaba destinado a ojos humanos —decían—. Eso lo volvió enredado por los duendes.

Pero en esa pared sí había huesos, que según dijeron los expertos, habían pertenecido a una mujer joven. Hubo renovado interés por el Abbas, tal como lo había habido cuando el reverendo Charles hizo publicar en el periódico su artículo sobre sus menhires. La— gente quiso ver el sitio donde se habían hallado los huesos. Yo fui una de las que quiso verlo.

* * *

Hacía calor y salí de la cabaña poco después del mediodía. Habíamos comido un tazón de quillet cada uno (Joe, la abuela Be y yo) y para quien no sea de Cornualles y no sepa qué es quillet, son arvejas preparadas como una especie de potaje. Se lo usaba mucho en Cornualles durante los períodos de hambruna porque era barato y nutritivo.

Por supuesto que en el Abbas no comerían quillet, iba pensando yo en el camino. Estarían comiendo faisán asado en platos de oro; estarían bebiendo vino en copas de plata.

Aunque sabía muy poco de cómo comía la gente de categoría, mi imaginación era vivida y me permitía ver con claridad el cuadro de los Saint Larston sentados a su mesa.

En esos días yo estaba continuamente comparando mi vida con la de ellos, y la comparación me encolerizaba.

Tenía yo doce años, cabello negro y ojos negros; y aunque era muy flaca, algo había en mí que hacía ya que los hombres me miraran dos veces. No sabía mucho acerca de mí, pues en esa época no era dada al autoanálisis; pero ya entonces era consciente de una característica mía: la de ser orgullosa… con esa especie de orgullo que es uno de los siete pecados mortales. Caminaba yo de manera audaz y altanera, como si no fuese de la gente de las cabañas, sino que perteneciese a una familiar similar a los Saint Larston.

Nuestra cabaña estaba situada aparte de las otras, en un pequeño matorral, y yo sentía que eso nos situaba aparte a nosotros, aunque la nuestra era exactamente igual a las demás; era simplemente un rectángulo con paredes de arcilla y barro blanqueadas… lo más primitiva que podía ser una vivienda. Sin embargo, me repetía yo constantemente, la nuestra era diferente, tal como nosotros éramos diferentes. Todos admitirían que la abuela Be era diferente; y lo mismo yo con mi orgullo; en cuanto a Joe, le gustase o no, también él iba a ser diferente, de eso estaba yo decidida a ocuparme.

Corriendo salí de nuestra cabaña, pasé frente a la iglesia y la casa del médico, crucé el "portillo del beso" y atravesé el campo que constituía un atajo hasta la calzada del Abbas. Esta calzada tenía un kilómetro de largo, y en la punta tenía puertas de albergue; pero yendo por allí y trepando a través de un seto vivo llegaba a la calzada, cerca de donde ésta desembocaba en el prado situado frente á la casa.

Me detuve mirando a mi alrededor, escuchando el susurrar de insectos en la larga hierba del prado. A cierta distancia podía ver el tejado de la Casa Dower, donde vivía Dick Kimber, y brevemente lo envidié por vivir en una casa tan bella. Sentí que los latidos de mi corazón se aceleraban porque pronto estaría en terreno prohibido, como una intrusa, y Sir Justin era muy severo con los intrusos, especialmente en su propio bosque. "Tengo sólo doce años", me dije." ¡No podrían hacerle gran cosa a una niña!"

¿Que no podrían? Jack Toms había sido atrapado con un faisán en el bolsillo y le había costado la deportación. Siete largos años en la bahía de Botany… y todavía los estaba cumpliendo. Cuando lo sorprendieron tenía doce años.

Pero a mí no me interesaban los faisanes. No estaba haciendo daño alguno; y según decían, Sir Justin era más indulgente con las niñas que con los muchachos.

Ahora podía ver la casa entre los árboles y me detuve, turbada por mi inexplicable emoción. Era una visión majestuosa, con sus torres normandas y sus ventanas con montantes; las tallas en piedra eran más imponentes, me parecía, porque al cabo de cientos de años los hocicos de grifos y dragones se habían despuntado.

En suave pendiente, el prado bajaba hasta el sendero de pedregullo que circundaba la casa. Este era el panorama emocionante, porque de un lado estaba el jardín, dividido tan sólo por un seto de boj del prado en que estaban las Seis Vírgenes. Vistas desde cierta distancia sí parecían mujeres jóvenes. Me podía imaginar qué aspecto tendrían de noche… a la luz de las estrellas, digamos, o a la luz de un cuarto de luna. Decidí ir a verlas alguna noche. Junto a las Vírgenes, de modo incongruente, se hallaba la antigua mina de estaño. Tal vez fuese la mina la que hacía tan asombroso este paisaje, ya que aún estaban allí la vieja caja de la balanza y el motor que hacía girar la viga, y se podía ir hasta el túnel vertical y contemplar la oscuridad de abajo.

Algunos habían preguntado: ¿por qué los Saint Larston no retiraban todos los indicios de que antes había habido allí una mina? ¿A qué finalidad servía? Era.feo, y algo así como sacrílego, dejar eso allí, junto a las piedras legendarias. Pero había una razón. Uno de los Saint Larston había jugado tanto, que había quedado casi en la bancarrota, y habría tenido que vender el Abbas si no se hubiese descubierto estaño en su propiedad. Por eso se explotó la mina, aunque los Saint Larston odiaban la circunstancia de que estuviese a la vista de su mansión, y los mineros habían cavado la tierra, trabajando con sus garfios y sus hurgones, extrayendo el estaño que iba a salvar el Abbas para la familia.

Pero cuando se salvó la casa, los Saint Larston, que odiaban la mina, la habían cerrado. La abuela me contó que hubo privaciones en el distrito cuando se cerró la mina; pero a Sir Justin no le importaba eso. No le importaban otras personas; cuidaba solamente de él. Decía la abuelita Be que los Saint Larston habían dejado la mina tal como estaba, para recordar a la familia el rico subsuelo de estaño al que podían recurrir en momentos de necesidad.

Los de Cornualles son una raza supersticiosa (tanto los ricos como los pobres), y yo creo que los Saint Larston veían a la mina como un símbolo de prosperidad; mientras hubiera estaño en sus tierras ellos estaban a salvo del desastre financiero. Corría un rumor de que la mina estaba agotada, y algunos viejos decían recordar que sus padres comentaban que el filón se estaba acabando al cerrarse la mina. Persistía el rumor de que los Saint Larston, sabiendo esto, habían cerrado la mina porque ésta ya no tenía nada que ofrecer; pero les gustaba ser considerados más ricos de lo que eran, pues en Cornualles el estaño significaba dinero.

Cualquiera que fuese la razón, Sir Justin no quiso que la mina fuese explotada y así terminó todo.

Era un hombre tan odiado como temido en el territorio; las veces en que yo lo había visto montado en su gran caballo blanco, o caminando a grandes pasos con una escopeta al hombro, me había parecido una especie de ogro. Había oído relatos sobre él a la abuelita Be, y sabía que él consideraba que todo en Saint Larston le pertenecía, lo cual quizá tuviese algo de cierto; pero además creía que la gente de Saint Larston le pertenecía también… y eso era algo diferente; y aunque no se atrevía a ejercer los antiguos derechos señoriales, había seducido a varias muchachas. Abuelita Be siempre me estaba previniendo que no me pusiese en su camino.

Penetré en el prado para poder acercarme a las Seis Vírgenes. Me detuve junto a ellas y me apoyé en una. Estaban dispuestas en un círculo, exactamente tal como si hubiesen sido sorprendidas ondulando en una danza. Eran de diversas estaturas… tal como lo serían seis mujeres; dos eran muy altas, y las otras del tamaño de mujeres ya crecidas. Allí de pie, en la quietud de una tarde calurosa, yo pude creer que era una de esas pobres vírgenes. Bien podía imaginar que habría sido tan pecadora como ellas, y que habiendo pecado y habiendo sido descubierta, había bailado desafiante en la hierba.

Toqué suavemente la fría piedra, y me habría sido muy fácil convencerme de que una de ellas se inclinaba hacia mí como si reconociese mi compasión y el vínculo que nos unía.

Locos pensamientos los míos… se debían a que yo era la nieta de abuelita Be.

Ahora venía la parte peligrosa. Tenía que cruzar corriendo los jardines, donde se me podía ver desde una de las ventanas. Me pareció volar por el aire hasta que llegué cerca de los grises muros de la casa. Sabía dónde hallar la pared. También sabía que los trabajadores estarían sentados en un campo, a cierta distancia de la casa, comiendo sus trozos de pan muy oscuros y costrosos, cocidos esa mañana en el horno abierto; en esas regiones los llamábamos manshuns. Tal vez tendrían un poco de queso y algunas sardinas; o si eran afortunados, un pastel de carne que habrían traído de su casa, envuelto en sus pañuelos rojos.

Avanzando cautelosamente en torno a la casa llegué a una puertecita que comunicaba con un jardín tapiado; en esas paredes crecían melocotones; también había rosas y el olor era maravilloso. Esto era realmente trasgredir, pero yo estaba decidida a ver el sitio donde habían sido hallados esos huesos.