—¡Mira! —exclamó, y yo, siguiendo su mirada, vi la gran mansión.

Grises muros de piedra, torres almenadas, una imponente fortaleza que semejaba un oasis en el desierto, pues la casa estaba rodeada de jardines. Entreví árboles cargados de capullos frutales, y verde césped.

—Es la Finca Derrise —me informó ella.

—Parece un castillo.

—Lo es; y aunque se dice que los Derrise son la gente más rica del este de Cornualles, algunos afirman que están sentenciados.

—¿Sentenciados, con una casa como esa y tanta riqueza?

—Ah, Kerensa. Tú siempre piensas en términos de posesiones mundanas. ¿Nunca escuchas los sermones de papá?

—No, ¿y tú?

—Tampoco, pero sin escuchar sé lo de los tesoros en la Tierra y todo eso. Como quiera que sea, pese a todo su dinero, los Derrise están sentenciados.

—¿Sentenciados a qué?

—A la locura. En la familia hay locura y se manifiesta de vez en cuando. Dice la gente que por suerte no hay ningún hijo que continúe el linaje, y que con esta generación terminarán los Derrise y su maldición.

—Vaya, eso es bueno.

—Ellos no piensan lo mismo. Quieren que su nombre se perpetúe y todo eso. La gente siempre desea eso, no sé por qué.

—Es una especie de orgullo —repuse—. Es como no morir nunca, porque siempre hay una parte de uno que sigue viviendo a través de los hijos.

—¿Por qué no valen las hijas tanto como los hijos? —Porque ellas no tienen el mismo apellido. Cuando se casan pertenecen a otra familia y el linaje se pierde.

Mellyora quedó pensativa. Luego dijo:

—Los Martin morirán conmigo. Piénsalo… Al menos los Carlee tienen a tu hermano… el que se lastimó una pierna cayéndose de un árbol.

Como ahora nos habíamos hecho amigas y yo sabía que podía confiar en ella, le conté la verdad de aquel incidente. Ella me escuchó con atención; luego dijo:

—Me alegro de que lo hayan salvado. Me alegro de que Kim ayudara.

—¿No se lo dirás a nadie?

—Por supuesto que no. Pero en todo caso, nadie podría hacer gran cosa al respecto ahora. ¿No te parece extraño, Kerensa? Vivimos aquí, en este tranquilo paraje rural, y en torno a nosotras suceden cosas tremendas, tal como si viviéramos en una gran ciudad…i tal vez más aún. Piensa en los Derrise.

—Jamás había oído hablar de ellos hasta hoy.

—¿Nunca oíste la historia? Pues te la contaré. Hace doscientos años, una Derrise dio a luz un monstruo… fue algo espantoso. Lo encerraron en un cuarto secreto, emplearon a un hombre vigoroso para que lo cuidase y ante el mundo fingieron que el pequeño había nacido muerto. Introdujeron en la casa un pequeñuelo muerto, que fue sepultado en la bóveda de los Derrise; mientras tanto el monstruo seguía viviendo. Le tenían terror porque era no sólo deforme, sino maligno. Algunos decían que el demonio había sido el amante de su madre. Tuvieron otros hijos; con el tiempo Uno de éstos se casó y llevó a la casa a su reciente esposa. La noche de bodas jugaron al escondite y la novia fue a esconderse. Como era Navidad, el carcelero fue a participar en la francachela. Bueno, bebió tanto que se durmió, ebrio, pero había dejado la llave en la puerta del cuarto del monstruo, y cuando la recién casada, que no conocía la casa ni sabía que nadie entraba jamás en el sector al que se decía hechizado porque el monstruo emitía ruidos extraños de noche, vio la llave en la cerradura, la hizo girar y el monstruo se le abalanzó. Viéndola tan bella, no le hizo daño, pero ella quedó encerrada con él y gritó, gritó tanto, que quienes la buscaban supieron dónde estaba. Conjeturando lo sucedido, su marido echó mano de un arma, irrumpió en el cuarto y mató de un tiro al monstruo. Pero la joven esposa enloqueció, y el monstruo al morir maldijo a todos los Derrise, diciendo que lo sucedido a la mujer reaparecería de vez en cuando en la familia.

Yo escuchaba el relato fascinada. Mellyora continuó: —Dicen que la actual Lady Derrise está medio loca. Cuando hay luna llena sale al páramo y baila alrededor del tormo. Tiene una acompañante que es una especie de guardiana. Eso es muy cierto, y se trata de la maldición. Ellos están sentenciados, te repito, así que no podrías envidiarles su hermosa casa y sus riquezas. Pero ahora la maldición se extinguirá, porque este será el final del linaje. Sólo queda Judith.

—¿La hija de la dama que baila alrededor del tormo bajo la luna llena?

Mellyora movió la cabeza, asintiendo. Yo le pregunté:

—¿Crees en la historia de las vírgenes?

Mellyora asintió antes de responder.

—Pues… cuando estoy allí, entre esas piedras, me parece que estuvieran vivas.

—A mí también.

—Una noche, Kerensa, cuando haya luna llena, iremos allá y las observaremos. Siempre quise estar allí con luna llena.

—¿Crees que la luz lunar tiene algo de especial?

—Por supuesto. Los antiguos britanos adoraban al sol… y a la luna, supongo. Hacían sacrificios y demás. Ese día, cuando te vi dentro del muro, pensé que eras la séptima virgen.

—Eso supuse. Tu expresión era tan rara… como la que tendrías si vieras un fantasma.

—Y esa noche —prosiguió Mellyora—, soñé que te estaban emparedando en el Abbas, y yo arrancaba las piedras hasta sangrarme las manos. Te ayudé a escapar, Kerensa, pero al hacerlo me lastimé terriblemente. —Volvió la espalda al paisaje que se extendía ante nosotras—. Es hora de que volvamos a casa —agregó.

Al principio, durante el viaje de regreso, estábamos solemnes; luego pareció obsesionarnos a las dos el deseo de romper el estado de ánimo que nos dominaba. Mellyora dijo que en ninguna parte del mundo había tantas leyendas como en Cornualles.

—¿Por qué las habrá? —inquirí.

—Porque somos el tipo de personas a quienes les ocurren esas cosas, supongo.

Después nuestro estado de ánimo se tornó frívolo y nos empezamos a contar relatos descabellados acerca de las piedras y peñascos que veíamos, cada una procurando superar el relato de la otra y volviéndose cada vez más ridícula.

Pero ninguna de nosotras prestaba realmente atención a lo que decíamos; creo que Mellyora estaba pensando en ese sueño suyo… y yo también.

* * *

El tiempo empezó a trascurrir con rapidez porque cada día era igual al otro. Me había asentado en mi cómoda rutina; y cada vez que iba a la cabaña a ver a abuelita, le decía que ser casi una dama era tan maravilloso como yo siempre había pensado que sería. Ella dijo que esto se debía a que yo estaba siempre esforzándome por alcanzar una meta, lo cual era un buen modo de vivir con tal de que la meta fuese buena. Por su parte, le iba bien… mejor que nunca, y habría podido vivir bastante bien con las cosas buenas que yo llevaba de las cocinas del rectorado, y que Joe le llevaba de la casa del veterinario; el mismo día anterior los Pengaster habían matado un cerdo y Hetty se había ocupado de hacerle llegar un jamón de buen tamaño. Ella lo había salado y tenía comida para muchos días. Su renombre nunca había sido tan alto. Joe era feliz en su labor; el veterinario lo tenía en gran estima, de vez en cuando le daba uno o dos peniques cuando él había desempeñado especialmente bien alguna tarea. Joe decía que vivía con la familia y se le trataba como a un miembro de ella; pero no le habría importado cómo lo trataran con tal de que pudiera ocuparse de sus animales.

—Es raro, cómo ha resultado todo tan bien —comenté.

—Como el verano después de un mal invierno —asintió abuelita—. Sin embargo, preciosa, debes recordar que el invierno puede volver y volverá. No es natural tener verano siempre.

Pero yo estaba convencida de que iba a vivir en un verano perpetuo. Tan sólo algunos asuntos triviales oscurecían mi placentera existencia. Uno fue cuando vi a Joe pasar por el poblado con el veterinario, rumbo a los establos del Abbas. Iba de pie en la parte trasera del coche, y yo pensé que para mi hermano era una indignidad viajar como un sirviente. Me habría gustado verlo viajar como un amigo del veterinario, o como un ayudante. Mejor aún si hubiese podido viajar en la berlina del médico.

Aún detestaba esas ocasiones en que Mellyora salía de visita con su mejor vestido y sus largos guantes blancos. Quería estar a su lado, aprendiendo cómo entrar en una sala de recibo, cómo participar en una charla ligera. Pero nadie me invitaba, por supuesto. Por otro lado, la señora Yeo solía comunicarme de vez en cuando que, pese a la amistad de la señorita Mellyora, yo no era más que una criada superior en la casa… casi a la altura de su enemiga la señorita Kellow, pero no tanto. Estos eran pequeños pinchazos en mi idílica vida.

Y cuando Mellyora y yo bordábamos nuestros monogramas —nombres y fechas en diminutas puntadas en cruz, que me resultaban muy difíciles—, la señorita Kellow nos permitió elaborar nuestro propio lema. Yo elegí como el mío: "La vida es tuya para moldearla como quieras." Y como éste era mi credo, disfruté de cada costura. Mellyora eligió como el suyo: "Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti", porque decía que si se obedecía ese lema, se debía ser buena amiga para todos, ya que una misma era su mejor amiga.

Recuerdo con frecuencia aquel verano: sentadas junto a la ventana mientras estudiábamos nuestras lecciones, o a veces bajo el castaño en el prado, mientras bordábamos nuestros monogramas y conversábamos con la música de fondo de las abejas satisfechas en dulce lavanda perfumada. El jardín estaba pleno de lindos aromas… las diversas flores, los pinos y la tibia tierra húmeda, mezclados con ocasionales olores de la cocina. Blancas mariposas (que fueron una plaga ese verano) danzaban locamente entre el colgante púrpura de las flores. A veces yo procuraba captar un instante y susurraba para mí: "Ahora. ¡Esto es ahora!" Quería conservarlo así para siempre. Pero el tiempo siempre estaba allí para derrotarme… pasando, pasando inexorablemente; y al mismo tiempo que yo hablaba, ese "ahora" se había vuelto pasado. Del otro lado del seto vivo percibía yo la presencia del camposanto con sus lápidas, un recordatorio constante de que el tiempo no se detendrá para ninguno de nosotros; pero siempre me las ingeniaba para darle la espalda, pues ¡cuánto ansiaba que ese verano continuara! Tal vez fuese alguna intuición de mi parte, porque en ese verano tuvo lugar el final de la vida en la que yo había encontrado un hueco cómodo para mí.

Justin Saint Larston había salido de la Universidad el año anterior, y lo veíamos con mayor frecuencia. A menudo solía yo encontrarlo cuando cruzaba el poblado a caballo. Ahora tenía como tarea ayudar en la propiedad preparándose para el día en que pasaría a ser el dueño. Si Mellyora estaba conmigo, él solía inclinarse cortésmente y hasta sonreír, pero su sonrisa era un tanto melancólica. Cuando nos lo encontrábamos, eso alegraba el día a Mellyora; solía ponerse más linda y más tranquila, como si la ocuparan pensamientos placenteros.

Kim, que era un poco más joven que Justin, se encontraba todavía en la Universidad; yo pensaba complacida en los días en que él hubiera concluido sus estudios; tal vez entonces lo viéramos con mayor frecuencia en el poblado.

Una tarde estábamos sentadas en el césped, con nuestros bordados en las manos. Yo había puesto fin a mi lema, llegando al punto final después de "quieras" cuando Bess salió corriendo al prado. Fue derecho hacia nosotras y exclamó:

—¡Señorita, hay noticias terribles del Abbas! Mellyora palideció un poco y dejó caer sobre el césped su costura.

—¿Qué noticias? —preguntó, y yo supe que estaba pensando que algo terrible le había ocurrido a Justin.

—Es Sir Justin. Tuvo como un colapso en el gabinete, así dicen. El doctor estuvo con él. Está muy mal. Dicen que no hay esperanzas de que viva.

—¿Quién lo dice? —inquirió Mellyora, visiblemente tranquilizada.

—Pues el señor Belter se lo oyó al jefe de plafreneros de allá. Dice que Sir Justin se encuentra en un estado terrible.

Mientras Bess entraba a la casa, nosotras nos quedamos sentadas en el césped, pero ya no podíamos trabajar. Yo sabía que Mellyora estaba pensando en lo que esto significaría para Justin. Si su padre moría, él sería Sir Justin, y el Abbas le pertenecería. Me pregunté si Mellyora estaba triste porque no le gustaba oír hablar de enfermedades, o tal vez Justin le pareciese más fuera del alcance que nunca.

* * *

La señorita Kellow fue la primera en recibir la siguiente noticia. Todas las mañanas leía los anuncios, porque según sugería, le interesaba enterarse de los nacimientos, muertes y matrimonios que tenían lugar en las ilustres familias a las que había servido.