—No cuentes demasiado con ello, preciosa.
—No cuento con nada —repuse—. Tan sólo me recuerdo que entraré en el Abbas… como invitada. Estaré vestida de verdadero terciopelo. Abuelita, ojalá vieras el vestido que me pondré.
—La hija del párroco siempre fue buena contigo, querida. Sé siempre su amiga.
—Lo seré, por supuesto. Ella está tan contenta de que yo la acompañe, como yo de ir con ella. Aunque la señorita Kellow piensa que yo no debería ir.
—Ojalá no encuentre algún modo de revelar a Lady Saint Larston quién eres.
—No se atrevería —repuse sacudiendo la cabeza, triunfante.
Abuelita fue al depósito; la seguí y miré mientras ella abría el cajón y sacaba las dos peinetas y mantillas.
—Me agrada ponerme las m(as algunas noches —dijo—. Entonces, cuando me encuentro aquí sola, imagino que Pedro está conmigo. Porque así era como le gustaba verme. Ven, déjame probarte esto. —Levemente me levantó el cabello y clavó la peineta atrás. Era una peineta alta, incrustada de diamantes—. Estás igual que yo a tu edad, preciosa. Ahora la mantilla… —Me cubrió con ella la cabeza y se apartó—. Cuando esté puesta como se debe, no habrá ninguna que se te iguale —declaró—. Me gustaría peinarte yo misma, nieta mía.
Era la primera vez que me llamaba así; pude intuir que se enorgullecía de mí.
—Por la noche ven al rectorado, abuelita —dije—. Entonces podrás venir a mi habitación y peinarme.
—¿ Estará permitido?
Entrecerré los ojos al responder:
—Allí no soy una criada… en realidad, no. Sólo tú puedes peinar mi cabello, así que debes hacerlo.
Apoyó una mano en mi brazo y me sonrió diciendo:
—Ten cuidado, Kerensa. Ten cuidado siempre.
* * *
Había llegado una invitación para mí. Decía que Sir Justin y Lady Saint Larston solicitaban la presencia de la señorita Carlyon en el baile de disfraces. Mellyora y yo nos pusimos casi histéricas de risa cuando la leímos, y Mellyora no cesaba de llamarme señorita Carlyon, imitando la voz de Lady Saint Larston.
No había tiempo que perder. Cuando nuestros vestidos estuvieron terminados, nos los probábamos todos los días, y yo me ejercitaba en usar la peineta y la mantilla. Sentadas juntas, hacíamos nuestras máscaras, cosiendo en ellas cuentas negras para que relucieran. Esos días fueron algunos de los más felices de mi vida.,
Practicábamos baile.. Según Mellyora, era muy fácil cuando se tenía juventud y pies ágiles. Simplemente había que seguir a la pareja de baile; descubrí que podía bailar bien y me encantaba.
Durante estos días, no advertíamos que el reverendo Charles empalidecía cada vez más. Pasaba gran parte del tiempo en su gabinete. Sabía cuan entusiasmadas estábamos y creo —aunque esto no se me ocurrió hasta después— que no quería ensombrecer en lo más mínimo nuestro placer.
* * *
Por fin llegó el día del baile. Mellyora y yo nos pusimos nuestros trajes; abuelita fue al rectorado para peinarme. Me cepilló el cabello y puso en él su preparado especial, para que resplandeciese y brillase. Luego vinieron la peineta y la mantilla. Cuando vio el efecto, Mellyora palmoteó admirada.
—Todos se fijarán en la señorita Carlyon —dijo.
—Se ve bien aquí, en el dormitorio —le recordé—. Pero piensa en tantas bellas vestiduras que lucirán esas personas ricas. Diamantes y rubíes…
—Y ustedes dos sólo tienen juventud —comentó abuelita, riendo—. Colijo que algunas de esas personas estarían dispuestas a dar sus diamantes y sus rubíes a cambio de eso.
—Kerensa se ve distinta —hizo notar Mellyora—. Y aunque todas tendrán el mejor aspecto posible, ninguna se parecerá del todo a ella.
Nos pusimos nuestras máscaras y, una junto a la otra, reímos al examinar nuestras imágenes en el espejo.
—Ahora tenemos un aire misterioso —dijo Mellyora.
Abuelita volvió a su casa mientras la señorita Kellow nos conducía al Abbas. El cochecito parecía incongruente entre tantos bellos carruajes, pero eso no hizo más que divertirnos; por mi parte, me estaba acercando a la culminación de un sueño.
Al entrar en el salón quedé anonadada; traté de ver todo al mismo tiempo y, en consecuencia, no tuve más que una confusa impresión. Un candelabro con velas que parecían miles; tapices colgados en las paredes; jarrones con flores cuyo aroma llenaba el aire; gente por todas partes. Era como haberse introducido sin darse cuenta en una de esas cortes extranjeras de que había oído hablar en las lecciones de historia. Más tarde supe que muchos vestidos de las damas eran italianos del siglo XIV, y varias de ellas llevaban el cabello sujeto con redecillas enjoyadas. Brocados, terciopelos, sedas y rasos. Era una esplendorosa congregación; y lo que aumentaba el interés eran las máscaras que todos llevábamos puestas. Yo estaba agradecida por ellas; podía sentirme más como una de ellos cuando no había peligro de ser descubierta.
Debíamos quitarnos las máscaras a medianoche; pero entonces el baile habría terminado y aquella situación, similar a la de Cenicienta, habría dejado de preocuparme.
En un extremo del salón había una ancha y bella escalinata, por la cual subimos en pos de la multitud hasta el sitio donde Lady Saint Larston, con su máscara en la mano, estaba recibiendo a sus invitados.
Nos encontrábamos en un recinto largo y alto, a ambos lados del cual había retratos de los Saint Larston. Pintados con sus suntuosas sedas y terciopelos, habrían podido ser participantes de la fiesta. Por todo el salón había plantas perennes, y sillas doradas como yo nunca había visto antes. Yo quería examinarlo todo con atención.
Percibía junto a mí la presencia de Mellyora. Comparada con casi todas las mujeres, ella estaba ataviada con suma sencillez, pero yo pensé que estaba más hermosa que cualquiera de las otras, con su dorado cabello y el oro que ceñía su esbelta cintura.
Un hombre de verde jubón de terciopelo y largas calzas verdes se nos acercó diciendo:
—Dime si me equivoco, pero creo haber adivinado. Es por los rizos dorados.
Supe que esa voz era la de Kim, aunque no lo habría reconocido con esa ropa.
—Se te ve hermosa —continuó—. Y también a la dama española.
—Kim, no debiste adivinar tan pronto —se quejó Mellyora.
—No, debí haber simulado perplejidad. Debí haber hecho muchas preguntas, y luego adivinado poco antes de la medianoche.
—Al menos sólo adivinaste mi identidad —dijo Mellyora.
Kim se volvió hacia mí y vi sus ojos a través de la máscara; los supuse risueños, con las arrugas a su alrededor; casi desaparecían cuando él reía.
—Me confieso desconcertado.
Mellyora lanzó un suspiro de alivio.
—Pensé que vendrías con tu padre —prosiguió Kim.
—Su salud no le permite venir.
—Lo lamento. Pero me alegro de que eso no te haya impedido venir.
—Gracias a mi… dama de compañía.
—Oh, ¿de modo que la hermosa española es tu dama de compañía? —preguntó, fingiendo atisbar detrás de mi máscara—. Parece demasiado joven para ese papel.
—No hables de ella como si no estuviese aquí. Eso no le agradará.
—Y yo ansío tanto obtener su aprobación. ¿Sólo habla español?
—No, habla inglés.
—Pues todavía no ha dicho nada.
—Es posible que hable únicamente cuando tiene algo por decir.
—Oh, Mellyora, ¿estás reprendiéndome? Dama española —continuó, dirigiéndose a mí—, confío en que mi presencia no te ofenda.
—No me ofende.
—Vuelvo a respirar. ¿Me permiten ustedes conducirlas al buffet?
—Sería muy agradable —dije, hablando con lentitud y" cautela, pues tenía miedo, ahora que estaba allí, entre las personas con quienes siempre había anhelado alternar, de que con alguna inflexión de mi voz, algún rastro de acento o entonación, pudiera delatar mis orígenes.
—Vengan, entonces —dijo Kim, y poniéndose entre las dos, nos tomó por los codos y nos guió entre la muchedumbre.
Nos sentamos a una de las mesitas junto a la plataforma donde se habían instalado grandes mesas repletas de comida. Jamás había visto yo tanta comida en mi vida. Como las empanadas y los pasteles eran el plato principal tanto para los ricos como para los pobres, había más de éstos que de cualquier otra cosa. Pero… ¡qué empanadas y qué pasteles! La corteza era de un vivo color pardo dorado, y algunos pasteles habían sido hechos en formas fantásticas. En el centro había uno que era un modelo del Abbas, con las torres almenadas y el portal en arcada. Todos lo miraban expresando su admiración. Los pasteles estaban decorados con figuras de animales, que indicaban lo que contenían: ovejas, cerdos, aves. Había grandes fuentes de crema cuajada…. pues la gente acomodada, que podía conseguirla, siempre comía sus pasteles con crema. Había carnes de todas clases; tajadas de vaca y de jamón; había sardinas servidas de distintas maneras. Había toda clase de bebidas; hidromiel, ginebra y vinos traídos de todas partes del mundo. Era gracioso ver a Haggety a cargo de ellas, inclinándose obsequiosamente, tan distinto del vanidoso mayordomo que había pretendido emplearme en la feria de Trelinket. Cuando pensé en lo que él habría dicho si supiese que ahora tendría que servir a la muchacha a quien pudo haber empleado, ganas tuve de reventar de risa.
Cuando se es joven y se ha conocido el hambre, siempre se puede comer con— fruición, por más alterada que se esté. Yo hice justicia al pastel de oveja y las sardinas en aceite que nos trajo Kim, mientras sorbía el hidromiel servido por Haggety.
Era la primera vez que lo probaba y me gustó el sabor a miel; pero sabía que era embriagador y no tenía ninguna intención de embotar mis sentidos en aquella velada, la más estimulante de mi vida.
Kim nos miraba comer complacido, y yo sabía que estaba intrigado conmigo. Intuía que él se daba cuenta de que me había conocido con anterioridad, y que se estaba preguntando dónde. Me regocijaba obligarle a adivinar.
—Miren, aquí viene el joven Borgia —dijo mientras nosotras bebíamos hidromiel.
Miré y lo vi; vestía de terciopelo negro; tenía una gorrita en la cabeza y un bigote postizo. Miró a Mellyora, luego a mí. Su mirada se detuvo en mí. Inclinándose, dijo en actitud teatral:
—Creo haber conocido a la bella griega en nuestros senderos de Saint Larston.
Supe de inmediato que era Johnny Saint Larston porque reconocí su voz, como antes la de Kim.
—Pero estoy seguro de no haber visto antes a la beldad hispana —agregó.
—Nunca deberías estar demasiado seguro de nada —adujo Mellyora.
—Si la hubiera visto una vez, nunca la habría olvidado, y ahora su imagen permanecerá conmigo todos los días de mi vida.
—Qué extraño, no se puede ocultar realmente la identidad poniéndose simplemente una máscara —comentó Mellyora.
—La voz, los gestos delatan —añadió Kim.
—Y nosotros tres nos conocemos —prosiguió Johnny—, Eso me causa gran curiosidad en cuanto a la desconocida que está entre nosotros.
Acercó su silla a la mía y yo empecé a sentirme inquieta.
—Eres amiga de Mellyora —insistió— Sé tu nombre, eres la señorita Carlyon.
—No debes molestar a tus invitadas —le dijo Mellyora, remilgada.
—Mi querida Mellyora, toda la finalidad de un baile de disfraz consiste en adivinar la identidad de quienes están contigo, antes de que todos se quiten las máscaras.
¿No lo sabías acaso? Señorita Carlyon, mi madre me dijo que Mellyora traería una amiga, ya que su padre no podía venir. Una dama de compañía… una tía, me parece. Eso fue lo que dijo mi madre. ¿Seguramente no eres la tía de Mellyora?
—Me niego a decirte quién soy —repliqué—. Tendrás que esperar a que todos se quiten las máscaras.
—Mientras yo pueda estar junto a ti en ese interesante momento, puedo esperar.
La música había comenzado, y una pareja alta, elegante, estaba iniciando la danza. Sabía que el hombre, con traje de época de la Regencia, era Justin, y supuse que la mujer alta, delgada, de cabello oscuro, sería su esposa.
No podía apartar mis ojos de Judith Saint Larston, quien hasta poco tiempo atrás había sido Judith Derrise. Lucía un vestido de terciopelo carmesí, de color muy similar al mío, pero ¡cuánto más suntuoso era el suyo! En torno a su cuello resplandecían diamantes; también los había visto en sus orejas y en sus dedos largos y finos. Llevaba el cabello peinado al estilo Pompadour, lo cual la hacía un poco más alta que Justin, quien era muy alto. Se la veía muy atractiva, pero lo que advertí más que nada en ella fue cierta tensión nerviosa. Noté también cómo se aferraba a la mano de Justin, y hasta al bailar daba la impresión de estar decidida a no soltarlo jamás.
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