—¡Cuan atractiva es! —comenté.

—Mi nueva cuñada —murmuró Johnny, siguiéndola con la mirada.

—Una bella pareja —agregué.

—Mi hermano es el miembro guapo de la familia, ¿no te parece?

—Difícil es decirlo hasta que tenga lugar el desenmascaramiento.

—¡Oh, ese desenmascaramiento! Entonces te pediré tu veredicto. Pero para entonces espero haberte demostrado que el hermano de Justin tiene otras cualidades, que compensan su falta de personalidad. ¿Bailamos?

Me alarmé, pues temía que si bailaba con Johnny Saint Larston, pondría de manifiesto que nunca había bailado antes con un hombre.

De haber sido Kim, habría temido menos, porque ya había demostrado yo que, en una emergencia, se podía confiar en él; de Johnny no estaba segura. Pero Kim ya se alejaba con Mellyora.

Johnny me tomó la mano y me la apretó ardorosamente, diciendo:

—¿Me temes acaso, dama española?

Reí tal como habría podido reír años atrás. Luego dije a mi manera lenta, cuidadosa:

—No veo motivo para temer.

—Es un buen comienzo.

Los músicos, que estaban en un balcón situado en un extremo del salón de baile, tocaban un vals. Recordando cómo bailábamos el vals en el dormitorio con Mellyora, tuve la esperanza de que mi modo de bailar no delataría mi falta de experiencia. Pero fue más fácil de lo que yo pensaba; tuve la habilidad suficiente para no despertar sospechas.

—Qué bien se complementan nuestros pasos —dijo Johnny.

* * *

En el baile perdí de vista a Mellyora y me pregunté si Johnny se había propuesto, que así fuera; cuando nos sentamos juntos en los sillones dorados y otro hombre me pidió bailar con él, sentí cierto alivio al escapar de Johnny. Conversamos —mejor dicho, lo hizo mi pareja— sobre otros bailes, sobre la cacería, sobre la cambiante situación del país, y yo escuchaba, con cuidado de nunca delatarme.

Esa noche aprendí que si una joven escucha y asiente con rapidez, se hace popular. Pero no era un papel que yo pensara desempeñar de modo permanente. Luego fui conducida de vuelta a mi asiento, donde Johnny aguardaba con impaciencia. Cuando Mellyora y Kim se reunieron con nosotros, bailé con Kim. Disfruté mucho de eso, aunque no fue tan fácil como antes con Johnny; supongo que porque Johnny bailaba mejor. Y mientras tanto, no cesaba de pensar: Estás realmente aquí, en el Abbas. Tú, Kerensa Carlee… Carlyon por una noche.

Comimos y bebimos más; yo no quería que la velada concluyese jamás. Sabía que aborrecería quitarme mi vestido de rojo terciopelo y soltarme el cabello. Atesoraba en mi espíritu cada pequeño incidente para poder contárselo a Mellyora al otro día.

Tomé parte en el cotillón; algunos de mis acompañantes fueron paternales, otros intentaron conquistarme. A todos los manejé con una habilidad que supuse grande, y me preguntaba por qué había estado alguna vez nerviosa.

Bebí un poco de lo que Johnny y Kim habían traído a nuestra mesa junto con la comida. Mellyora estaba un poco alicaída; creo que ansiaba tener la oportunidad de bailar con Justin.

Yo estaba bailando con Johnny cuando éste dijo:

—Aquí hay demasiada gente. Salgamos.

Siguiéndolo, bajé la escalinata y salí al jardín, donde bailaban algunos invitados. Era un espectáculo cautivante. La música podía oírse con nitidez por las ventanas abiertas, y las ropas de hombres y mujeres tenían un aspecto fantástico a la luz de la luna.

Bailando sobre el césped llegamos al seto que separaba los jardines del Abbas del campo donde se encontraban las "seis vírgenes" y la antigua mina.

—¿Adónde me llevas? —inquirí.

—A ver las vírgenes.

—Siempre quise verlas a la luz de la luna —dije.

Una lenta sonrisa asomó a sus labios; de inmediato me di cuenta de que acababa de darle un indicio de que yo no era una forastera en Saint Larston que había ido para el baile, puesto que conocía la existencia de las vírgenes.

—Pues las verás —susurró.

Me tomó la mano y, juntos, corrimos sobre la hierba. Cuando me apoyé en una de las piedras se me acercó y trató de besarme, pero lo contuve.

—¿Por qué me atormentas? —preguntó.

—No deseo ser besada.

—Eres un ser extraño, señorita Carlyon. Provocas y luego te vuelves remilgada. ¿Es justo eso?

—Vine a ver a las vírgenes a la luz de la luna.

Johnny, que había apoyado las manos en mis hombros, me sujetó contra la piedra.

—Seis vírgenes. Es posible que haya aquí siete esta noche.

—Has olvidado el relato —dije—. Fue porque no eran vírgenes…

—Exactamente. Señorita Carlyon, ¿te convertirás tú en piedra esta noche?

—¿A qué te refieres?

—¿No conoces acaso la leyenda? Cualquiera que se detenga aquí a la luz de la luna y toque una de estas piedras, corre peligro.

—¿Por qué causa? ¿Jóvenes impertinentes?

Acercó su rostro al mío. Tenía aspecto satánico, con su bigote postizo y sus ojos que relucían a través de la máscara.

—¿No has oído la leyenda? Oh, pero tú no provienes de estas regiones, ¿verdad, señorita Carlyon? Debo contártela. Si alguien pregunta "¿Eres virgen?" y no puedes contestar "Sí", te convertirás en piedra. Te lo pregunto ahora.

Procuré zafarme.

—Quiero volver a la casa.

—No has contestado a mi pregunta.

—Creo que no te conduces como un caballero.

—¿Tan bien sabes cómo se comportan los caballeros?

—Suéltame.

—Cuando respondas a mis preguntas. Ya hice la primera. Ahora quiero una respuesta a la segunda. —No responderé preguntas.

—Entonces —dijo él—, me veré obligado a satisfacer mi curiosidad e impaciencia.

Y con rápido ademán, me arrancó la máscara, y cuando la tuvo en la mano le oí lanzar una súbita exclamación ahogada de asombro.

—¡Así que… señorita Carlyon! Carlyon —dijo; luego se puso a canturrear—: Suenen campanas, alguien está en el pozo. ¿Quién la puso allí? ¿Acaso pecó? Estoy en lo cierto, ¿verdad? —rió—. Sí que te recuerdo. No eres una muchacha a quien se olvide con facilidad, señorita Carlyon. ¿Y qué haces en nuestro baile?

Le quité la máscara antes de replicar: —Vine porque fui invitada.

—¡Jum! Y qué bien nos engañaste a todos. Mi madre no tiene la costumbre de invitar moradores de las cabañas a los bailes de Saint Larston.

—Soy amiga de Mellyora.

—Sí… ¡Mellyora! Vaya, ¿quién la habría creído capaz de algo así? Me pregunto qué dirá mi madre cuando yo se lo diga…

—Pero no lo harás —dije, y me irrité conmigo misma porque parecía haber un tono de súplica en mi voz.

—Pero ¿no te parece que es mi deber? —se burló él—. Por supuesto, es posible que, a cambio de una retribución, acepte participar en el engaño.

—No te acerques —le advertí—. No habrá ninguna retribución.

Poniendo la cabeza de lado, me miró con —expresión intrigada.

—Te das ínfulas, mi bella de las cabañas:

—Vivo en el rectorado —repliqué—. Se me está educando allí.

—Tra-la-la —se mofó—. ¡Tra-la-la!

—Y ahora deseo volver al baile.

—¿Sin máscara? ¿Indudablemente conocida por algunos de los criados? ¡Oh, señorita Carlyon!

Me aparté de él y eché a correr. No había motivo para que yo volviese al salón de baile. De todos modos, la velada estaba arruinada para mí. Regresaría al rectorado y procuraría al menos preservar mi dignidad.

Johnny me persiguió y me sujetó por el brazo.

—¿Adónde vas?

—Puesto que no volveré al salón de baile, eso no te concierne.

—¿Así que nos abandonas? Vamos, no hagas eso, por favor. Sólo te hacía una broma. ¿No reconoces una broma cuando la oyes? Es algo que debes aprender. No quiero que abandones el baile. Quiero ayudarte. ¿Podrías reparar la máscara?

—Sí, con aguja e hilo.

—Te los traeré si vienes conmigo.

Vacilé, pues no confiaba en él; mas la tentación de volver era tan grande, que no la pude resistir.

Me condujo hasta un muro que cubría la hiedra, y apartándola reveló una puerta. Al transponerla llegamos al jardín tapiado, y delante de nosotros estaba el sitio donde se habían descubierto los huesos. Me estaba llevando al sector más antiguo del Abbas.

Abrió una puerta llena de pesados tachones y nos encontramos en un húmedo pasadizo. En la pared colgaba una lámpara que despedía una tenue luz. Johnny la descolgó y, sosteniéndola en alto sobre su cabeza, me miró mostrando los dientes. Su aspecto era satánico; quise huir, pero sabía que si lo hacía, no podría volver al baile. Por eso cuando él dijo:

—¡Ven conmigo! —lo seguí subiendo una escalera de caracol, cuyos peldaños eran empinados y estaban desgastados por los pies que los habían hollado durante cientos de años. Johnny se volvió hacia mí y, con voz hueca, dijo:

—Estamos en esa parte de la casa que seguramente fue el antiguo convento. Aquí es donde vivieron nuestras vírgenes. ¿No te parece pavoroso?

Asentí. En lo alto de la escalera, Johnny Saint Larston se detuvo. Vi un corredor y en él, evidentemente, una hilera de celdas. Cuando, siguiendo a Johnny, entré en una de ellas, vi un anaquel de piedra tallado en la pared, que tal vez habría sido el lecho de una monja; vi también una estrecha hendedura, sin vidrio que la protegiera, que podía haber sido su ventana.

Johnny depositó la lámpara en el suelo y sonriéndome, dijo:

—Ahora necesitamos aguja e hilo. ¿O no los necesitamos?

Alarmada, repuse:

—Estoy segura de que aquí no los encontrarás.

—No importa. Hay en la vida cosas más importantes, te lo aseguro. Dame la máscara.

Me negué y me aparté, pero él estaba a mi lado. Tal vez me habría asustado mucho, si no hubiera recordado que aquel era sólo Johnny Saint Larston, a quien yo consideraba un muchacho no mucho mayor que yo. Con un gesto que lo tomó totalmente por sorpresa, y empleando toda mi fuerza, lo empujé apartándolo de mí. Cayó de espaldas, tropezando con la lámpara.

Aquella era mi oportunidad. Eché a correr por el pasillo, apretando en la mano mi máscara, buscando la escalera de caracol por donde habíamos subido.

No logré encontrarla, pero llegué a otra que conducía hacia arriba; y aunque sabía que no debía seguir internándome en la casa cuando lo que quería era salir de ella, no me atrevía a retroceder por miedo a encontrarme con Johnny. Había una soga adherida a la pared, que servía de pasamano porque los peldaños eran muy empinados; advertí que no utilizarla podía ser peligroso. Esa era una parte de la casa que pocas veces se utilizaba, pero esa noche, presumiblemente por si acaso algún invitado se extraviaba y se encontraba en aquel sector, se habían colocado faroles a intervalos. La luz era mortecina y apenas bastaba para mostrar el camino.

Descubrí más alcobas como aquélla donde me había llevado Johnny. Me detuve a escuchar, preguntándome si sería juicioso desandar mis pasos. Mi corazón parecía volar; no podía contenerme de mirar furtivamente a mi alrededor. Estaba preparada para ver, en cualquier momento, las espectrales figuras de las monjas viniendo hacia mí. Ese era el efecto que tenía sobre mí el estar sola en aquella parte de la casa, la más antigua. El alborozo del baile parecía estar muy lejos… no sólo en la distancia, sino en el tiempo.

Tenía que alejarme de allí con rapidez.

Cautelosamente procuré desandar mis pasos, pero cuando llegué a un corredor, sabiendo que no había pasado antes por él, comencé a sentirme frenética. Pensaba: ¿y si jamás volvían a encontrarme? ¿Y si me quedaba encerrada para siempre en esa parte de la casa? Sería como estar emparedada. Vendrían en busca de los faroles… pero ¿para qué? Se apagarían gradualmente, uno por uno, y a nadie se le ocurriría volver a encenderlos hasta que hubiese otro baile de recepción en el Abbas.

Sentía pánico. Más probable era que fuese descubierta vagando por la casa, y reconocida. Sospecharían de mí y me acusarían de tratar de robar. Siempre sospechaban de personas como yo.

Traté de pensar con calma en lo que sabía sobre la casa. El antiguo sector era la parte desde donde se veía el jardín tapiado. Allí era donde debía de estar yo… quizá cerca del sitio donde se habían descubierto los huesos de la monja. El pensarlo me hizo estremecer. Los pasadizos eran tan oscuros, y nada cubría el piso del corredor, que era de fría piedra, igual que la escalera de caracol. Me pregunté si sería cierto que cuando algo violento le pasaba a alguien, su espíritu se aparecía en el escenario de sus últimas horas en la tierra. Pensé en esa monja, traída por aquellos corredores desde una de esas alcobas que tal vez hubiese sido su celda. ¡Qué terrible desesperación habrá habido en su alma! ¡Qué aterrada habrá estado!