Cobré valor. Comparada con la de ella, mi situación era cómica. Me dije que yo no tenía miedo. De ser necesario, diría exactamente cómo había llegado a esa situación. Entonces Lady Saint Larston estaría más fastidiada con Johnny que conmigo.
Al final del corredor de piedra hallé una pesada puerta que abrí con cautela. Fue como penetrar en otro mundo. El corredor estaba alfombrado, y en la pared colgaban lámparas a intervalos frecuentes; pude oír, aunque amortiguado, el sonido de música que antes había perdido.
Me sentí aliviada. Ahora debía encaminarme a los vestuarios. Allí habría alfileres. Creía inclusive haber visto algunos en un pequeño recipiente de alabastro. Me extrañó no haberlo pensado antes; tenía la misteriosa sensación de que pensar en la séptima virgen me había ayudado, calmando mi mente, que estaba sobreexcitada por la mezcla de vino, al que no estaba acostumbrada, y extraños acontecimientos.
Aquella mansión era muy vasta. Según había oído decir, contenía cien habitaciones. Me detuve frente a una puerta y, con la esperanza de que me condujese al sector donde tenía lugar el baile, hice girar suavemente el tirador y la abrí. Entonces lancé una ahogada exclamación de horror, pues a la luz mortecina de la lámpara cubierta que había junto al lecho, durante esos primeros segundos me pareció estar contemplando un cadáver. Había un hombre apoyado en almohadas; tenía la boca y un ojo corridos hacia abajo, a la derecha. Era una visión grotesca, y al verla tan pronto, después de mis imaginativos pensamientos en el corredor, creí estar viendo un fantasma, pues aquella era una cara muerta… o casi. Después, horrorizada e inmóvil, algo me dijo que me habían visto, pues la figura que ocupaba el lecho emitió un extraño sonido. Cerré la puerta con rapidez, mientras mi corazón latía con violencia.
El hombre a quien yo había visto en la cama era una parodia de Sir Justin; me horrorizaba pensar que alguien que había sido tan robusto, tan arrogante, pudiera quedar así.
No sé cómo habré llegado a los aposentos de la familia. Si me encontraba entonces con alguien, diría que estaba buscando los vestuarios y me había perdido. Apretando de nuevo en mi mano la máscara rota, vacilé frente a una puerta semiabierta. Miré adentro y vi un dormitorio; en la pared, dos lámparas despedían una luz mortecina. De pronto se me ocurrió que posiblemente en aquella mesa de tocador hubiese algunos alfileres. Comprobé que el corredor estaba desierto, entré en la habitación y, en efecto, sobre el espejo, atado con cintas de raso, había un alfiletero con alfileres clavados en él. Tomé varios, e iba hacia la puerta cuando oí voces en el corredor.
Un pánico repentino me dominó. Tenía que salir pronto de esa habitación. Volví a experimentar viejos temores, tales como los que había sentido aquella noche en que desapareció Joe. Si Mellyora era encontrada en uno de esos cuartos y decía que se había extraviado, todos le creerían; si me encontraban a mí (y sabían quién era yo), me someterían a la humillación de la sospecha. No debía ser descubierta allí.
Miré en torno y vi que había dos puertas. Sin pensar, abrí una y entré. Me encontré en un armario donde colgaban ropas. Como no había tiempo para escapar, cerré la puerta y contuve el aliento.
En algunos aterradores segundos, supe que alguien había entrado en el recinto. Oí cerrarse la puerta y aguardé, tensa, a que me descubrieran. Debía decir a todos que Johnny había intentado seducirme, y quién era yo. Debía lograr que me creyeran. Debía abrir enseguida la puerta y explicarlo. Si me atrapaban parecería totalmente culpable; si salía y explicaba de inmediato, como habría hecho Mellyora, era más probable que me creyesen. Pero ¿y si no me creían?
Había vacilado demasiado.
—Pero ¿qué pasa, Judith? —preguntó una voz; una voz cansina que reconocí como de Justin Saint Larston.
—Tenía que verte, querido. Nada más que estar contigo a solas por unos minutos. Necesitaba tranquilizarme. Seguramente entenderás.
¡Judith, la esposa de Justin! Su voz era como yo lo habría supuesto. Hablaba en frases cortas, como si le faltara el aliento; y de inmediato se manifestaba una sensación de tensión.
—Judith, no debes alterarte tanto.
—¿Alterarme? Cómo puedo evitarlo cuando… te vi bailando con esa muchacha…
—Escúchame, Judith —dijo él; su voz sonaba lenta, casi arrastrada, pero quizá fuese por contraste con la de ella—. No es más que la hija del párroco.
—Es hermosa. Tú lo crees así, ¿verdad? Y es joven… tan joven… Y pude ver su expresión… cuando bailaban juntos, tú y ella.
—Judith, esto es totalmente absurdo. Conozco a esa niña desde que estaba en la cuna. Tuve que bailar con ella, naturalmente. Tú sabes cómo son las cosas en estas celebraciones.
—Pero es que parecían… parecían…
—¿No bailabas tú? ¿O acaso estuviste siempre observándome?
—Tú sabes lo que siento. Percibía tu presencia, Justin. La tuya y la de esa muchacha. Puedes reírte si quieres, pero había algo. Yo necesitaba tranquilizarme.
—Pero de veras, Judith, no hay nada sobre lo cual tranquilizarte. Eres mi esposa, ¿verdad? ¿Eso no es suficiente?
—Eso lo es todo. ¡Exactamente todo! Por eso no podía soportar…
—Pues entonces olvidémoslo. Y no deberíamos estar aquí, no podemos desaparecer aquí. —Está bien, pero bésame, Justin.
Un silencio durante el cual sentí que ellos debían oír los latidos de mi corazón. Había tenido razón al no hacerme ver. Tan pronto como se marcharan saldría furtivamente, repararía enseguida mi máscara con los alfileres, y entonces todo estaría bien.
—Ven, Judith, vámonos.
—Otra vez, querido. Oh, querido, ojalá no tuviéramos que volver con esa gente tan pesada.
—Pronto terminará.
—Querido…
Silencio. La puerta que se cerraba. Quise salir corriendo, pero me obligué a permanecer donde estaba hasta contar diez. Luego, cautelosamente, abrí la puerta, atisbé la pieza vacía, me precipité a su puerta, y con un suspiro de gratitud llegué al corredor.
Casi huí de esa puerta abierta, procurando librarme de la imagen de uno de ellos abriendo la puerta y encontrándome escondida en el armario. Eso no había ocurrido, pero, ah, era una advertencia de no volver a hacer jamás algo tan tonto.
La música sonaba más fuerte, pues había llegado a la escalinata donde Lady Saint Larston nos había recibido. Ahora sabía cómo seguir. En mi ansiedad había olvidado mi máscara, hasta que vi a Mellyora con Kim.
—¡Tu máscara! —exclamó ella. La mostré diciendo:
—Está rota, pero encontré unos alfileres.
—Vaya, creo que es Kerensa —dijo Kim.
Lo miré avergonzada. Mellyora se encaró con él.
—¿Por qué no? —dijo con vehemencia—. Kerensa quería venir al baile. ¿Por qué no iba a venir? Dije que era una amiga mía y lo es.
—¿Por qué no, en efecto? —admitió Kim.
—¿Cómo fue que se rompió? —quiso saber Mellyora. —Supongo que mis costuras no fueron lo bastante fuertes.
—Qué raro… Déjame ver —y tomó la máscara—. Ah, ya veo. Dame los alfileres. Ahora la arreglaré. Aguantará. ¿Sabías que sólo falta una hora para la medianoche?
—Perdí la noción del tiempo.
Mellyora arregló la máscara; me satisfizo ocultarme tras ella.
—Acabamos de salir a los jardines —dijo Mellyora—. La luz de la luna es magnífica.
—Lo sé. También estuve allí.
—Ahora volvamos al salón de baile —dijo Mellyora—. No queda mucho tiempo.
Acompañadas por Kim, regresamos. Un hombre se acercó para invitarme a bailar; sentí regocijo al estar enmascarada y bailando de nuevo, mientras me felicitaba por haberme salvado. Entonces recordé que Johnny Saint Larston sabía quién era yo, pero no asigné realmente mucha importancia a eso. Si se lo decía a su madre, yo le revelaría de inmediato a ella cómo se había conducido él; y tenía la impresión de que ella no estaría más complacida con él que conmigo.
Más tarde bailé con Kim, y me alegré, pues quería saber cuáles eran sus reacciones. Evidentemente la situación le hacía gracia.
—Carlyon —dijo—. Eso es lo que me intriga. Pensé que eras la señorita Carlee.
—Mellyora me dio ese nombre.
—¡Ah… Mellyora!
Le conté todo lo sucedido mientras él se hallaba ausente en la Universidad, cómo Mellyora me había visto en la feria, llevándome a casa. Él me escuchaba con atención.
—Me alegro de que haya ocurrido —dijo luego—. Es bueno para ti y para ella.
Resplandecí de placer. Qué distinto era de Johnny Saint Larston.
—¿Y tu hermano? —preguntó él—. ¿Cómo le va con el veterinario?
—¿Lo sabías ya?
Rió al contestar:
—Me interesan bastante sus progresos, ya que fui yo quien mencioné a Pollent qué buen ayudante sería para él.
—¿Tú… hablaste con Pollent?
—Así es. Le hice prometer que daría una oportunidad al muchacho.
—Entiendo. Supongo que debería agradecerte.
—No lo hagas si prefieres no hacerlo.
—Pero mi abuelita está tan complacida. A Joe le va bien. El veterinario está satisfecho con él y… —oí el tono de orgullo en mi voz— él está satisfecho con el veterinario.
—Buenas noticias. Pensé que un muchacho que arriesgaba tanto por salvar a un pájaro debía de tener algún don especial. Así que… todo va bien.
—Sí —repetí—, todo va bien.
—Permíteme decir que creo que has crecido tal como pensé que crecerías.
—¿Y cómo es eso?
—Te has convertido en una señorita sumamente fascinadora.
Cuántas emociones experimenté aquella noche, pues bailando con Kim conocí la felicidad absoluta. Deseé que pudiera continuar eternamente… Pero los bailes concluyen rápido cuando se tiene la pareja elegida por una, y demasiado pronto, los relojes que se había llevado al salón para dar la medianoche se pusieron a sonar al mismo tiempo. La música cesó; era tiempo de quitarnos las máscaras.
Johnny Saint Larston, que pasó cerca de nosotros, me sonrió diciendo:
—Aunque no es una sorpresa, igual es un placer.
Y su burlona sonrisa era intencionada.
Kim me llevó afuera, para que nadie más supiese que la señorita Carlyon era, en realidad, la pobretona Kerensa Carlee.
Mientras Belter nos conducía de vuelta al rectorado, ni Mellyora ni yo hablamos gran cosa. Ambas seguíamos oyendo la música, atrapadas en el ritmo de la danza. Era una noche que jamás olvidaríamos; más tarde hablaríamos de ella, pero entonces aún estábamos confusas y embelesadas.
En silencio fuimos a nuestras habitaciones. Aunque estaba físicamente cansada, no tenía ganas de dormir. Mientras me dejara puesta mi roja túnica de terciopelo, todavía era una señorita que iba a los bailes; pero cuando me la quitara, la vida se tornaría menos regocijante. A decir verdad, la señorita Carlyon se convertiría en Kerensa Carlee.
Pero evidentemente no podía quedarme de pie frente al espejo, contemplando soñadoramente mi reflejo toda la noche. Por eso, a la luz de dos velas, me quité de mala gana la peineta del cabello, me lo dejé caer sobre los hombros, me desvestí y colgué la túnica de terciopelo rojo.
—Te has convertido en una señorita sumamente fascinadora —dije.
Luego pensé en lo interesante que iba a ser mi vida, pues era cierto que la vida nos pertenece para hacer de ella lo que deseamos.
Dormir fue difícil. No cesaba de pensar en mí misma bailando con Kim, defendiéndome de Johnny, ocultándome en el armario, y ese momento de espanto en que había abierto la puerta del cuarto de Sir Justin y lo había visto.
No fue sorprendente, pues, que cuando por fin me dormí tuviese una pesadilla. Soñé que Johnny me había emparedado y que yo me estaba asfixiando, mientras Mellyora trataba de quitar los ladrillos con las manos desnudas, y yo sabía que no podría salvarme a tiempo.
Al despertar gritando, encontré a Mellyora de pie junto a mi lecho. Tenía el dorado cabello alrededor de los hombros, y no se había puesto un peinador sobre su camisón.
—Despierta, Kerensa —me dijo—. Tienes una pesadilla.
Me senté en la cama y clavé la mirada en sus manos.
—¿Qué te ocurría? —insistió ella.
—Soñé que estaba emparedada y que tú tratabas de salvarme. Me estaba asfixiando.
—No me extraña nada; estabas sepultada bajo las ropas, y recuerda cuánto bebiste además.
Se sentó en mi cama, riéndose de mí; pero yo aún sentía los efectos de mi pesadilla.
—¡Qué noche! —exclamó ella, soñadora, sujetándose las rodillas con las manos.
Al disiparse la sensación de pesadilla, recordé lo que había oído desde el armario. Era el baile de Mellyora con Justin lo que había provocado los celos de Judith.
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