Seguí recordando esas palabras mucho después de marcharse él.
* * *
No fue que oyera una conversación precisa; fueron pequeñas alusiones que yo captaba de vez en cuando las que me hicieron entender lo que pensaban los demás.
Nadie abrigaba duda alguna de que el reverendo Charles se moría. A veces parecía estar un poco mejor, pero nunca progresaba en realidad; una semana tras otra veíamos extinguirse su vigor.
Constantemente me preguntaba yo qué nos sucedería cuando él muriese, pues era evidente que la situación vigente en ese momento no era más que una componenda.
La señora Yeo me proporcionó el primer indicio cuando hablaba de. David Killigrew. Me di cuenta de que lo aceptaba como el nuevo amo de la casa; estaba convencida (y advertí que muchos otros lo habían pensado así) de que cuando muriese el reverendo Charles, David Killigrew ocuparía su puesto. Pasaría a ser el párroco del lugar. ¿Y Mellyora? Bueno, como Mellyora era hija de un párroco, sería razonable suponer que sería buena esposa para otro párroco.
Como a ellos esto les parecía correcto y razonable, sugerían que era inevitable. Mellyora y David. Eran buenos amigos. Ella le estaba agradecida, y él sin duda la admiraba. Suponiendo que ellos tuviesen razón, ¿qué sería de mí?
No abandonaría a Mellyora. David siempre me había dado muestras de la mayor amistad. Debía quedarme en el rectorado, prestando utilidad. ¿En carácter de qué? ¿Criada de Mellyora? Ella jamás me trataba como a una criada. Yo era la hermana que ella siempre había querido tener, y que se llamaba igual que la que ella había perdido.
* * *
Pocas semanas después de la partida de Kim, me encontré con Johnny Saint Larston cerca de la finca de los Pengaster. Yo había ido a ver a mi abuela, llevándole una cesta llena de comida, y estaba preocupada porque ella, aunque había hablado con animación del día que había pasado en la casa del veterinario, donde se la había invitado para la Navidad, estaba delgada y sus ojos parecían brillar menos que de costumbre. Advertí también que tosía demasiado.
Me dije que mi ansiedad se debía a que venía de una casa donde había un enfermo. Porque el reverendo Charles se encontraba mal, me parecía que cualquier persona de su edad estaba en peligro.
Abuelita me había contado lo cómodo que estaba Joe en casa del veterinario, y que lo trataban como a un miembro de la familia. Era una situación excelente, pues el veterinario, aunque tenía cuatro hijas, no tenía ningún hijo varón, por lo cual le complacía tener como ayudante a un joven como Joe.
Cuando salí de la cabaña me sentía un tanto melancólica; muchas sombras amenazaban mi vida: enfermedad en la casa que había llegado a considerar como mi propio hogar; temor por la salud de abuelita; también Joe, en cierto modo, sentado a la mesa del veterinario y no a la del doctor Hilliard.
—¡Hola! —Johnny, que estaba sentado en el molinete que comunicaba con los campos de Pengaster, se bajó de un salto y ajustó su paso al mío—. Tenía la esperanza de que nos encontráramos.
—¿De veras?
—Permíteme que lleve tu cesta. —No hace falta, está vacía.
—¿Y adónde vas, mi linda doncella?
—Pareces tener afición por los versos infantiles. ¿Se debe acaso a que no has crecido todavía?
—"Mi rostro es mi fortuna, señor" —citó él—. Es cierto, señorita… ejem… Carlyon. Pero cuida esa lengua afilada que tienes. De paso, ¿por qué Carlyon? ¿Por qué no Saint Ives, Marazion? ¡Carlyon! Aunque te diré que te queda bien.
Apresurando el paso, repuse:
—Realmente tengo prisa.
—Qué lástima. Tenía la esperanza de que pudiésemos renovar nuestras relaciones. Te habría visitado antes, no lo dudes, pero estuve ausente y acabo de regresar.
—Me figuro que pronto volverás a irte.
—¿Quieres decir que así lo esperas? Oh, Kerensa, ¿por qué no ser mi amiga? Yo quiero serlo, lo sabes.
—Tal vez tu método para trabar amistad sea erróneo.
—Entonces debes enseñarme el método correcto.
Y cogiéndome por el brazo me obligó a girar, hacia él. En sus ojos brillaba una luz que me alarmó. Pensé en cómo había buscado a Hetty Pengaster en la iglesia, y en cómo lo había visto yo sobre el molinete. Probablemente venía de algún encuentro con ella.
Zafando mi brazo le dije:
—Déjame tranquila. Y no solamente ahora… siempre. Yo no soy Hetty Pengaster.
Se sobresaltó; de eso no hubo dudas, ya que escapé con facilidad. Eché a correr y, cuando miré por sobre el hombro, él estaba todavía inmóvil, siguiéndome con su mirada fija.
* * *
Hacia fines de enero, el reverendo Charles se agravó tanto que el médico le administró sedantes, cuyo resultado eran largas horas de sueño. Mellyora y yo solíamos quedarnos conversando en voz baja, mientras cosíamos o acaso leíamos, y de vez en cuando una de nosotras se levantaba y se asomaba al cuarto del enfermo. David Killigrew nos acompañaba a cada momento de que podía disponer, y las dos estábamos de acuerdo en que su presencia nos serenaba. A veces la señora Yeo nos llevaba comida; y siempre miraba al joven clérigo con afecto. Le había oído decir a Belter que, cuando terminara aquel desdichado asunto, su primera tarea sería alimentar bien al joven sacerdote. Bess o Kit solían entrar a encender el fuego, y las miradas que ambas prodigaban a él y a Mellyora me resultaban significativas, aunque tal vez no para él ni para Mellyora.
Los pensamientos de esta última estaban ocupados con su padre.
Una melancólica paz impregnaba toda la casa. Una muerte inevitable era inminente, pero eso tenía que pasar; y entonces, cuando todo hubiera concluido, lo dejaríamos atrás y nada cambiaría, por cuanto quienes ahora servían a una persona servirían a otra.
Mellyora y David. Sería inevitable. Con el tiempo, Mellyora se tranquilizaría; dejaría de tener sueños acerca de un caballero cuya devoción había sido dada a otra mujer.
Alcé la vista y sorprendí la mirada de David fija en mí. Cuando se dio cuenta de que yo lo había visto, sonrió. En esa mirada hubo algo revelador. ¿Me había equivocado acaso?
Me sentí turbada. No era así como se preveía que se desarrollasen los acontecimientos.
Durante los pocos días subsiguientes, supe que lo que yo había sospechado era real.
* * *
Después de aquella conversación, ya no tuve dudas. No fue exactamente una propuesta de matrimonio, porque David no era hombre de proponer matrimonio hasta hallarse en condiciones de poder mantener a una esposa. Como clérigo con una madre anciana a quien mantener, no estaba en tal situación. Pero si adquiría el puesto eclesiástico en Saint Larston, como debía de creerlo puesto que todos lo creían, la cuestión sería diferente.
Él y yo estábamos solos, sentados junto al fuego, ya que Mellyora se encontraba junto al lecho de su padre. Entonces me dijo:
—¿Considera usted que este es su hogar, señorita Carlee?
Admití que así era.
—He sabido cómo llegó usted aquí —prosiguió.
Yo sabía que eso era inevitable. Como tema de habladurías, ya había dejado de interesar, salvo, por supuesto, cuando aparecía un recién llegado que no conocía la historia.
—La admiro por lo que ha hecho —continuó él—. Creo que es usted una persona… una persona maravillosa. Imagino que tiene la esperanza de no abandonar jamás el rectorado.
—No estoy segura —repuse.
Con sus palabras, me había hecho pensar cuáles eran mis esperanzas. Vivir en el rectorado no había sido mi sueño. La noche en que, vestida de rojo terciopelo y enmascarada, había subido por la ancha escalinata para ser recibida por Lady Saint Larston, se había parecido más a un sueño realizado que mi vida en el rectorado.
—Por supuesto, no está usted segura. Hay en la vida cuestiones que requieren mucha reflexión. También yo he estado examinando mi vida. Verá usted, señorita Carlee, un hombre en mi actual situación no puede darse el lujo de casarse, pero si esa situación llegase a cambiar…
Hizo una pausa y yo pensé: "Me está pidiendo que me case con él cuando el reverendo haya muerto y él lo haya reemplazado." Le avergonzaba estar pensando en un futuro para el cual debía esperar a que muriera otra persona.
—Creo —continuó diciendo— que sería usted una excelente esposa para un párroco, señorita Carlee.
—¿Yo? No opino lo mismo —Reí.
—Pero ¿por qué no?
—Todo estaría mal. Mi formación personal, para empezar.
Castañeteando los dedos replicó:
—Usted es usted misma. Es lo único que importa.
—Mi carácter…
—¿Qué hay de malo en él?
—No tiene nada de serio ni devoto.
—Mi querida señorita Carlee, se subestima usted.
—Qué poco me conoce. —Volví a reír.
¿Cuándo me había subestimado yo? ¿Acaso no había sentido siempre en mí un poder que, según creía, me llevaría adonde yo quisiese ir? A mi modo era tan arrogante como lo era Lady Saint Larston al suyo. Verdaderamente, pensé, el amor es ciego, ya que se me estaba haciendo cada vez más evidente que David Killigrew se estaba enamorando de mí.
—Estoy seguro —prosiguió— de que usted tendría éxito en todo lo que emprendiera. Además…
No terminó la frase, ya que en ese momento entró Mellyora, con la cara sumida y ansiosa.
—Creo que está peor —anunció.
* * *
Era la época de Pascuas y la iglesia estaba adornada con narcisos cuando murió el reverendo Charles Martin. Nuestra casa se hallaba de duelo y Mellyora estaba inconsolable, pues aunque desde hacía tiempo sabíamos que la muerte era inevitable, cuando llegó fue de todos modos un golpe. Mellyora pasó el día en su habitación y no quiso ver a nadie; luego preguntó por mí. Me senté a su lado mientras ella hablaba de él; qué bueno había sido con ella, cuan perdida se sentía sin él; rememoraba un ejemplo tras otro de su bondad, de su amor y preocupación por ella; luego se echaba a llorar silenciosamente y yo lloraba con ella, pues había tenido afecto al reverendo; y además detestaba ver a Mellyora tan acongojada.
Llegó el día del funeral, y el doblar de la campana pareció llenar la casa. Mellyora estaba hermosa con sus negras ropas y el velo sobre la cara; el negro no me quedaba tan bien, pues era morena, y el vestido que llevaba puesto bajo el negro abrigo era demasiado suelto para mí.
Los caballos que hacían cabriolas, los negros penachos ondulantes, la música con sordina, la solemnidad del servicio fúnebre, la espera en torno á la tumba, donde yo había estado junto a Mellyora cuando ella me contó que había tenido una hermana llamada Kerensa; todo esto fue lóbrego y melancólico.
Peor aún, sin embargo, fue volver al rectorado, que parecía estar vacío porque aquel hombre tan callado, a quien tan poco habíamos visto, ya no estaba allí.
Los participantes en el funeral volvieron al rectorado, entre ellos Lady Saint Larston y Justin; ellos hacían que nuestra sala de recibo, donde se sirvieron emparedados de jamón y vino, pareciera pequeña y simple… aunque me había parecido imponente al verla por primera vez. Justin estuvo casi todo el tiempo junto a Mellyora. Fue benévolo, cortés, y parecía estar auténticamente preocupado. David estaba a mi lado. Yo estaba convencida de que muy pronto me pediría ciertamente que me casara con él, y yo no sabía qué decirle, sabiendo que otros preveían que se casaría con Mellyora. Mientras los visitantes comían sus emparedados y bebían el vino que se había ordenado a Belter servir, yo me imaginaba como ama de la casa, con la señora Yeo y Belter recibiendo mis órdenes. Qué distinta, podría decirse, de la muchacha que se había puesto sobre la plataforma de contratación en la feria de Trelinket. Un largo camino, en verdad. En el poblado siempre recordarían. "La esposa del párroco vino de las cabañas, sí señor." Me envidiarían y jamás me aceptarían del todo. Pero ¿debía importarme eso?
Y sin embargo… yo había tenido un sueño. Esta no sería su realización. David Killigrew no me gustaba como Kim, y ni siquiera estaba segura de querer estar junto a Kim, que tan lejos del Abbas se encontraba.
Cuando los visitantes se marcharon, Mellyora fue a su habitación. El doctor Hilliard, quien había decidido que yo era una joven juiciosa, llegó y pidió verme.
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