—La señorita Martin está muy aturdida —dijo—. Le daré a usted un leve sedante para ella, pero no quiero que lo tome a menos que lo necesite. Se la ve exhausta. Pero si no puede dormir, déselo usted.

Y me sonrió a su manera un tanto brusca. Me respetaba. Entonces empecé a soñar que podía hablar con él, interesarlo en Joe. Aborrecía comprobar que mis sueños, inclusive los que eran para otros, no se realizaban.

Esa noche entré en el cuarto de Mellyora y la encontré sentada junto a la ventana del dormitorio, contemplando el cementerio por sobre el jardín.

—Te vas a resfriar —le dije—. Acuéstate.

Sacudió la cabeza negativamente; entonces le cubrí los hombros con una pañoleta y, acercando una silla, me senté a su lado.

—Oh, Kerensa, ahora todo será diferente. ¿No lo sientes tú?

—Así debe ser.

—Siento como si estuviera en una especie de limbo… flotando entre dos vidas. La antigua vida ha concluido; la nueva está por empezar.

—Para las dos —respondí.

Me apretó la mano.

—Sí, un cambio para mí significa un cambio para ti. Parece ahora, Kerensa, que tu vida se entrelaza con la mía.

Me pregunté qué haría ella ahora. Creía poder quedarme en el rectorado si lo deseaba, pero ¿y Mellyora? ¿Qué les ocurría a las hijas de párrocos? Si no tenían dinero, pasaban a ser institutrices de niños; pasaban a ser acompañantes de señoras ancianas. ¿Cuál sería el destino de Mellyora? ¿Y el mío?

Ella no parecía estar inquieta por su propio futuro; seguía pensando en su padre.

—Yace allí afuera —dijo—, con mi madre y mi hermana… la pequeña Kerensa. Quién sabe si su espíritu ya voló al cielo.

—No deberías quedarte aquí, meditando. Ya nada puede traerlo de vuelta, y recuerda que él no habría querido que fueses desdichada. Su mayor preocupación era siempre hacerte feliz.

—Era el mejor padre del mundo, Kerensa, y sin embargo ahora podría desear que hubiera sido duro y cruel algunas veces, así no tendría que sentirlo tanto.

Se echó a llorar en silencio; yo la rodeé con un brazo. La conduje a su cama y le administré el sedante que me había dado el doctor Hilliard. —Luego me quedé junto a su cama hasta que ella se durmió, mientras procuraba atisbar en el futuro.

* * *

El futuro no iba a ser tal como yo lo había imaginado. Era como si un destino malévolo nos estuviera recordando que el hombre propone y Dios dispone.

En primer lugar, David Killigrew no obtuvo el puesto eclesiástico en Saint Larston. En cambio llegó al rectorado el reverendo James Hemphill, con su esposa y tres hijas.

Tristemente, David emprendió el regreso para ser de nuevo cura, para archivar sus sueños de matrimonio y para compartir su vida con su madre viuda. Dijo que debíamos escribirnos… y tener esperanzas.

Lo único que preocupaba a la señora Yeo y a Belter, así como a Bess y Kit, era si los Hemphill requerirían sus servicios.

Mellyora parecía haber crecido en esas semanas; supongo que también yo, pues de pronto comprobamos que la seguridad nos había sido arrebatada.

Mellyora me llevó a su dormitorio, donde podíamos hablar tranquilas. Se la veía muy seria, pero al menos el temor por su propio futuro se había superpuesto a la congoja por su padre. Ya no había tiempo para lamentos.

—Siéntate, Kerensa —dijo—. He sabido que mi padre dejó tan poco, que me será necesario ganarme la vida.

La miré; había adelgazado y parecía delicada con su vestido negro. Se había recogido el cabello, lo cual, no sé por qué, le daba un aire desvalido. La imaginé en alguna majestuosa mansión—, como institutriz, no del todo una de las criadas y, sin embargo, considerada como inadecuada para relacionarse con la familia. Me estremecí.

¿Y mi propio destino, qué? De una cosa estaba convencida; sería más capaz de cuidarme que ella.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunté.

—Quiero hablarlo contigo —respondió—. Porque, verás, esto también te afecta. Tendrías que irte de aquí.

—Tendremos que hallar un modo de ganarnos la vida. Lo consultaré con abuelita.

—Kerensa, no me gustaría que nos separemos.

—Tampoco a mí.

Pálida, me sonrió.

—Si pudiéramos estar juntas en alguna parte… Pensé que si podíamos instalar una escuela… o algo así.

—¿Dónde?

—Aquí, en alguna parte de Saint Larston. Era un plan descabellado; advertí que ella no creía en él, pese a lo que decía. «

—¿Cuándo tendremos que irnos? —pregunté,

—Los Hemphill llegarán a fin de mes. Eso nos deja tres semanas. La señora Hemphill es muy bondadosa; dijo que no debía preocuparme si quería quedarme un tiempo más.

—No pensará encontrarme aquí. Supongo que podría irme con mi abuela.

Frunció la cara y se apartó.

Yo habría podido llorar junto con ella. Sentía que se me arrebataba todo lo que había logrado. No, no todo. Al llegar al rectorado era una muchacha ignorante; ahora era una joven casi tan culta como Mellyora. Podía ser institutriz, lo mismo que ella.

Esa idea me dio seguridad y valor. Hablaría con mi abuela; no me desalentaría aún.

* * *

Pocos días más tarde, Lady Saint Larston hizo llamar a Mellyora. Sólo puedo decir que "la hizo llamar" porque no fue como las invitaciones que Mellyora había recibido con anterioridad; esa fue una orden.

Mellyora se puso su negra capa y su negro sombrero de paja, y la señorita Kellow, que se marcharía al finalizar la semana, la llevó al Abbas.

Regresaron en una hora, más o menos. Mellyora fue a su cuarto llamándome para que fuese a verla.

—Ya lo arreglé todo —exclamó. No la entendí; ella continuó rápidamente—: Lady Saint Larston me ofreció un puesto y lo he aceptado. Seré su dama de compañía. Al menos no tendremos que irnos lejos.

—¿Irnos?

—¿Creíste acaso que te abandonaría? —sonrió y fue como en otras épocas —. Oh, ya sé que no nos gustará mucho… pero al menos es algo definido. Seré su dama de compañía, y hay trabajo para ti también.

—¿Qué clase de trabajo?

—Doncella de la esposa de Justin Saint Larston.

—¡Doncella!

—Sí, Kerensa. Puedes hacerlo. Tienes que ocuparte de sus ropas, peinarla… prestar servicios en general. No creo que sea muy difícil… y además, te gustan las ropas. Piensa en lo ingeniosa que fuiste con el vestido de terciopelo rojo.

Yo estaba tan consternada, que no podía hablar. Mellyora se apresuró a continuar:

—Cuando me lo preguntó, dijo que era lo mejor que podía hacer por mí. Dijo que creía debernos algo, y que no podía dejarme en la miseria. Le dije que habías estado tanto tiempo conmigo, que te consideraba como a una hermana, y que no te abandonaría. Entonces pensó un rato y dijo que la señora Saint Larston necesitaba una doncella, y que te tomarían. Le contesté que estaba segura de que estarías agradecida…

Estaba sin aliento y había en sus ojos un resplandor inconfundible. Quería ir a vivir en el Abbas, aun como dama de compañía de Lady Saint Larston. Yo sabía por qué. Era porque no toleraba pensar en irse de Saint Larston mientras Justin estuviese allí.

* * *

De inmediato fui a ver a la abuelita Be y le conté lo sucedido.

—Bueno, siempre quisiste vivir en esa casa —comentó.

—¡Como criada!

—Sólo hay un modo de que pueda ser de otra forma —agregó ella.

—¿Cuál?

—Casándote con Johnny Saint Larston.

—Yo jamás…

Apoyó la mano en mi cabeza, pues me hallaba sentada en una banqueta, junto a su sillón.

—Eres atractiva, hija mía.

—La gente como él no quiere casarse con gente como yo… por más atractivas que seamos.

—Como regla no, es cierto. Pero tampoco es la regla que tú hayas sido algo así como adoptada y educada, ¿verdad?

Sacudí la cabeza negativamente.

—Bueno, ¿acaso ese no es un signo? No esperas que te sucedan las cosas que suceden a la gente común, ¿verdad?

—No, pero no me gusta Johnny. Además, él nunca se casaría conmigo, abuelita. Hay algo en él que me dice que jamás lo haría. Es diferente conmigo que con Mellyora, aunque ahora tal vez no lo sea. Me desea, ya lo sé, pero no se interesa por mí en lo más mínimo.

Abuelita movió la cabeza, asintiendo.

—Por ahora es así —repuso—. Las cosas cambian. Ten cuidado cuando estés en esa casa, preciosa. Ten especial cuidado de Johnny. —Suspiró—. Tenía la esperanza de que te casaras con un párroco o con un médico, por ejemplo. Eso es lo que habría querido ver.

—Si todo hubiese resultado tal como pensábamos, abuelita, no sé si me habría casado con David Killigrew.

—Lo sé —repuso mientras me acariciaba el cabello—. Tienes la mirada puesta en esa casa… Ella te hizo algo, Kerensa. Te ha embrujado.

—Oh, abuelita, ojalá que el párroco no hubiese muerto.

—Llega un momento en que todos debemos morir. No era joven y le había llegado la hora.

—También está Sir Justin. —Me estremecí al recordar lo que había visto al abrir una puerta que no correspondía—. Sir Justin y el reverendo Charles. Son dos, abuelita.

—Es natural. Has visto las hojas de los árboles cuando llega el otoño. Se marchitan, caen y se secan. Caen una por una. Es que han llegado al otoño. Pues algunos de nosotros llegamos a nuestro otoño; entonces uno tras otro caemos rápidamente de los árboles.

Me volví hacia ella, horrorizada.

—Tú no, abuelita. Tú no debes morir.

—Aquí estoy —rió ella—. Mi turno no parece haber llegado todavía, ¿verdad?

En esos momentos tuve miedo… miedo de lo que el futuro guardaba para mí en el Abbas, miedo de un mundo donde no estaría la abuelita Be.

CAPÍTULO 03

De pie junto a la ventana de mi cuarto me decía: "Estás aquí. ¡Vives aquí!", y pese a las circunstancias, me sentía alborozada.

La habitación era pequeña, y cercana a las que ocupaban Justin y Judith Saint Larston. En lo alto de la pared había una campana, y cuando sonaba, era mi obligación acudir junto a mi ama. Los accesorios eran pocos, como para una doncella de servicio; había una camita, un aparador, una cómoda, dos sillas y una mesa de tocador con un espejo de vaivén encima. Eso era todo. Pero había tapetes en el suelo, y las mismas cortinas de grueso terciopelo que colgaban en los aposentos ricamente amueblados. Desde la ventana divisaba, por sobre los jardines, el seto vivo que los separaba del prado; llegaba a ver las Seis Vírgenes y la mina abandonada.

Mi ama no me había visto aún, y yo me preguntaba si me aprobaría. Ahora que Sir Justin estaba paralizado, Lady Saint Larston tomaba casi todas las decisiones en aquella casa, y como ella había decidido que yo fuese la doncella de su nuera, pues lo era.

Habíamos tenido una fría recepción, muy distinta del modo en que se nos había acogido cuando llegamos con nuestros disfraces. Belter, empleado ahora por los Hemphill, nos llevó en coche.

—Buena suerte —dijo, saludando con la cabeza primero a Mellyora y luego a mí; su expresión sugería que la íbamos a necesitar.

Nos recibió la señora Rolt, un poco socarronamente, me pareció, como si más bien le complaciera vernos en esa situación, especialmente a mí.

—Enviaré arriba a una de mis criadas, a ver si su señoría está lista para recibirlas —dijo.

Luego nos condujo a una de las puertas de atrás, subrayando con una sonrisita afectada que habíamos cometido el error de presentarnos en el gran pórtico de piedra que conducía al salón principal. En el futuro, nos dijo la señora Rolt, no debíamos usar esa puerta.

La señora Rolt nos llevó a la cocina principal, un recinto enorme, con techo abovedado y pisos de piedra; sin embargo en ella hacía calor, gracias a un horno que parecía (y sin duda lo era) lo bastante grande como para asar un buey. Sentadas a la mesa, dos muchachas limpiaban vajilla.

—Sube y dile a su señoría que llegaron la nueva dama de compañía y la nueva doncella. Quería verlas en persona.

Una de las muchachas se dirigió hacia la puerta.

—¡Tú no, Daisy! —se apresuró a exclamar la señora Rolt—. ¡Dios me valga! ¡Ir así a presencia de su señoría! Tu cabello parece como si te hubiesen arrastrado a través de un seto para atrás. Ve tú, Doll.

Noté que la nombrada Daisy tenía una cara regordeta, inexpresiva; ojos de grosella, con cabello tieso que le crecía casi desde las cejas, gruesas e hirsutas. Doll era más menuda, más ágil y, a diferencia de su compañera, tenía una expresión vivaz que tal vez fuese taimada. De la cocina pasó a un cuarto adyacente; oí correr el agua. Cuando salió llevaba puesto un delantal limpio. La señora Rolt movió la cabeza con aprobación, y una vez que Doll salió, dedicó su atención a nosotras.