—Su señoría me dijo que tú comerás con nosotras en el salón de los criados —dijo, dirigiéndose a mí—. El señor Haggety te indicará tu lugar. —Luego, a Mellyora—: Tengo entendido que usted comerá en su propia habitación, señorita.
Me sentí enrojecer; supe que la señora Rolt lo advertía y no le desagradaba. Preví batallas venideras; tuve que contenerme de soltar abruptamente que yo comería con Mellyora; sabía que esto sería prohibido y yo quedaría doblemente humillada.
Contemplé con fijeza el cielo raso abovedado. Esos recintos para cocina, con sus hornos y sus asadores, habían sido utilizados desde los primeros días; más tarde descubrí que había bodegas, despensas, almacenes y cuartos de refrigeración adjuntos. La señora Rolt continuó:
—Todos lamentamos su reciente desgracia, señorita. El señor Haggety decía hace poco que las cosas no serán iguales, con el nuevo reverendo en la parroquia y usted, señorita, aquí en el Abbas.
—Gracias —repuso Mellyora.
—Pues decíamos… el señor Haggety y yo… que ojalá se adapte usted bien. Su señoría necesita una acompañante desde que Sir Justin enfermó.
—También yo lo espero —se apresuró a responder Mellyora.
—Por supuesto, usted sabrá cómo se manejan las cosas en una casa grande, señorita.
Me miró y aquella sonrisa asomó a sus labios. Me estaba diciendo que había una enorme diferencia entre mi situación y la de Mellyora. Mellyora era la hija del párroco y una dama, por nacimiento y por crianza. Comprendí que la señora Rolt pensaba en mí de pie en la plataforma, en la feria de Trelinket, y que así me vería siempre.
Volvió Doll anunciando que su señoría nos recibiría enseguida, y la señora Rolt nos indicó que la siguiéramos. Subimos unos doce escalones de piedra, en lo alto de los cuales había una puerta de bayeta verde que conducía a las partes principales de la casa. Atravesamos varios corredores hasta que llegamos al salón principal y subimos la escalinata que yo recordaba desde la noche del baile.
—Esta es la parte donde vive la familia —dijo la señora Rolt, y me dio un codazo—. Por qué tienes los ojos tan saltones, queridita. Deduzco que estás pensando en lo grandioso que es todo, ¿eh?
—No —repliqué—. Pensaba en lo lejos que deben de estar las cocinas del comedor. ¿No se enfría la comida en el tránsito?
—¿Tránsito, eh? Que eso no te preocupe, queridita. Nunca comerás en esos comedores —y lanzó un graznido de burla.
En la mirada de Mellyora leí una advertencia y una súplica. Me estaba diciendo: No pierdas la paciencia. Haz la prueba. Es nuestra única posibilidad de estar juntas.
Creí reconocer algunos de los corredores por donde había huido, aterrada, la noche del baile. Por fin nos detuvimos ante una puerta, que la señora Rolt golpeó.
Cuando se le ordenó entrar dijo, con una voz muy distinta de la que había usado para nosotras:
—Señora, vinieron la nueva dama de compañía y la nueva doncella.
—Que pasen, señora Rolt.
La señora Rolt hizo un brusco movimiento de cabeza y entramos en la habitación. Era espaciosa y alta, con enormes ventanas por donde se veían los jardines; en la enorme chimenea ardía un fuego; el cuarto me pareció lujosamente amueblado, pero mi atención estaba fija en la mujer que estaba sentada muy erguida en un sillón, junto al fuego.
—Acérquense —dijo imperiosamente, y luego—: Está bien, señora Rolt. Aguarde afuera hasta que se le llame.
Al avanzar nosotras, la señora Rolt se retiró.
—Por favor, señorita Martin, siéntese —indicó Lady Saint Larston. Mellyora se sentó, mientras yo permanecía de pie, ya que no fui invitada a sentarme—. Aunque no discutimos muy extensamente cuáles serán sus tareas, eso es algo que usted, por supuesto, descubrirá con el paso del tiempo. Confío en que lea usted bien. Mi vista no es tan buena como antes y necesitaré que me lea todos los días. Comenzará sus tareas sin demora. ¿Escribe usted con buena letra? Necesitaré que se ocupe de mi correspondencia. Estas son cuestiones que por lo común se habrían resuelto antes de emplearla, pero como hemos sido vecinas pensé que en su caso se podía tener más amplitud de criterio. Se le ha asignado una habitación cómoda. Está junto a mi dormitorio, para que pueda estar usted cerca si la necesito durante la noche. ¿Ya le dijo la señora Rolt dónde comerá?
—Sí, Lady Saint Larston.
—Bueno, parece estar todo resuelto. Se la acompañará a su habitación y podrá usted desempacar. Y esta es Carlee —agregó volviéndose hacia mí e inspeccionándome fríamente con los impertinentes que colgaban de su cintura.
—Kerensa Carlee —dije, tan orgullosamente como aquel día, cuando estuve dentro de la pared.
—He oído parte de tu historia. Te tomé porque la señorita Martin me rogó que lo hiciera. Confío en que no nos desilusionarás. Creo que la señora de Justin Saint Larston no se encuentra en casa en este momento. Se te indicará tu cuarto, donde deberás esperar a que ella te haga llamar, cosa que sin duda hará cuando regrese, pues sabe que debías llegar hoy. Ahora, dile a la señora Rolt que entre.
Abrí la puerta con presteza, al tiempo que la señora Rolt retrocedía apresuradamente habiendo estado, según conjeturé, agachada con el oído pegado al ojo de la cerradura.
—Señora Rolt —ordenó Lady Saint Larston—, acompañe a sus habitaciones a la señorita Martin y a Carlee.
—Sí, señora.
Cuando salíamos, percibí la mirada de Lady Saint Larston fija en mí y me sentí deprimida. Aquello era más humillante de lo que yo había imaginado. Mellyora parecía haber perdido todos sus bríos. A mí no me pasaría eso. Me sentía desafiante y furiosa.
Me prometí que pronto sabría orientarme por esa casa. Cada pieza y cada corredor me serían familiares. Recordaba la noche en que había huido de Johnny, y el pánico que entonces había sufrido. Ciertamente no iba a permitir que Johnny me humillara aunque, por el momento, tuviera que someterme a los insultos de su madre.
—La familia tiene todos sus aposentos de este lado de la casa —explicaba la señora Rolt—. Este es el de su señoría, y el suyo al lado, señorita Martin. Más lejos, por el corredor, es donde el señor Justin y su esposa tienen el suyo. Tú también estarás allí —agregó, haciéndome una señal con la cabeza.
Y así fui conducida a mi cuarto… el cuarto de una criada… pero no una criada común, me recordé. Una doncella. Yo no era igual que Doll o Daisy. Tenía dotes especiales y muy pronto haría que el personal de cocina lo supiera.
Mientras tanto, debía andar despacio. Miré mi imagen en el espejo. No me parecía para nada a mí misma. Tenía puesta una capa negra y una toca negra. El negro nunca me quedaba bien, y la toca de luto ocultaba mi cabello y era realmente horrenda.
Después me acerqué a la ventana y contemplé los jardines y las Seis Vírgenes.
Fue entonces cuando irle dije: "Estás aquí. Vives aquí." Y no pude sino sentirme triunfante, pues era allí donde quería estar. Mi melancolía me abandonó. Sentí alborozo y entusiasmo. Estaba en la casa como criada, pero eso de por sí era un desafío.
Cuando estaba junto a la ventana se abrió la puerta, y supe de inmediato quién era. Era alta y morena —aunque no tan morena como yo—, agraciada, vestía un traje gris de montar y le brillaba la piel, presumiblemente por su reciente ejercicio. Era bella y no parecía desprovista de bondad. Supe que era mi patrona, Judith Saint Larston.
—Tú eres Carlee —dijo—. Me dijeron que habías llegado. Me alegro de que estés aquí. Mi guardarropa es un revoltijo. Tú podrás ponerlo en orden.
Aquel modo cortante de hablar me recordó inmediatamente aquellos instantes de pánico en el armario.
—Sí… señora.
Como estaba de espaldas a la ventana, me encontraba en la sombra; la luz le daba de lleno en la cara; advertí sus inquietos ojos del color del topacio, las fosas nasales más bien anchas, los labios plenos, sensuales.
—¿Ya deshiciste tu maleta?
—No —repuse.
No pensaba llamarla "señora" más de lo absolutamente necesario. Ya me estaba felicitando porque consideraba que mi patrona iba a ser más benévola y más considerada que la de Mellyora.
—Pues cuando lo hayas hecho, ven a mi cuarto. ¿Sabes dónde está? No, por supuesto que no. ¿Cómo podrías? Te lo mostraré.
Siguiéndola, salí de mi habitación y di unos pasos por el corredor.
—Esta puerta comunica con mi dormitorio y el tocador. Cuando estés lista, golpea.
Moví la cabeza, asintiendo y regresé a mi pieza. Me sentía mejor en su compañía que en la de la señora Rolt. Me quité la horrenda toca y me sentí todavía mejor. Me acicalé el cabello, que tenía peinado encima de la cabeza, y el ver esos relucientes rollos negros me tranquilizó. Bajo la capa negra tenía puesto un vestido también negro, de
Mellyora. Ansiaba poner un toque de color escarlata o verde esmeralda en el cuello, pero no me atrevía, pues se suponía que estaba de luto. Sin embargo, me prometí que me pondría un cuello blanco lo antes posible.
Tal como se me había indicado, me dirigí a la habitación, llamé discretamente y se me pidió que entrara. Ella estaba sentada frente a su espejo, contemplando ociosamente su imagen, y no se volvió. Advertí la cama grande, con sus colgaduras de brocado, al pie una larga banqueta tapizada; la suntuosa alfombra y las cortinas, la mesa de tocador ante la cual estaba sentada ella, con su madera tallada y los enormes candelabros a ambos lados del espejo, sostenido por cupidos dorados. Y por supuesto, aquel armario que tan bien recordaba yo.
Había visto mi imagen en el espejo y se volvió para mirarme con fijeza, posando los ojos en mi cabello. Sabía que al quitarme la toca me había trasformado, y que por esa causa ella no estaba tan complacida conmigo como antes.
—¿Qué edad tienes, Carlee?
—Casi diecisiete años.
—Eres muy joven. ¿Crees que podrás hacer este trabajo?
—Oh, sí. Sé peinar y me gusta cuidar ropas.
—No tenía idea… —Se mordió el labio—. Creí que eras mayor. —Se acercó a mí, siempre mirándome—. Quisiera que revises mi guardarropa. Ponlo en orden. Me enganché el zapato en el encaje de un vestido de noche. ¿Sabes arreglar encaje?
—Oh, sí —le aseguré, aunque jamás lo había hecho.
—Es una labor muy delicada.
—Puedo hacerla.
—Necesitaré que prepares mis cosas todas las tardes, a las siete. Subirás el agua para mi baño. Me ayudarás a vestirme.
—Sí —repuse—. ¿Qué vestido quiere ponerse esta noche?
Ella me había desafiado y yo iba a demostrar mi eficiencia.
—Oh… el de raso gris.
—Muy bien.
Me volví hacia el armario. Ella se sentó junto al espejo y se puso a jugar nerviosamente con los peines y cepillos, mientras yo iba al ropero y sacaba las ropas. Jamás había visto nada tan magnífico. No pude resistirme a acariciar los terciopelos y los rasos. Encontré el vestido gris, lo examiné y lo estaba extendiendo sobre la cama cuando entró Justin Saint Larston.
—¡Mi amor! —Fue como un susurro, pero yo oí el tono subyacente de incansable pasión. Levantándose, había ido a su encuentro; pese a mi presencia, lo habría abrazado si él la hubiese alentado un poco—. Me preguntaba qué te habría ocurrido. Te esperaba…
—¡Judith! —dijo él; su voz fue fría, como una advertencia.
Ella rió diciendo:
—Ah, esta es Carlee, la nueva doncella.
Nos miramos. Justin no había cambiado mucho, en realidad, con respecto a ese hombre muy joven que estaba presente cuando fui sorprendida en la pared. Su mirada no indicó que me reconociera. Había olvidado aquel incidente tan pronto como terminó; la niña de las cabañas no había dejado ninguna impresión en él.
—Bueno, ahora tendrás lo que deseabas.
—No deseo en el mundo otra cosa que…
Casi imponiéndole silencio, Justin se dirigió a mí:
—Ya puedes irte. Te llamas Carlee, ¿verdad? La señora Saint Larston te llamará cuando te necesite.
Incliné levemente la cabeza. Al cruzar la habitación sentí que ella me observaba y lo observaba al mismo tiempo. Sabía lo que estaba pensando, merced a lo que había oído estando oculta en el armario, en esa misma pieza. Era una mujer violentamente celosa; no soportaba que él mirase a otra mujer… ni siquiera a su propia criada.
Toqué los rollos de cabello que tenía sobre la cabeza; tuve la esperanza de que mi complacencia no fuese evidente. Al volver a mi pieza, pensaba que la riqueza no hacía necesariamente feliz a la gente. Era bueno recordarlo cuando alguien tan orgulloso como yo se encontraba de pronto en una situación humillante.
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