Del otro lado, apoyada contra una pared, había una carretilla; en el suelo había ladrillos junto a las herramientas de los trabajadores, por lo cual supe que me encontraba en el lugar correcto.
Corrí hasta allí y espié por el agujero en la pared. Adentro era hueco, tal como una pequeña alcoba, de unos dos metros y medio de alto y dos de ancho. Era evidente que la gruesa y vieja pared había sido dejada deliberadamente hueca, y examinándola, tuve la certeza de que la historia de la séptima virgen era auténtica.
Ansiaba ponerme en el sitio donde había estado aquella muchacha, y saber cómo era estar encerrada. Por eso trepé el agujero, raspándome la rodilla al hacerlo ya que estaba más o menos a un metro del suelo. Una vez dentro de la pared, me aparté del agujero, dando la espalda a la luz, y procuré imaginar lo que ella debía haber sentido cuando la obligaron a quedarse donde yo estaba en ese momento, sabiendo que la iban a emparedar y abandonarla en la total oscuridad durante el corto resto de su vida. Podía entender su horror y su desesperación.
Me rodeaba un olor a podredumbre. Un olor a muerte, me dije yo, y tan fuerte era mi imaginación que en esos segundos creí realmente ser la séptima virgen, haber desechado extravagantemente mi castidad y estar condenada a una muerte espantosa; me estaba diciendo: "Lo volvería a hacer."
Yo habría sido demasiado orgullosa para evidenciar mi horror, y tenía la esperanza de que también ella lo hubiera sido, pues pese a ser pecado, el orgullo era un consuelo. Impedía que una se humillara.
El sonido de voces me retrotrajo a mi propio siglo.
—Sí que quiero verlo.
Yo conocía esa voz. Pertenecía a Mellyora Martin, la hija del párroco. Yo la aborrecía, por sus pulcros vestidos de guinga que nunca estaban sucios, sus largas medias blancas y brillantes zapatos negros, con correas y hebillas. Me habría gustado tener zapatos como ésos, pero como no podía, me engañaba creyendo que los menospreciaba. Ella tenía doce años, la misma edad que yo. La había visto en una de las ventanas de la rectoría, inclinada sobre un libro, o sentada en el jardín bajo el limero, con su institutriz, leyendo en voz alta o cosiendo. ¡Pobre prisionera!, decía yo entonces, y me encolerizaba porque en esa época yo deseaba, más que nada en el mundo, saber leer y escribir; tenía el concepto de que, más que las bellas ropas y los buenos modales, era la capacidad de leer y escribir lo que hacía a las personas iguales entre sí. Su cabello era lo que algunos llamarían dorado, pero que yo llamaba amarillo; sus ojos eran azules y grandes; su piel, blanca y de tinte delicado. Para mi fuero interno la llamaba Melly, tan sólo para quitarle un poco de dignidad. ¡Mellyora! Qué lindo sonaba cuando alguien lo decía. Pero mi nombre era tan interesante como el de ella. Kerensa, que en dialecto de Cornualles quiere decir paz y amor, según me contó la abuelita Be. Nunca oí decir que Mellyora quisiese decir nada.
—Te vas a ensuciar. —Era Johnny Saint Larston quien hablaba.
"Ahora seré descubierta", pensé, y por un Saint Larston. Pero era solamente Johnny, quien, según se decía, iba a ser como su padre en un aspecto y en uno solo… es decir, en cuanto a las mujeres se refería, Johnny tenía catorce años. Yo lo había visto a veces con su padre, con una escopeta al hombro, porque todos los Saint Larston eran educados para cazar y disparar. Johnny no era mucho más alto que yo, pues yo era alta para mi edad; tenía tez clara, aunque no tanto como Mellyora, y no parecía un Saint Larston. Me alegré de que fueran solamente Johnny y Mellyora.
—No me importará. Johnny, ¿crees realmente en esa historia?
—Por supuesto.
—¡Esa pobre mujer! ¡Quedar emparedada… viva!
—¡Oigan! —se oyó una voz distinta—. Ustedes, niños, apártense de la pared.
—Estamos mirando a ver dónde encontraron a la monja —replicó Johnny.
—Tonterías. No hay absolutamente ninguna prueba de que fuera una monja. Es tan sólo una leyenda.
Me agazapé lo más lejos posible del agujero, mientras me preguntaba si debía o no salir corriendo y huir. Recordé que no sería fácil bajarse del agujero y que ellos me atraparían casi con seguridad… especialmente ahora que habían venido los demás.
Mellyora estaba mirando por el agujero y sus ojos tardaron uno o dos segundos en adaptarse a la oscuridad; entonces lanzó una exclamación ahogada. Tuve la certeza de que en esos pocos segundos creyó que yo era el espectro de la séptima virgen.
—Vaya… —empezó a decir—. Es…
Se asomó.la cabeza de Johnny. Hubo un breve silencio; después le oí murmurar:
—No es más que una de esas niñas de las cabañas.
—Tengan cuidado allí. Tal vez haya peligro.
Entonces reconocí la voz. Pertenecía a Justin Saint Larston, heredero de la propiedad, que ya no era un muchacho, sino un hombre, que estaba de vacaciones de la Universidad.
—Pero te digo que hay alguien allí —replicó Johnny.
—¡No me digan que la dama está todavía allí! —Otra voz más, a la que reconocí como la de Dick Kimber, que vivía en la Casa Dower y estudiaba en Oxford con el joven Justin.
—Ven a verlo tú mismo —insistió Johnny.
Yo me agazapaba más junto a la pared. No sabía qué odiaba más… el hecho de haber sido sorprendida o el modo en que ellos me consideraban… ¡"Una de esas niñas de las cabañas"! ¡Cómo se atrevía!
Otra cara me miraba; era atezada, coronada por desaliñado cabello negro; los ojos castaños reían.
—No es la virgen —comentó Dick Kimber.
—¿Lo parece acaso, Kim? —preguntó Johnny.
Entonces Justin los apartó para mirar él. Era muy alto y delgado; sus ojos eran serenos, calma su voz.
—¿Quién es ésa? —inquirió.
—No soy "ésa" —repliqué—. Soy la señorita Kerensa Carlee.
—Eres una niña de las cabañas —repuso él—. No tienes derecho alguno a estar aquí, pero ahora sal.
Vacilé, pues no sabía qué se proponía hacer él. Lo imaginé llevándome a la casa y acusándome de intrusa. Además, no quería estar inmóvil frente a ellos en mi vestido corto, que ya me estaba quedando demasiado chico; mis pies, aunque de color oscuro, eran bien formados, pero estaban mugrientos, pues yo no tenía zapatos. Los lavaba todas las noches en el arroyo porque estaba muy ansiosa por mantenerme tan limpia como la gente acomodada, pero como no tenía zapatos para protegerlos, al final del día estaban siempre sucios.
—¿Qué pasa? —inquirió Dick Kimber, a quien llamaban Kim. Siempre pensaré en él como Kim en el futuro—. ¿Por qué no sales?;
—Vete y saldré —repuse.
Dick estaba por introducirse en el hueco cuando Justin le advirtió:
—Ten cuidado, Kim. Podrías derribar toda la pared.
Kim se quedó donde estaba.
—¿Cómo dijiste que te llamabas? —inquirió.
—Kerensa Carlee.
—Muy ilustre. Pero mejor será que salgas.
—Vete.
—Suenen campanas, Kerensa está en el pozo —entonó Johnny.
—¿Quién la puso allí? ¿Acaso pecó? —agregó Kim. Se estaban riendo de mí, y cuando salí del agujero dispuesta a huir, ellos hicieron una rueda en torno a mí. En medio segundo pensé en el círculo de piedras y fue una sensación tan escalofriante como la que había experimentado en la pared.
Ellos deben de haber estado observando la diferencia entre nosotros. Mi cabello era tan negro, que había en él una pátina azul; mis ojos eran grandes y parecían enormes en mi pequeño rostro; mi piel era suave y olivácea. Todos ellos eran muy pulcros y civilizados; hasta Kim, con su cabello en desorden y sus ojos risueños.
Los de Mellyora, azules, mostraban turbación, y en ese momento supe que la había subestimado. Era blanda, pero no era tonta; sabía cómo me sentía, mucho mejor que los demás.
—No hay nada que temer, Kerensa —dijo.
—¿Que no? —la contradijo Johnny—. La señorita Kerensa Carlee es culpable de trasgresión. Ha sido sorprendida en el acto. Debemos pensar un castigo para ella.
Por supuesto, él bromeaba. No me haría daño; había advertido mi largo cabello negro y vi sus ojos fijos en la piel desnuda de mi hombro, que asomaba por el vestido roto.
—Solamente los gatos mueren de curiosidad —dijo Kim.
—Vamos, ten cuidado —ordenó Justin, y se volvió hacia mí—. Has sido muy necia. ¿No sabes que trepar a una pared que se acaba de derrumbar podría ser peligroso? Además, ¿qué haces aquí? —No esperó respuesta—. Ahora vete… cuanto más rápido, mejor.
Los odié a todos… a Justin por su frialdad, y por hablarme como si yo fuera igual a la gente que vivía en cabañas en las propiedades de su padre; a Johnny y a Kim por sus burlas, y a Mellyora porque sabía cómo me sentía y se compadecía de mí.
Corrí, pero cuando llegué a la puerta del jardín tapiado y estuve segura lejos de ellos, me detuve y me volví a mirarlos.
Aún estaban inmóviles en semicírculo, mirándome. Mellyora era la que yo podía ver mejor; se la veía tan preocupada… y su preocupación era por mí.
Saqué la lengua; oí que Johnny y Kim reían. Luego les di la espalda y me alejé velozmente.
* * *
Cuando llegué a casa, la abuelita Be estaba sentada fuera de la cabaña; solía sentarse al sol, con su banqueta apoyada en el muro, su pipa en la boca, sus ojos semi-cerrados, sonriendo para sí.
Me dejé caer a su lado y le conté lo que había pasado. Mientras yo hablaba, ella posó su mano en mi cabeza; le gustaba acariciarme el cabello, que era como el de ella, ya que pese a ser anciana, tenía el pelo espeso y negro. Lo cuidaba mucho, usándolo a veces en dos gruesas trenzas, otros apilándolo alto, en espiral. Muchos decían que no era natural en una mujer de su edad tener una cabellera como ésa; y a la abuelita Be le agradaba que dijeran eso. Su cabello la enorgullecía, sí, pero era más que eso; era un símbolo. Como el de Sansón, solía decirle yo, y ella entonces, reía. Yo sabía que ella elaboraba una preparación especial, con la que todas las noches se cepillaba, y durante cinco minutos se masajeaba la cabeza. Nadie sabía lo que ella hacía, salvo Joe y yo, y a Joe no le importaba; siempre estaba demasiado ocupado con algún pájaro o animal; pero yo solía sentarme a mirarla peinarse, y entonces ella me decía: "Te diré cómo cuidar tu cabello, Kerensa; entonces tendrás una cabellera como la mía hasta el día de tu muerte". Pero no me lo había dicho aún. "Todo a su debido tiempo", agregaba. "Y si yo muriese de pronto, encontrarás la receta en el aparador del rincón."
Abuelita Be nos quería a Joe y a mí, y ser querido por ella era algo maravilloso; pero más maravilloso aún era saber que para ella yo era siempre la primera. Joe era como un animalito doméstico; lo queríamos de manera protectora, pero entre abuelita y yo había una estrecha unión que ambas conocíamos y que nos alegraba.
Era una mujer sabia; no me refiero simplemente a que tuviera sentido común, sino a que era conocida kilómetros a la redonda por sus poderes especiales, y gente de todo tipo iba a verla. Ella los curaba de sus achaques y ellos confiaban en ella más que en el médico. La cabaña estaba llena de olores que cambiaban de un día al otro, según los remedios que se estaban preparando. Yo estaba aprendiendo qué hierbas juntar en los bosques y en los campos, y qué curarían. Se creía también que tenía poderes especiales, que le permitían ver en el futuro; le pedí que me enseñara también, pero ella decía que era algo que una se enseñaba a sí misma manteniendo abiertos los ojos y los oídos, y aprendiendo sobre la gente… porque la naturaleza humana era la misma en el mundo entero; había tanto malo en lo bueno y tanto bueno en lo malo, que todo era cuestión de pesar cuánto bueno o malo se había asignado a cada uno. Si se conocía a la gente, era posible conjeturar cómo actuarían, y eso era ver en el futuro. Y cuando una se hacía ingeniosa en eso, la gente creía en una, y con frecuencia obraba tal como una le había dicho, sólo para ayudarla a una.
Vivíamos de la sabiduría de abuelita y no nos iba tan mal. Cuando alguien mataba un cerdo solía haber un cuarto para nosotros. A menudo algún cliente agradecido dejaba a nuestra puerta un costal de patatas o de arvejas; con frecuencia había pan horneado caliente. Además, yo era buena administradora. Sabía cocinar bien. Sabía hornear nuestro pan y pasteles de carne, y hacer unas tortas excelentes con poca cosa.
Desde que Joe y yo vivíamos con la abuelita, yo era más feliz que antes.
Pero lo mejor de todo era ese vínculo entre nosotras, que sentía en ese momento, cuando me senté junto a ella a la puerta de la cabaña.
—Se mofaron de mí —dije—. Los Saint Larston y Kim. Mellyora no, sin embargo. Me compadeció.
"La Leyenda De La Séptima Virgen" отзывы
Отзывы читателей о книге "La Leyenda De La Séptima Virgen". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "La Leyenda De La Séptima Virgen" друзьям в соцсетях.