Esos primeros días en el Abbas siempre resaltarán con claridad en mi mente. La casa misma me fascinaba todavía más que la gente que en ella vivía. La rodeaba una dudosa atmósfera de intemporalidad. Cuando se estaba sola, era muy fácil creerse en otra época. Desde que oyera la historia de las Vírgenes, mi imaginación estaba cautiva; con frecuencia me había imaginado explorando el Abbas… y esta era una de esas poco habituales ocasiones en que la realidad sobrepasaba a la imaginación.
Esas altas habitaciones, con sus cielorrasos tallados y decorados, algunos pintados, otros con inscripciones en latín o en dialecto de Cornualles, eran, un deleite para mí. Me gustaba tocar la suntuosa tela de las cortinas, quitarme los zapatos y sentir la mullida alfombra. Me agradaba sentarme en los sillones y canapés e imaginarme dando órdenes; y a veces hablaba conmigo misma como si yo fuese el ama de la casa. Eso se convirtió en un juego del que yo disfrutaba, y nunca me perdía una oportunidad de jugarlo. Pero aunque tanto admiraba los aposentos, lujosamente amueblados, que la familia utilizaba, me sentía atraída una y otra vez hacia esa parte de la casa que casi nunca se usaba y que evidentemente había formado parte del antiguo convento. Era allí donde Johnny me había llevado la noche del baile. La rodeaba un aroma que repelía y fascinaba al mismo tiempo; un olor húmedo, oscuro; un olor a pasado. Las escaleras, que parecían surgir de pronto y enroscarse por algunos peldaños para luego terminar en una puerta o en un corredor; la piedra que había sido desgastada por millones de pisadas; esos extraños y pequeños— aposentos, con ventanas que parecían hendiduras, que habían sido las celdas de las monjas; y bajo tierra estaban las mazmorras, ya que la casa había tenido una prisión. Descubrí la capilla —oscura y húmeda— con su antiquísimo tríptico, sus bancos de madera, su piso de baldosas de piedra, su altar donde había velas que parecían preparadas para que los ocupantes de la casa acudiesen a orar. Pero yo sabía que nunca se la utilizaba ya, puesto que los Saint Larston iban a orar a la iglesia de Saint Larston.
En esa parte de la casa habían vivido las seis vírgenes; sus pies habían pisado esos mismos corredores de piedra; sus manos habían aferrado la soga al subir los empinados peldaños.
Empecé a querer a esa casa; y puesto que amar era ser feliz, no era desdichada, en esos días, a pesar de pequeñas humillaciones. Me había hecho valer en la sala de los criados, y más bien había gozado de la batalla que allí se hubo de librar, especialmente porque, según me lo aseguraba, yo había sido la vencedora. No era hermosa con los rasgos finamente cincelados de Judith Saint Larston ni con el sutil encanto de porcelana de Mellyora, pero con mi resplandeciente cabello negro, mis grandes ojos que eran muy buenos para expresar desdén, y mi orgullo, era más sorprendentemente atractiva que ellas. Era alta y delgada casi hasta la flacura, y poseía una indefinible cualidad de extranjera que, empezaba a darme cuenta, podía utilizarse en mi beneficio.
Haggety era consciente de ella. Me había colocado en la mesa junto a él mismo, una circunstancia que desagradaba a la señora Rolt; lo sabía porque la había oído protestar.
—Oh, querida mía, por favor —respondió él—, después de todo es la doncella de compañía, como usted debería saber. Es un poco diferente de esas criadas suyas.
—Y a mí me gustaría saber de dónde vino.
—Eso no tiene remedio. Lo que debemos tener en cuenta, es lo que ella es.
¡Lo que ella es!, pensé mientras me pasaba las manos por las caderas. Cada día, a cada hora, me estaba reconciliando más y más con mi vida. Humillaciones, sí, pero la vida en el Abbas podía ser más regocijante que en cualquier otra parte. Y yo vivía allí.
Sentada a la mesa, en la sala de los criados, tenía la oportunidad de estudiar a los ocupantes de la casa que vivían en la planta baja. A la cabecera de la mesa, el señor Haggety —ojillos porcinos, labios propensos a aflojarse ante un plato o una mujer suculentos, gobernando el gallinero—, el rey de la cocina, el mayordomo del Abbas. Lo seguía en importancia la señora Rolt, el ama de llaves, que se autodenominaba viuda, pero muy probablemente utilizara el "señora" como título de cortesía, esperando que algún día el señor Haggety le hiciera la pregunta y el "señora" fuese suyo en derecho cuando hubiese cambiado su apellido, de Rolt a Haggety. Mezquina, taimada, decidida a mantener su puesto: jefa de personal bajo las órdenes del señor Haggety. Después la señora Salt, cocinera, devota de la comida y las habladurías; su talante era lúgubre; habiendo sufrido en su vida matrimonial, había abandonado a su marido, a quien se refería como "aquel" cada vez que era posible; lo había abandonado al venir al Abbas desde la misma punta de Cornualles al oeste de Saint Ives; y expresaba grandes temores de que "algún día él la encontrara. Estaba también su hija, Jane Salt; una mujer de unos treinta años que era doncella, silenciosa, dueña de sí misma, devota de su madre. Luego Doll, hija de un minero, más o menos veinte años, con terso cabello rubio y una afición al azul brillante, que lucía cuando disponía de una o dos horas para salir de conquista, como decía. La simplota Daisy trabajaba con ella en las cocinas, la seguía por todas partes, la imitaba y anhelaba salir de conquista; la conversación de ambas parecía limitarse a dicho tema. Todos estos criados vivían en la casa, pero estaban además los sirvientes externos, que entraban para las comidas. Polore, la señora Polore y el hijo de ambos, Willy. Polore y Willy estaban asignados a los establos, mientras que la señora Polore cumplía tareas domésticas en el Abbas. Había dos cabañas en el cercado; la otra estaba ocupada por el señor y la señora Trelance y la hija de ambos, Florrie. Parecía haber la opinión de que Florrie y Willy debían casarse; todos, salvo la pareja interesada, lo consideraban una excelente idea; solamente Willy y Florrie se resistían. Pero como decía la señora Rolt:
—Ya llegarán a eso a su debido tiempo.
Por eso eran muchos los integrantes del grupo que se sentaba alrededor de la mesa grande del refectorio después de que la familia había comido. Juntas, la señora Rolt y la señora Salt se ocupaban de que nada nos faltara; en todo caso comíamos mejor que los que se sentaban abajo, en el majestuoso comedor.
Empecé a gozar de la conversación, que era muy reveladora, pues poco era lo que les faltaba saber a esas personas en cuanto a los asuntos de la casa o del poblado.
Doll siempre podía animar la mesa con relatos sobre las aventuras de su familia en las minas. La señora Rolt declaraba que, a veces lo que decía Doll le daba escalofríos, y aprovechaba la oportunidad para acercarse más al señor Haggety en busca de protección. El señor Haggety no era muy receptivo; habitualmente estaba ocupado buscando mi pie bajo la mesa, pues parecía creer que ese era un modo de comunicarme que me aprobaba.
La señora Holt solía contar sus horripilantes relatos sobre su vida con "aquel". Los Polore y los Trelance nos contaban cómo se estaba instalando el nuevo vicario, y que la señora Hemphill era una verdadera entremetida, sin duda alguna… andaba fisgoneando de un lado a otro. Tenía la nariz metida en la cocina antes de que se hubiese tenido tiempo de quitarle el polvo a una silla para que ella se sentara. Fue esa primera noche misma, en torno a la mesa de los criados, cuando me enteré de que Johnny estaba en la Universidad y no vendría al Abbas por unas semanas. Me sentí complacida. Su ausencia me daría la oportunidad de establecer mi situación en la casa.
* * *
Me había adaptado al ritmo de los días. Mi ama no era falta de bondad, ni mucho menos; a decir verdad, era generosa; durante esos primeros días me dio un vestido verde del cual se había cansado; mis obligaciones no eran arduas. Yo hallaba placer en peinarle el cabello, cuya textura era mucho más fina que la del mío; me interesaban sus ropas. Tenía largos períodos de libertad, en los cuales solía ir a la biblioteca, tomar un libro y pasarme horas en mi cuarto leyendo mientras esperaba a que ella hiciese sonar la campana llamándome.
La vida de Mellyora no era tan fácil. Lady Saint Larston había decidido hacer pleno uso de sus servicios. Debía leer para ella durante varias horas por día; debía masajearle la cabeza cuando ella sufría una jaqueca, lo cual era frecuente; debía ocuparse de la correspondencia de Lady Saint Larston, llevar mensajes en su nombre, acompañarla cuando iba de visita en su carruaje; a decir verdad, casi nunca estaba libre. Antes de terminar la primera semana, Lady Saint Larston decidió que Mellyora, que había cuidado a su padre enfermo, podía ser útil con Sir Justin. Por eso, cuando Mellyora no estaba a disposición de Lady Saint Larston, estaba en el cuarto del enfermo.
¡Pobre Mellyora! Pese a que comía en su habitación y ser tratada como si fuese casi una dama, su suerte era mucho más dura que la mía.
Era yo quien la visitaba en su cuarto. Tan pronto como mi ama salía —pues tenía la costumbre de ir a dar largos paseos a caballo, con frecuencia sola—, yo iba al cuarto de Mellyora, con la esperanza de encontrarla allí. Pocas veces podíamos estar mucho tiempo juntas antes de que sonara la campana y ella tuviera que dejarme. Entonces yo solía leer hasta que ella volvía.
—Mellyora, ¿cómo puedes soportar esto? —le dije un día.
—Y tú, ¿cómo puedes? —me preguntó ella a su vez.
—Para mí es diferente, nunca estuve habituada a tener mucho. Además, no tengo que trabajar tan duro como tú.
—Es inevitable —respondió ella filosóficamente.
La miré; sí, era satisfacción lo que yo veía en su rostro. Me extrañaba que ella, la hija del rectorado, que siempre se había salido con la suya, que había sido mimada y adorada, se introdujera fácilmente en esa vida de servidumbre. "Mellyora es una santa", pensé.
Me gustaba tenderme en su cama, mirándola mientras ella, sentada en una silla, esperaba lista para levantarse de un salto al primer tintineo de la campana.
Un atardecer le dije:
—¿Qué opinas de este lugar, Mellyora?
—¿Del Abbas? ¡Vaya, es una casa antigua maravillosa!
—¿No puedes evitar el que ella te entusiasme? —insistí.
—No. Tú tampoco, ¿verdad?
—¿Qué piensas cuando esa vieja trata de intimidarte?
—Procuro poner en blanco mi mente, y que no me importe.
—No creo que pudiera ocultar mis sentimientos como lo haces tú. Tengo suerte. Judith no es tan mala.
—Judith… —repitió lentamente Mellyora.
—Está bien: la esposa de Justin Saint Larston. Es una mujer extraña. Siempre parece sobreexcitada, como si la vida fuese terriblemente trágica… como si tuviese miedo… ¡Fíjate!, estoy hablando de esa manera jadeante, como lo hace ella.
—Justin no es feliz con ella —dijo Mellyora con lentitud.
—Colijo que es tan feliz como se puede ser con cualquiera.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Sé que él es tan frío como… como un pez, y ella tan ardiente como un horno encendido.
—Dices disparates, Kerensa.
—¿Ah, sí? Los veo más que tú. No olvides que mi cuarto está junto al de ellos.
—¿Disputan?
—Él nunca disputaría, es demasiado frío. No le importa nada y a ella le importa… demasiado. Ella no me desagrada. Después de todo, si ella no le gustaba, ¿por qué se casó con ella?
—Calla. No sabes lo que dices. No comprendes.
—Sé, por supuesto, que él es un caballero antiguo, luminoso y resplandeciente. Siempre sentiste eso por él.
—Justin es un buen hombre. Tú no lo comprendes. He conocido a Justin toda mi vida…
De pronto se abrió la puerta del cuarto de Mellyora, y en el vano apareció Judith, con los ojos desencajados, las fosas nasales ensanchadas. Nos miró, a mí tendida en la cama y a Mellyora que se había levantado a medias de su silla.
—Oh… no pensaba… —dijo.
Me levanté de la cama y dije:
—¿Me necesitaba usted, señora?
La pasión se había extinguido en su rostro, donde vi entonces un inmenso alivio.
—¿Me buscaba usted? —insistí servicialmente. Ahora hubo un destello de gratitud.
—Oh, sí, Carlee. Yo… pues… pensé que estarías aquí. Me acerqué a la puerta; ella vaciló. —Quiero… quiero que esta noche vengas un poco antes. Cinco o diez minutos antes de las siete.
—Sí, señora —repuse.
Judith inclinó la cabeza y salió. Mellyora me miró con asombro.
—¿Qué quiso decir eso? —susurró.
—Creo saberlo —respondí—. Quedó sorprendida, ¿verdad? ¿Sabes por qué? Fue porque me encontró aquí cuando esperaba encontrar…
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