Johnny parecía odiar a su familia, pero tengo entendido que se debía a que en esa época les temía. Odiar lo que temía era típico de Johnny. A veces solía aludir a nuestra relación de un modo que me desconcertaba. Me decía que yo lo había obligado a dar ese paso, pero que él no creía que lo fuese a lamentar después de todo. Nosotros nos comprendíamos. Nos daríamos mutuo apoyo, y ¿acaso no habíamos aprendido que nos necesitábamos?
Polore nos recibió en actitud reticente. Después de todo, ¿qué se le decía a una mujer que se había sentado a la mesa de los criados y que de pronto se convertía en una de las señoras de la casa? Polore estaba totalmente perplejo.
—Buenos días, señor Johnny. Buenos días… ejem… señora.
—Buenos días, Polore —repuse, estableciendo el tono—. Espero que todo esté bien en el Abbas.
Polore me lanzó una mirada de reojo. Me lo imaginaba repitiendo el incidente esa noche, durante la cena; me parecía oír el "Dios me valga" de la señora Rolt, y a la señora Salt: "Nunca me sorprendí tanto, querida mía, desde esa noche en que aquel llegó a casa de tan mal humor…"
Pero ya no me preocupaban las habladurías en la mesa de los sirvientes.
Poco después llegábamos al Abbas, cuyo aspecto era más maravilloso que nunca porque ahora yo tenía una parte en él.
Cuando detuvo el coche frente al pórtico, Polore nos dijo que la anciana Lady Saint Larston había ordenado que fuésemos conducidos a su presencia tan pronto como llegáramos.
Johnny estaba un poco tenso, pero yo mantuve la cabeza erguida. No tenía miedo; ahora era la señora de Saint Larston.
Sir Justin y Judith, que estaban con ella, nos miraron atónitos cuando entramos.
—Ven aquí, Johnny —dijo Lady Saint Larston. Cuando Johnny cruzó el recinto hacia el sillón que ella ocupaba, lo acompañé.
Lady Saint Larston temblaba de indignación. Pude imaginarme cómo se había sentido al enterarse de la noticia. No me miró, pero yo advertí que tuvo que esforzarse mucho para no hacerlo. En mis nuevas ropas, me sentía lista para hacerles frente a todos.
—Después de todas las molestias que has causado —prosiguió con voz que temblaba—, y ahora… esto. Sólo puedo alegrarme de que tu padre no esté aquí para ver este día.
—Madre, yo… —comenzó Johnny, pero ella alzó una mano para hacerlo callar.
—Nunca en mi vida un miembro de la familia deshonró tanto el nombre de Saint Larston.
Entonces intervine:
—No hay ninguna deshonra, Lady Saint Larston. Estamos casados. Puedo demostrárselo.
—Tenía la esperanza de que fuese otra de tus correrías, Johnny —continuó ella sin hacerme caso—. Esto es peor de lo que yo preveía.
Sir Justin, que se había puesto junto al sillón de su madre le puso una mano en el hombro mientras decía con calma:
—Madre, lo hecho, hecho está. Saquemos de ello el mejor partido posible. Kerensa, te doy la bienvenida en la familia.
En su rostro no había ninguna bienvenida; era evidente que ese matrimonio le horrorizaba tanto cómo a su madre. Pero Justin era un hombre que siempre escogería el camino pacífico. Casándose con una criada en la casa de su madre, Johnny había ocasionado un escándalo, pero la mejor manera de mitigar ese escándalo era simular que no existía. Yo casi prefería la actitud de Lady Saint Larston.
Judith acudió en apoyo de su marido:
—Tienes razón, querido. Ahora Kerensa es una Saint Larston.
Su sonrisa era más cálida. Lo único que quería de los Saint Larston era la atención de Justin, total e íntegra.
—Gracias —repliqué—. Estamos algo cansados después de nuestro viaje. Quisiera lavarme, los trenes son tan sucios. Y además, Johnny, quisiera un poco de té.
Todos me miraban asombrados; creo que logré la renuente admiración de Lady Saint Larston quien, aunque estaba furiosa con Johnny por haberse casado conmigo, no podía evitar el admirarme por obligarlo a ello.
—Hay muchas cosas que deberé decirte —agregó Lady Saint Larston, mirando a Johnny.
—Más tarde podemos hablar —intercalé; luego sonreí a mi suegra—. Nos hace falta ese té.
Entrelacé mi brazo con el de Johnny, y gracias al asombro de todos tuve tiempo de arrastrarlo fuera de aquel recinto antes de que ellos tuviesen tiempo para responder.
Fuimos al cuarto de Johnny, donde hice sonar la campana.
Johnny me miraba con la misma expresión que yo había visto en las caras de todos sus familiares, pero antes de que tuviese tiempo de hacer ningún comentario, había llegado la señora Rolt. Colegí que no había estado lejos durante esa entrevista con la familia.
—Buen día, señora Rolt —dije—. Quisiéramos que se nos traiga té de inmediato.
Me miró por un segundo, boquiabierta; luego respondió:
—Ejem… sí… señora.
Pude imaginarme su regreso a la cocina, donde la estarían esperando.
Johnny se apoyó en la puerta; luego estalló en risas.
—¡Una bruja! —exclamaba—. Me casé con una bruja.
* * *
Ansiaba ver a abuelita, pero mi primera entrevista fue con Mellyora.
Me dirigí a su cuarto; me estaba esperando, pero cuando abrí la puerta, se limitó a mirarme con algo cercano al horror en los ojos.
—¡Kerensa! —exclamó.
—Señora de Saint Larston —le hice recordar, riendo.
—¡Realmente te has casado con Johnny!
—Tengo el acta de matrimonio, si quieres verla —repuse tendiendo la mano izquierda donde era evidente el cintillo de oro sin adornos.
—¡Cómo pudiste!
—¿Tan difícil es de entender? Esto lo cambia todo. No más "Carlee, haz esto, haz aquello". Soy la cuñada de mi antigua ama. Soy la nuera de su señoría. Piénsalo. La pobrecita Kerensa Carlee, la muchacha de las cabañas. La señora Saint Larston, si me permites.
—A veces me asustas, Kerensa.
—¿Yo te asusto? —dije, mirándola de lleno a la cara—. No tienes motivo para temer por mí. Yo sé cuidarme sola.
Se ruborizó, pues sabía que yo estaba sugiriendo que tal vez ella no. Luego apretó los labios y dijo:
—Así parece. Y ahora ya no eres doncella de compañía. Oh, Kerensa, ¿valía la pena?
—Eso queda por verse, ¿no es verdad?
—No comprendo.
—No, ya me doy cuenta.
—Pero yo creí que lo odiabas.
—Ya no le odio.
—¿Porque te ofreció una posición que tú podías aceptar?
En su voz había un tonillo sarcástico que me ofendió.
—Al menos él estaba libre para casarse conmigo —dije.
Salí del cuarto con impaciencia, pero al cabo de unos minutos regresé. Había sorprendido a Mellyora con la guardia baja; la encontré tendida en su cama, con el rostro hundido en las almohadas. Me dejé caer a su lado. No soportaba que no fuésemos amigas.
—Es igual que antes —dije.
—No… es muy distinto.
—Las posiciones se han invertido, nada más. Cuando yo estaba en el rectorado, tú me protegías. Bueno, ahora me tocará el turno de protegerte.
—Nada bueno saldrá de esto.
—Espera y verás.
—Si amases a Johnny…
—Hay toda clase de amor, Mellyora. Hay amor… sagrado y profano.
—Kerensa, tu tono es tan… impertinente.
—Con frecuencia es bueno serlo.
—No puedo creerte. ¿Qué te ha sucedido, Kerensa?
—¿Qué nos ha sucedido a las dos? —pregunté.
Entonces nos quedamos inmóviles, tendidas en la cama, preguntándonos ambas cuál sería el desenlace del amor de ella por Justin.
Impaciente por ver a abuelita, ordené a Polore que me condujese a la cabaña al día siguiente. Cómo disfruté al bajar ataviada con mi vestido verde y negro. Indiqué a Polore que volviese en mi busca una hora más tarde.
Abuelita miró mi cara ansiosamente.
—¿Y bien, querida mía? —fue todo lo que dijo.
—Señora de Saint Larston ahora, abuelita.
—Así que conseguiste lo que querías, ¿eh?
—Es un comienzo.
—¿Aja? —dijo, abriendo mucho los ojos, pero no me pidió que le explicase. En cambio, tomándome por los hombros, me miró a la cara—. Se te ve feliz —dijo por fin.
Entonces me arrojé en sus brazos y la abracé. Cuando la solté, ella se apartó; comprendí que no quería que viese las lágrimas en sus ojos. Me quité el sombrero y el abrigo, subí al talfat, me acosté allí y le hablé mientras ella fumaba su pipa.
Estaba distinta, a veces tan absorta en sus propios pensamientos que me parecía que no oía todo lo que yo le decía. No me importaba. Tan sólo quería abrir mi corazón y hablar como no podía hablar con nadie más.
Pronto tendría un hijo, de ello estaba segura. Quería un varón… que sería un Saint Larston.
—Y abuelita, si Justin no tiene hijos, el mío heredará el Abbas. Será un Sir, abuelita. ¿Qué te parece? Tu biznieto, Sir Justin Saint Larston.
Ella observaba con fijeza el humo de su pipa. Por último dijo:,
—Para ti siempre habrá una nueva meta, preciosa. Tal vez así haya que vivir la vida. Tal vez el modo en que han resultado las cosas sea para mejor. ¿Y amas a este marido tuyo?
—¿Amar, abuelita? Él me ha dado lo que yo quería.
De él obtendré lo que ahora quiero. Recuerdo que no pudo haber sido… sin Johnny.
—Y crees que eso es un sustituto del amor, Kerensa.
—Estoy enamorada, abuelita.
—¿De tu esposo, niña?
—Enamorada del presente, abuelita. ¿Qué más se puede pedir?
—No, ¿acaso podríamos pedir más que eso? Y ¿quiénes somos nosotros para poner en tela de juicio los medios, cuando los fines nos dan todo lo que podríamos anhelar? Moriría feliz, Kerensa, si tú pudieras seguir tal como estás en este momento.
—No hables de morir —le pedí, y ella se rió de mí.
—Yo no, linda mía. Esa fue una orden de quien da órdenes ahora.
Entonces ambas reímos como sólo nosotras podíamos reír juntas; y me pareció verla menos inquieta que a mi llegada.
* * *
¡Cómo gocé de mi nueva situación! No experimentaba ninguna turbación. Tantas veces, en la imaginación, me había preparado para ese papel, que ahora lo tenía perfectamente ensayado y podía desempeñarlo a la perfección. Me divertía y divertía a Johnny imitando el tipo de conversación que, lo sabía, tendría lugar entonces en la cocina. Podía dar órdenes con tanta calma como la anciana Lady Saint Larston, y con mucha más que Judith. Judith y yo éramos realmente amigas. A veces yo le peinaba el cabello porque ahora ella no tenía doncella de compañía, pero le daba a entender claramente que éste era un gesto fraternal. Creo que la circunstancia de que me hubiese casado con Johnny la complacía, porque no podía contenerse de creer que cada mujer andaba detrás de Justin. Tenerme en pareja con Johnny era, por consiguiente, un alivio; aunque si hubiera sido Mellyora quien había escapado con Johnny, Judith habría quedado realmente encantada.
Era propensa a sosegarse conmigo, y yo estaba segura de que pronto me haría confidencias.
Con la aquiescencia de Judith, yo había ordenado que se preparase otra serie de aposentos para Johnny y para mí, y había hecho trasladar muebles a nuestras habitaciones desde otras partes de la casa. Los sirvientes murmuraban a mi espalda, pero para esto ya estaba preparada. Sabía que la anciana Lady Saint Larston hablaba de advenedizas y de la tragedia del casamiento de Johnny, pero ella no me importaba nada. Era vieja y pronto tendría poca entidad. Yo miraba al futuro.
Aguardaba el momento, esperando ansiosamente los primeros signos de preñez. Estaba segura de que pronto tendría un hijo; y cuando pudiera anunciar que esperaba un hijo, mi situación en aquella casa cambiaría. La anciana Lady Saint Larston anhelaba un nieto más que cualquier otra cosa, y desesperaba de que Judith le diese uno.
Un día partí a caballo hacia la casa del veterinario, a visitar a mi hermano. Quería hablarle, pues había hecho prometer a Johnny que mi hermano se prepararía como médico y casi no podía esperar para transmitir a Joe la buena noticia.
La casa del señor Pollent, que antes me había parecido tan majestuosa, ahora tenía un aspecto modesto; pero era una morada cómoda, situada lejos del camino en un vasto terreno, ocupado principalmente por establos, perreras y dependencias exteriores. En las ventanas colgaban limpias cortinas de algodón, que vi moverse cuando bajé del caballo, lo cual me indicó que se observaba mi llegada.
Una de las hijas de Pollent acudió a saludarme en la sala.
—Oh, entre en la sala, por favor —exclamó. Tuve la certeza de que se había puesto apresuradamente un vestido limpio de muselina para recibirme.
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