Mi hijo sería el señor Saint Larston; el de Mellyora, Sir Justin.

Era inimaginable… Pero no había motivos de ansiedad. Mellyora jamás podría casarse con Justin, y algún instinto me decía que Judith era una mujer estéril.

* * *

Anhelaba que pasara el tiempo; sólo podría estar satisfecha cuando sostuviera a mi hijo en los brazos. A veces me dominaba el temor de que fuera una niña. Debía haberme encantado tener una hija, una niña para quien yo pudiese hacer planes, quizá como abuelita los había hecho pata mí; pero mi sueño no estaría completo hasta que yo tuviera un hijo. Mi hijo, el mío, sería dueño del Abbas; yo se lo habría dado y todas las generaciones futuras tendrían en sí mi sangre.

Por eso yo debía tener un hijo varón.

Abuelita, que era sabia en tales cuestiones, creía que lo tendría; me dijo que así lo indicaba el modo en que yo llevaba al niño. Al pasar los meses ella estaba cada vez más segura, y así aumentaba mi felicidad.

Casi no advertía lo que pasaba a mí alrededor; no se me ocurría pensar que mi buena suerte debía tener su efecto sobre alguien tan cercano a mí como Mellyora. Ni siquiera cuando dijo: "¡Quién habría creído que podía haberte ocurrido todo esto cuando te pusiste en la plataforma de contratación, en Trelinket!", entendí que pensaba: Si esto puede ocurrirte a ti, ¿por qué no va a cambiar milagrosamente mi vida?

Pero durante aquellos meses de la gestación de mi hijo, el amor que había sido concebido por Justin y Mellyora crecía también. La misma inocencia de ambos lo hacía más evidente aún, y nadie lo percibía mejor que Judith.

Esta no había empleado ninguna doncella de compañía después de mi matrimonio. Doll cumplía ciertas tareas para ella, y yo iba con frecuencia a peinarla para alguna celebración especial. Un día, cuando ella y Justin debían cenar con los Hemphill, fui a su cuarto a peinarla, como había prometido.

Golpeé la puerta suavemente pero, como no hubo respuesta, abrí la puerta y llamé:

—¿Estás ahí, Judith?

No hubo respuesta; después la vi: yacía sobre la cama, de espaldas, con la cara vuelta hacia el cielo raso. —Judith —dije.

Siguió sin responder; por uno o dos segundos creí que estaba muerta y lo primero que se me ocurrió pensar fue: "Ahora Justin estará libre para casarse con Mellyora. Tendrán un hijo y él tendrá preferencia sobre el mío."

Ahora yo también tenía una obsesión: mi hijo.

Me acerqué a la cama y entonces oí un fuerte suspiro. Vi que tenía los ojos abiertos.

—Judith —repetí—. Recuerda que prometí venir a peinarte.

Lanzó un gruñido; me acerqué y al inclinarme sobre ella, vi que tenía las mejillas húmedas. —Oh… Kerensa —murmuró.

—¿Qué ha sucedido?

Sacudió la cabeza. Insistí:

—Estás llorando.

—¿Y por qué no?

—¿Ocurre algo malo?

—Siempre ocurre algo malo.

—Judith, dime qué ha sucedido.

—Él no me quiere —murmuró ella en un confuso susurro. Me di cuenta de que casi rio percibía mi presencia; ha— biaba consigo misma—. Ha sido peor desde que llegó ella. ¿Acaso él cree que no veo? Está claro, ¿verdad? Claman el uno por el otro. Serían amantes… si no fuesen tan buenas personas. Cómo aborrezco a las buenas personas, y sin embargo… si fuesen amantes yo la mataría. Sí, la mataría.

De algún modo lo haría. Ella es tan sumisa y apacible, ¿verdad? Una damita tan tranquila e inofensiva. Tan digna de compasión. Ha tenido mala suerte. Muere su padre y, pobre muchacha, tuvo que salir al mundo cruel y ganarse la vida. ¡Pobre Mellyora! ¡Qué existencia difícil! Qué necesidad de ser protegida. Yo la protegería.

—Calla, Judith. Alguien te oirá —dije.

—¿Quién está allí? —preguntó ella.

—Soy sólo Kerensa… que he venido a peinarte como lo prometí. ¿Lo has olvidado?

—Kerensa —rió ella—. La doncella de compañía que ahora nos dará al heredero. Eso es algo más contra mí, ¿no te das cuenta? Hasta Kerensa, la muchacha de las cabañas, puede dar un heredero a Saint Larston, mientras que yo soy una mujer estéril, estéril. ¡La higuera infecunda! Eso es Judith. No se habla más que de la querida Kerensa. Debemos cuidar a Kerensa. ¿Está Kerensa en una corriente de aire? Recuerden su estado. Es gracioso, ¿no lo ves? Pocos meses atrás era Carlee… apenas tolerada aquí. Y ahora es sagrada, la futura madre del santificado heredero de Saint Larston.

—Judith, ¿qué ocurre? —pregunté con severidad—. ¿Qué ha pasado?

Y cuando me incliné sobre ella lo supe, pues sentí olor a licor en su aliento.

¡Judith… embriagada, tratando de olvidar su desdicha con la botella de whisky!

—Has estado bebiendo, Judith —le reproché.

—¿Y qué si lo hice? —Es una necedad.

—¿Y quién eres tú, dime?

—Tu cuñada Kerensa, tu amiga.

—¡Mi amiga! Tú eres amiga de ella. Ninguna amiga de ella es amiga mía. ¡Kerensa, la madre santificada! Todo ha sido peor desde que te casaste con Johnny.

—¿Has olvidado que van a cenar con los Hemphill… tú y Justin?

—Que la lleve a ella. Lo preferiría.

—Te estás portando como una tonta. Pediré un poco de café solo. Trata de reaccionar, Judith. Irás a casa de los Hemphill con Justin. Llegará dentro de una hora y si te ve así, se disgustará.

—Ya está disgustado.

—Pues no lo disgustes todavía más.

—Le disgusta mi amor por él. Es un hombre frío, Kerensa. ¿Por qué amo a un hombre frío?

—No sé decirte eso, pero si quieres que se aleje de ti, estás aplicando el método adecuado.

Me aferró el brazo diciendo:

—Oh, Kerensa, que no se aleje de mí… que no se aleje.

Comenzó a llorar en silencio y le dije:

—Te ayudaré. Pero debes hacer lo que yo te diga. Pediré café para mí y te lo traeré. No conviene que los criados te vean en este estado. Ya murmuran demasiado. Pronto volveré; entonces te tendré lista para el momento en que partan rumbo a la casa de los Hemphill.

—Detesto a los Hemphill… son unos imbéciles.

—Entonces deberás fingir que te agradan. Es el modo de complacer a Justin.

—Sólo hay un modo de complacerlo. Si yo pudiera tener un hijo, Kerensa… si tan sólo yo pudiera tener un hijo.

—Tal vez lo tengas —dije, esperando con todo mi ser que jamás sucediera.

—Es un hombre tan frío, Kerensa.

—Pues tú debes darle calor. No lo conseguirás emborrachándote, eso puedo asegurártelo. Ahora, acuéstate hasta que yo vuelva.

Asintió con la cabeza al responder:

—Tú eres mi amiga, Kerensa. Aseguraste que lo eras.

Fui a mi cuarto y cuando hice sonar la campana, acudió Doll.

—Por favor, Doll, tráeme un poco de café. Rápido —ordené.

—¿Café… ejem, señora?

—Dije café, Doll. Tengo ganas de beberlo.

Entonces se marchó, y los imaginé discutiendo mis caprichos en la cocina. Bueno, era lógico que una mujer embarazada tuviese caprichos.

Volvió trayéndolo y lo dejó en mi cuarto. Cuando se marchó, yo me apresuré a llevárselo a Judith. Lamentablemente, cuando entré apareció de pronto en el corredor la señora Rolt.

Si sospecharon entonces para qué fin quería yo el café, ya sabían que Judith bebía. Era muy probable que lo sospechasen, pues ¿cómo podía Judith sacar whisky de las provisiones domésticas sin que lo supiese Haggety? Tarde o temprano éste debería decírselo a Justin, aunque sólo fuera para protegerse. Parecía, por consiguiente, que ella apenas había empezado a beber. En cuyo caso tal vez fuese posible lograr que dejara de hacerlo.

Mientras servía el café, mientras se lo hacía beber a Judith, me preguntaba: ¿Cuánto saben de nuestras vidas los criados? ¿Cómo podemos ocultarles ningún secreto?

* * *

Mayo fue caluroso ese año; un hermoso mes, como correspondía, pensaba yo, para la entrada de mi hijo en el mundo. Los setos vivos eran un incendio de flores silvestres, y en todas partes la floración era magnífica.

Aunque mi parto no fue fácil, acogí estoicamente el agudísimo dolor. Lo acogí porque significaba que mi hijo pronto iba a nacer.

El doctor Hilliard y la partera estaban junto a mi lecho, mientras me parecía que la casa entera estaba en tensión, aguardando el llanto de un niño.

Recuerdo haber pensado que el dolor de la monja emparedada no podía haber sido mayor que el mío. Sin embargo, ese dolor me llenaba de alborozo. Qué distinto era del suyo, que era el dolor de la derrota, mientras que el mío era el de la gloria.

Por fin llegó. El tan esperado llanto de un niño.

Vi a mi suegra con mi pequeño en los brazos; aquella mujer altiva lloraba. Vi brillar las lágrimas en sus mejillas y temí que algo malo pasara. Mi pequeño era lisiado, un monstruo, estaba muerto.

Pero eran lágrimas de orgullo y de alegría; se acercó a la cama y la suya fue la primera voz que oí proclamando la jubilosa noticia.

—Es un varón, Kerensa, un varón hermoso y sano.

* * *

"Nada puede salir mal", pensaba yo. "Basta con que haga mis planes, y mis sueños se tornan realidades."

"Soy Kerensa Saint Larston y he dado a luz un hijo. No hay otro niño varón que lo reemplace. Es el heredero de Saint Larston."

Pero podía ser derrotada en pequeñas cuestiones.

Estaba tendida en la cama, con el cabello volcado sobre los hombros, vistiendo una chaqueta de encaje blanco con cintas verdes, un regalo de mi suegra.

El pequeño estaba en su cuna, y ella se inclinaba sobre él, con la cara tan suavizada por el amor que parecía otra mujer.

—Tendremos que pensar un nombre para él, Kerensa —dijo mientras se acercaba a la cama y se sentaba sonriéndome.

—Pensé en Justin —dije.

Se volvió hacia mí con cierta sorpresa.

—Pero eso está descartado.

—¿Por qué? Me agrada Justin. Siempre hubo un Justin Saint Larston.

—Si Justin tiene un hijo, él será Justin. Debemos reservar para él ese nombre.

—¡Justin… tener un hijo!

—Todas las noches ruego que él y Judith reciban la misma bendición que han recibido tú y Johnny.

Me obligué a sonreír al responder:

—Por supuesto. Pensé simplemente que debería haber un Justin en la familia.

—Y así es. Pero será el hijo del hijo mayor.

—Hace ya un tiempo que están casados.

—Oh, sí, pero tienen años por delante. Espero ver la casa llena de niños antes de morir.

Me sentí desanimada. Luego me dije que el nombre no era importante.

—¿En qué otro nombre pensaste? —insistió ella. Quedé absorta. Tan segura había estado de que mi hijo sería Justin, que no había pensado en otro nombre para él. Ella me estaba observando y, sabiendo que era una anciana sagaz, no quise que supiera adónde iban mis pensamientos. Espontáneamente dije: —Carlyon.

—¿Carlyon? —repitió ella.

Tan pronto como lo dije, supe que ese era el nombre que deseaba para mi hijo, si no podía ser Justin. Carlyon. Encerraba un significado para mí. Me vi subiendo los escalones del pórtico en mi túnica de terciopelo rojo. Era la primera ocasión en que había tenido la— absoluta certeza de que los sueños podían volverse realidad.

—Es un buen nombre. Me gusta —declaré.

Lo repitió, haciéndolo girar sobre la lengua.

—Sí —dijo luego—. Me agrada. Carlyon John… el segundo por su padre. ¿Qué te parece?

Johnny por su padre, Carlyon por su madre. Sí; ya que no podía ser Justin, sería eso.

* * *

Yo era una mujer diferente. Por primera vez en mi vida amaba a alguien más de lo que yo misma me amaba. Lo único que importaba era mi hijo. Muchas veces busqué disculpas por las cosas perversas que hice, diciéndome: "Fueron por Carlyon." Me repetía sin cesar que pecar en bien de alguien a quien se ama no es lo mismo que pecar por uno mismo. Sin embargo, en lo profundo de mi corazón sabía que la gloria de Carlyon era mía; y que mi amor por él era tan vehemente porque él era parte de mí, carne de mi carne y sangre de mi sangre, como en el dicho.

Era un hermoso niño, grande para su edad, y el único rasgo que había heredado de mí eran sus enormes ojos negros, aunque en ellos había una expresión de serenidad que los míos nunca tenían. ¿Y por qué no iban a ser serenos, me preguntaba yo, con una madre como yo para luchar por él? Era un pequeñuelo satisfecho; acostado en su cuna solía aceptar el homenaje de la familia como derecho propio… aunque no imperiosamente; sólo era feliz de que se le amara. Carlyon amaba a todos y todos amaban a Carlyon; pero, me aseguraba yo, en su bello rostro había una satisfacción especial cuando yo lo levantaba.