—Si pudieras realizar un deseo ahora, ¿cuál sería? —me preguntó abuelita.

Tiré de la hierba sin hablar, pues mis anhelos eran algo que no podía expresar con palabras, ni siquiera a ella. Abuelita contestó por mí.

—Serías una dama, Kerensa. Viajarías en tu carruaje. Vestirías de seda y de raso, tendrías una túnica de color verde brillante y habría hebillas de plata en tus zapatos.

—Leería y escribiría —agregué, volviéndome hacia ella ansiosamente—. ¿Se hará verdad, abuelita?

No me contestó, y yo me entristecí pensando por qué, si ella podía decir el futuro a otros, no podía decírmelo a mí. La miré suplicante, pero ella no parecía verme. El sol centelleaba en su suave cabello negro azulado, que estaba trenzado en torno a su cabeza. Ese cabello debía haber pertenecido á Lady Saint Larston. Daba a abuelita un aspecto altivo. Sus oscuros ojos estaban alertas, aunque no los había conservado tan jóvenes como su cabello; alrededor de ellos había arrugas.

—¿En qué estás pensando? —pregunté.

—En el día en que llegaron ustedes. ¿Recuerdas?

Apoyando mi cabeza en su muslo, recordé.

Joe y yo pasamos nuestros primeros años junto al mar. Nuestro padre tenía una pequeña cabaña en el muelle, que se parecía mucho a ésta donde vivíamos con abuelita, salvo que la nuestra tenía abajo un gran sótano donde almacenábamos y salábamos las sardinas después de una pesca abundante. Cuando pienso en esa cabaña, pienso primero en el olor a pescado… el buen olor que significaba que el sótano estaba bien provisto y podíamos tener la certeza de que habría comida suficiente durante algunas semanas.

Yo siempre había cuidado a Joe porque nuestra madre murió cuando él tenía cuatro años y yo seis, y ella me dijo que cuidara siempre a mi hermanito. A veces, cuando nuestro padre había salido con la barca y soplaba un ventarrón, solíamos pensar que nuestra cabaña sería arrastrada al mar; entonces yo acunaba a Joe y le cantaba para impedir que se asustase. Yo solía pretender que no estaba asustada y descubrí que ese era un buen modo de no estarlo. Simular continuamente me ayudaba mucho, al punto de que no temía a muchas cosas.

Los mejores momentos eran cuando el mar estaba sereno y en épocas de cosecha, cuando los bancos de sardinas llegaban a nuestra costa. Los voceadores, que estaban de guardia a todo lo largo de la costa, divisaban entonces a los peces y daban la alarma. Recuerdo cuánto se entusiasmaban todos cuando se elevaba el grito de "hewa", pues en el dialecto de Cornualles hewa significa "un cardumen de peces". Entonces partían las embarcaciones y llegaba la pesca; y nuestros sótanos se llenaban. En la iglesia habría sardinas entre las gavillas de trigo, las frutas y vegetales, para mostrar a Dios que los pescadores eran tan agradecidos como los agricultores.

Joe y yo solíamos trabajar juntos en el sótano, poniendo una capa de sal sobre cada capa de pescado hasta que yo creía que mis manos nunca volverían a estar calientes, ni libres del olor a sardina.

Pero esos eran los buenos momentos, y llegó ese invierno en que no hubo más pescado en nuestros sótanos y las tempestades fueron peores de lo que habían sido en ochenta años. Joe y yo íbamos con los otros niños a las playas, de noche, para extraer anguilas de la arena con nuestros pequeños garfios de hierro; las llevábamos a casa y las cocinábamos. Llevábamos también lapas y atrapábamos caracoles, con los cuales hacíamos una especie de guiso. Recogíamos ortigas y las hervíamos. Recuerdo cómo era el hambre en esos tiempos.

Muchas veces soñábamos que oíamos el tan esperado grito de "hewa, hewa", lo cual era un sueño maravilloso, pero nos desesperaba más que antes cuando despertábamos.

Yo veía la desesperación en los ojos de mi padre. Lo vi mirándonos a Joe y a mí; fue como si hubiese llegado a una decisión. Me dijo:

—Tu madre solía hablarte mucho de tu abuelita.

Yo moví la cabeza afirmativamente. Siempre me habían gustado (y jamás había olvidado) los relatos sobre la abuelita Be, que vivía en un paraje llamado Saint Larston.

—Colijo que a ella le gustaría verlos… a ti y al pequeño Joe.

No comprendí el significado de estas palabras hasta que él sacó la barca. Habiendo vivido siempre en el mar, él sabía bien qué era lo que amenazaba. Recuerdo que vino a la cabaña y me gritó: " ¡Han vuelto! Habrá sardinas para el desayuno. Cuida a Joe hasta que yo regrese." Lo miré alejarse. Vi a los otros en la, playa; le hablaban y yo sabía qué le estaban diciendo, pero él no escuchó.

Odio al viento del sudoeste. Cada vez que sopla lo oigo tal como soplaba esa noche. Acosté a Joe, pero yo no me fui a la cama. Me quedé sentada diciendo "sardinas para el desayuno" y escuchando al viento.

Mi padre nunca volvió y quedamos solos. Aunque no sabía qué hacer, aún tuve que seguir fingiendo en bien de Joe. Cada vez que procuraba pensar en lo que podía hacer, escuchaba siempre la voz de mi madre diciéndome que cuidase de mi hermano; y luego a mi padre diciendo: "Cuida a Joe hasta que yo regrese."

Los vecinos nos ayudaron por un tiempo, pero eran malas épocas y se hablaba de ponernos en el asilo. Entonces recordé lo que había dicho mi padre sobre nuestra abuelita y dije a Joe que iríamos a buscarla. Así Joe y yo partimos rumbo a Saint Larston y, con el tiempo y después de algunas penurias, llegamos hasta la abuelita Be.

Otra cosa que jamás olvidaré fue la primera noche en la cabaña de abuelita Be. Joe fue envuelto en una manta y se le dio a beber leche caliente; la abuelita Be me hizo acostar mientras ella me lavaba los pies y ponía ungüento en los lugares magullados. Después creí que mis heridas estaban milagrosamente curadas por la mañana, pero eso no puede haber sido cierto. Ahora me vuelve aquella sensación de honda satisfacción y contento. Sentía que había llegado a casa y que abuelita Be me era más querida que cualquier otra persona que yo hubiese conocido. Quería a Joe, por supuesto, pero jamás en mi vida había conocido yo a nadie tan maravilloso como la abuelita Be. Recuerdo estar acostada en la cama mientras ella se soltaba el magnífico cabello negro, lo peinaba y lo frotaba… ya que ni siquiera la llegada imprevista de dos nietos podía interferir en ese ritual.

Abuelita Be me curó, me alimentó, me vistió… y me dio mi dignidad y mi orgullo. La niña que yo era cuando me erguí en la pared hueca no era la misma que había llegado exhausta a su puerta.

Ella sabía esto, porque lo sabía todo.

Nos adaptamos a la nueva vida con rapidez, como hacen los niños. Nuestro hogar estaba ahora en una comunidad minera en lugar de una pesquera; pues aunque la mina de Saint Larston estaba cerrada, la mina Fedder proporcionaba trabajo para muchos habitantes de Saint Larston, que todos los días recorrían a pie los tres kilómetros, más o menos, de ida y vuelta a su trabajo. Descubrí que los mineros eran tan supersticiosos como lo habían sido los pescadores, ya que para quienes la ejercían, cada ocupación era lo bastante peligrosa como para que desearan complacer a los dioses de la suerte. Abuelita Be solía pasarse horas sentada, contando historias de las minas. Mi abuelo había sido minero. Ella me contó que, para aplacar a los espíritus malignos, había que dejar un didjan, lo cual significaba buena parte de la merienda de un hombre hambriento; habló con ira del sistema de pagar tributo en lugar de salarios, lo cual quería decir que si un hombre tenía un día malo y su producción era reducida, su paga lo era de modo correspondiente; le indignaban asimismo esas minas que tenían sus propias tiendas donde un minero debía comprar todas sus mercancías, a veces a precios elevados. Cuando escuchaba a mi abuelita, podía imaginarme bajando al pozo de la mina; me parecía ver a los mineros con sus ropas andrajosas, manchadas de rojo, y sus cascos de latón que llevaban adherida arcilla pegajosa; percibía el descenso a las tinieblas en la jaula; podía sentir el aire caliente y el temblor de la roca al trabajar los mineros; podía sentir el terror de verme de pronto frente a un espíritu que no había tenido didjan, o un perro negro y una liebre blanca, cuya aparición significaba peligro inminente en la mina.

En ese momento le dije:,

—Estoy recordando.

—¿Qué fue lo que te trajo hasta mí? —preguntó ella.

—¿El azar?

Ella sacudió negativamente la cabeza.

—Fue un largo trecho para que lo hicieran dos pequeñuelos, pero tú rio dudaste de que encontrarías a tu abuelita, ¿verdad? Sabías que, si seguían caminando lo bastante lejos, llegarías a ella, ¿no es cierto?

Asentí con la cabeza. Ella sonreía como si hubiese contestado a mi pregunta.

—Tengo sed, preciosa —dijo luego—. Ve a traerme un vasito de mi ginebra de endrina.

Entré en la cabaña. En la cabaña de abuelita Be había una sola pieza, aunque se había construido también un depósito y era allí donde ella preparaba sus menjunjes y con frecuencia recibía a sus clientes. La pieza era nuestro dormitorio y nuestro cuarto de estar. Se contaba algo a su respecto; la había construido Pedro Balencio, el marido de abuelita Be, a quien se llamaba Pedro Be porque la gente de Cornualles no podía pronunciar su nombre ni pensaba intentarlo. Abuelita me contó que se la había levantado en una sola noche de acuerdo con la costumbre, según la cual, si alguien podía construir una cabaña en una noche, también podía apropiarse del terreno en el que estaba construida. Por eso Pedro Be había encontrado su terreno —un claro en el monte—, había escondido entre los árboles la paja para el techo y los palos, junto con la arcilla que serían las paredes, y una noche de luna, con ayuda de sus amigos, había erigido la cabaña. Lo único que tenía que hacer esa primera noche era construir las cuatro paredes y el techo; gradualmente colocaría la ventana, la puerta y la chimenea, pero Pedro Be había erigido en una noche algo que podía llamar una cabaña, cumpliendo así la antigua costumbre.

Pedro había llegado de España. Tal vez hubiera oído decir que, de acuerdo con la leyenda, los de Cornualles tenían rasgos españoles porque muchos marinos españoles habían invadido la costa y violado a las mujeres, o habiendo naufragado en los peñascos, fueron bien acogidos y se establecieron allí. Es cierto que, si bien muchos tienen cabello del color del de Mellyora Martin, no menos lo tienen negro como el carbón y relampagueantes ojos oscuros… junto con el carácter que corresponde a ellos, que es distinto al natural bonachón que parece cuadrar con nuestro soñoliento clima.

Pedro amaba a abuelita, que se llamaba Kerensa igual que yo; amaba su negra cabellera y sus negros ojos que le recordaban a España; se casaron y vivieron en la cabaña que él había construido en una noche y tuvieron una sola hija, que fue mi madre.

En esa cabaña entré a buscar la ginebra de endrina. Tenía que cruzarla para llegar al depósito, donde se guardaban los brebajes que ella preparaba.

Aunque teníamos una sola pieza, teníamos también el talfat, que era una ancha repisa puesta más o menos a la mitad de la altura de la pared, sobresaliendo encima de la habitación. Se usaba como dormitorio, mío y de Joe, adonde llegábamos por medio de una escalera que se guardaba en un rincón del cuarto.

Allí arriba estaba entonces Joe.

—¿Qué estás haciendo? —le grité desde abajo.

No me contestó la primera vez, y cuando repetí la pregunta, me mostró un palomo diciéndome:

—Se rompió la pata. Pero se curará en un día o dos.

El palomo se quedaba quieto en sus manos, y vi que Joe había armado una especie de tablilla donde había atado la pata rota. Lo que me sorprendía tanto en Joe no era que pudiese hacer esas cosas por las aves y los animales, sino que ellos se quedaran tranquilos mientras él las hacía. Yo había visto a un gato montés acercársele y frotar el cuerpo contra la pierna suya, aun antes de saber que él lo iba a alimentar. Nunca comía todo su alimento, sino que guardaba una parte para llevarla consigo, porque estaba seguro de encontrar algún ser que lo necesitara más que él. Se pasaba todo el tiempo en el bosque. Yo lo había encontrado tendido boca abajo, observando insectos en la hierba. Además de sus dedos largos, finos, que eran asombrosamente hábiles para componer los miembros rotos de pájaros y animales. Solía curar sus enfermedades con las hierbas de abuelita, y si alguno de sus protegidos necesitaba algo, recurría a la provisión de ella, como si las necesidades de los animales fuesen más importantes que cualquier otra cosa.

Su don de curar era parte de mi sueño. Lo veía yo en una hermosa casa, como la del doctor Hilliard, pues en Saint Larston los médicos eran respetados, y si bien las personas tenían en mayor estima los remedios de abuelita Be, nunca le harían una reverencia ni se quitarían el sombrero ante ella, que pese a su sabiduría vivía en una cabaña de una sola pieza, mientras que el doctor Hilliard formaba parte de la gente acomodada. Yo estaba decidida a elevar a Joe junto conmigo, y ansiaba para él la categoría de médico casi tan apasionadamente como quería la de dama para mí.