* * *
En el rosedal, Carlyon jugaba con un aro de madera, conduciéndolo con un palo mientras lo hacía rodar. Cuando entré en el jardín, Mellyora estaba sentada cerca de la pared de la Virgen, cosiendo.
Carlyon tenía ya casi dos años, y era grande para su edad; pocas veces perdía el buen talante y siempre estaba contento jugando solo, aunque dispuesto a compartir sus juegos con cualquiera que quisiese hacerlo. A menudo me causaba extrañeza que un hombre como Johnny y una mujer como yo hubiésemos podido producir un hijo así.
Tenía yo entonces veintiún años, y con frecuencia, al andar por el Abbas, sentía que había vivido allí toda mi vida.
Lady Saint Larston envejecía visiblemente; sufría de reumatismo, que la mantenía mucho tiempo en su habitación, y no había empleado otra dama de compañía en lugar de Mellyora porque ya no tenía mucha correspondencia, ni tampoco deseaba que se le leyera como antes. Quería descansar más, y ocasionalmente Mellyora y yo nos sentábamos junto a ella. A veces Mellyora le leía; cuando lo hacía yo, ella siempre me interrumpía y terminábamos conversando, principalmente sobre Carlyon.
Esto significaba que yo estaba convirtiéndome gradualmente en ama de la casa, una circunstancia que los criados advertían. Sólo de tanto en tanto veía yo pasar por sus rostros una expresión que me indicaba que estaban recordando la época en que yo había sido una de ellos.
Judith no se interponía para nada en mi camino. Algunas veces se pasaba días enteros en su habitación, sola con su criada… "esa Fanny que vino de Derrise", como la llamaban los sirvientes.
Abuelita no estaba tan bien como me habría gustado, pero no me preocupaba tanto por ella como en otra época. Mi plan era instalarla en una casita propia cerca del Abbas, con una criada que la cuidara. Era un tema que yo no había suscitado aún, pues sabía que por el momento no sería bien recibido.
Joe estaba comprometido con Essie Pollent, y el señor Pollent lo haría socio suyo el día de la boda. Me causaba enojo el júbilo de abuelita por esta situación. Decía: "Mis dos pequeños han salido adelante en la vida." Yo no entendía cómo el progreso de Joe podía compararse con el mío, y aún sentía una importuna irritación porque él no estudiaba para médico.
Mi deseo de más hijos no había sido satisfecho aún, pero abuelita me había asegurado que era bastante normal que hubiese una distancia de dos o tres años entre uno y otro, y mejor para mi salud además. Yo tenía toda mi vida por delante, de modo que estaba bastante satisfecha. Tenía un hijo perfecto; y con cada mes que pasaba me ponía cada vez más segura de que Judith jamás daría a luz un hijo. De este modo Carlyon heredaría el título y el Abbas, y yo sería algún día la augusta anciana dama del Abbas.
Tal era la situación esa mañana, cuando me reuní con Mellyora y Carlyon en el rosedal.
Me senté junto a Mellyora y durante unos segundos me dediqué a contemplar a mi hijo. Este, que había percibido de inmediato mi llegada al rosedal, se detuvo a saludarme con ademanes; luego siguió trotando en pos de su aro, lo recogió, lo lanzó a rodar y me miró, para ver si lo observaba. Este era otro de esos momentos que me habría gustado capturar y conservar para siempre; momentos de pura felicidad. Con el paso de los años, uno aprende que la felicidad —la felicidad pura y total— sólo viene por momentos, que se deben advertir y saborear en plenitud, ya que ni siquiera en la vida más feliz está presente siempre la alegría completa.
Vi entonces que Mellyora estaba inquieta, y de inmediato el momento pasó, pues la felicidad había quedado teñida de temor.
—¿Estás pensando algo? —pregunté.
Quedó pensativa; luego repuso:
—Se trata de Judith, Kerensa.
¡Judith! Por supuesto que se trataba de Judith. Judith era la nube que tapaba el sol. Judith se interponía en su senda como un coloso que le impedía cruzar el río hacia el amor y la dicha. Moví la cabeza afirmativamente.
—Sabes que está bebiendo demasiado…
—Sé que tiene afición a la botella, pero creo que Justin lo sabe y no le dejará beber en exceso.
—Bebe demasiado a pesar de… Justin.
Hasta su modo de pronunciar ese nombre era una revelación. La breve pausa; la reverencia silenciosa. "Oh, Mellyora", pensé, "te delatas de cien maneras distintas."
—¿Sí? —dije.
—Ayer pasaba yo frente a su cuarto; la puerta estaba abierta y la oí… me pareció que se quejaba. Entonces entré. Estaba tendida a través de la cama, en un estupor de ebriedad. Fue terrible, Kerensa. No me reconoció. Yacía allí, con una expresión aturdida en la mirada, quejándose y mascullando. No pude oír lo que decía. Tan preocupada quedé que fui en busca de Fanny. La encontré en su cuarto… el cuarto que antes ocupabas tú. Estaba acostada en la cama y no se levantó cuando yo entré. Le dije: "Creo que Lady Saint Larston la necesita. Parece estar enferma." Y ella se quedó mirándome con una horrenda expresión burlona. "¿De veras, señorita Martin?", me contestó. Yo proseguí: "La oí gemir y entré a ver. Por favor, vaya y ayúdela." Ella se rió. "Su señoría está muy bien, señorita Martin", dijo, y luego: "No sabía que era en su señoría en quien se interesaba usted." Fue horrible. Es lamentable que esa mujer haya venido aquí. Me puse tan furiosas, Kerensa…
Miré a Mellyora, recordando cómo había luchado por mí cuando me trajo a la parroquia desde Trelinket. Mellyora sabía luchar cuando surgía la necesidad de hacerlo. Cualquier menosprecio a la relación entre ella y Justin era un menosprecio a Justin. Así era como lo vería ella. Yo sabía que este amor entre ella y Justin no se había consumado, que nunca lo sería mientras Judith estuviese viva para interponerse entre ambos. Mellyora continuó:
—Le dije: "Es usted insolente." Y ella se quedó allí acostada, riéndose de mí.. "Qué ínfulas se da usted, señorita Martin", dijo» "Parece su señoría por el modo de conducirse. Pero no lo es… para eso le falta mucho." Tuve que interrumpirla porque temía que fuese a decir algo espantoso, algo que yo no podría desconocer, por eso me apresuré a decirle: "Alguien está proporcionando whisky a Lady Saint Larston, y creo que es usted." Entonces volvió a mofarse, y al hacerlo desvió la mirada hacia el aparador. Me acerqué, lo abrí y las vi… botellas y más botellas… algunas llenas, otras vacías. Ella las consigue para Judith cuando… Justin ha procurado impedirle que beba.
—¿Qué puedes hacer tú al respecto, Mellyora?
—No lo sé y me preocupa.
—Esas burlas acerca de ti y de Justin me preocupan más que el hecho de que Judith beba.
—Somos inocentes y los inocentes nada tienen que temer —respondió ella con orgullo. Como no le contesté se volvió contra mí, vehemente, acusándome—: No me crees.
—Creo siempre en lo que me dices, Mellyora. Pensaba en tus palabras: "Los inocentes nada tienen que temer." Me preguntaba hasta qué punto son ciertas.
* * *
Al día siguiente, Johnny fue a Plymouth por asuntos familiares. Era extraño cómo parecía haberse vuelto respetable desde nuestro casamiento; yo podía creer que en veinte años habría hecho olvidar su anterior reputación. La vida era extraordinaria. Justin que se había casado tal como lo decidieran sus padres, estaba perdiendo su renombre, pues sin duda lo que más interesaba ahora a los criados era el caso de Justin, Judith y Mellyora. En cambio Johnny, que había deshonrado a la familia casándose con una criada, estaba demostrando la sabiduría de su elección. Era, en verdad, un giro irónico en los acontecimientos.
Me preguntaba si Johnny me era infiel. No me importaba mucho. Mi posición estaba asegurada. Ya había recibido de Johnny todo lo que quería.
Cuando volvió, traía consigo al elefante. Estaba hecho de tela gris y tenía ruedas en los pies, lo cual permitía arrastrarlo. Desde entonces vi elefantes más grandes y mejores, pero en ese momento parecía espléndido. Medía unos treinta centímetros de altura; tenía por ojos dos botones de bota, una magnífica trompa, una cola correspondientemente majestuosa y dos blandas orejas. Rodeaba su cuello una fina banda de cuero rojo, a la cual iba unido un cordón también rojo.
Johnny entró en el cuarto infantil llamando a Carlyon. Solemnemente nuestro hijo retiró la envoltura de la caja, que parecía tan grande como él; sus manecitas tironearon del papel de seda y allí, revelado en toda su gloria, estaba el elefante.
Carlyon lo miró con fijeza, tocó la tela gris, puso los dedos sobre los ojos de botón. Después me miró, y luego a Johnny.
—Es un elefante, cariño —le dije.
—Nelifante. —repitió él maravillado. Johnny lo sacó de su caja y puso el cordel en la mano de nuestro hijo, mostrándole cómo arrastrarlo consigo. En silencio, Carlyon arrastró el juguete por la habitación; luego se arrodilló y le ciñó el cuello con los brazos. —Nelifante —dijo extasiado—. Mi Nelifante. Experimenté unos celos momentáneos porque Johnny le había dado algo que a él tanto le gustaba. Siempre quería ser la primera en su cariño. Era un rasgo que yo deploraba, pero que no podía evitar.
Carlyon adoraba a su elefante. El juguete permanecía junto a su cama por la noche; lo arrastraba consigo dondequiera que iba. Siguió llamándolo su Nelifante y fue natural que esto se abreviase como Nelly. Le hablaba a Nelly, le cantaba a Nelly; causaba alegría verlo tan embelesado con ese objeto.
Mi único pesar era que no se lo había regalado yo.
* * *
Ese verano hubo en el Abbas siniestras corrientes subterráneas. La situación había empeorado desde la llegada de Fanny, que no sólo proporcionaba bebida a Judith sino que fomentaba sus sospechas. Odiaba a Mellyora y ambas, ella y Judith, trataban de volver intolerable la situación de Mellyora en el Abbas.
Mellyora no me hablaba de todos los insultos que debió soportar, pero hubo ocasiones en que tan alterada estaba, que no pudo callárselos.
Nunca me había gustado Justin, porque sabía que yo no le gustaba a él. Estaba convencido de que yo había embaucado a Johnny para que se casara conmigo, y era demasiado patricio para aceptarme de buen grado en la familia; si bien siempre era fríamente cortés, nunca evidenció la menor amigabilidad hacia mí, y me inclinaba a pensar que no aprobaba totalmente la amistad de Mellyora conmigo.
Poca simpatía tenía ya por él; pero amaba a Mellyora y no quería verla humillada. Además, ella quería a Carlyon, que le tenía afecto; era una excelente niñera y sería una buena institutriz para él. Creo que lo que yo realmente quería era que las cosas siguieran tal como estaban, conmigo como virtual ama del Abbas; Mellyora en una posición que me debía y que la ponía en continua necesidad de mi protección; Justin, melancólico, enamorado de una mujer que le estaba prohibida, víctima él de un matrimonio sin amor; Johnny, mi marido, aún fascinado por mí, dándose cuenta de que en mí había mucho que él no entendía, admirándome más que a ninguna otra mujer que él hubiese conocido; yo misma poderosa, dueña de las cuerdas que movían a mis marionetas.
Pero Judith y la abominable Fanny planeaban deshacerse de Mellyora.
La gente enamorada es propensa a hacer el avestruz. Hunden la cabeza en tierra y creen que, porque ellos no ven a nadie, nadie los ve. Hasta un hombre de sangre tan fría como Justin podía enamorarse y ser un necio. Él y Mellyora decidieron que debían encontrarse en un sitio donde pudieran estar solos; a veces salían a caballo, aunque no juntos, y se encontraban, aunque nunca dos veces en el mismo lugar. Los imaginaba caminando junto a sus caballos, conversando muy formales antes de despedirse para regresar a casa por separado. Pero, por supuesto, se notó que ambos desaparecían las mismas tardes.
Esto era lo único que ellos se permitían hacer. Yo tenía la certeza de que nunca habían sido amantes en los hechos. Tal vez Mellyora se habría tentado, si su enamorado hubiese tenido un temperamento más fogoso. La coerción tendría que venir de parte de Justin.
Pero tal situación, por más decididos que estuviesen los actores principales a proteger su honor y cumplir su obligación, era como estar sentados sobre un barril de pólvora. En cualquier momento podía haber una explosión; Fanny —y tal vez Judith también— estaba decidida a que la hubiese.
Una mañana, cuando bajé a la cocina para dar las órdenes del día, oí por casualidad un comentario que me intranquilizó. Fue Haggety quien lo hizo, y la señora Rolt lo celebró con risitas. Fanny los había visto juntos. Fanny sabía. Las hijas de párrocos eran iguales que cualquier mujerzuela de aldea, si se les ofrecía alguna oportunidad. Fanny averiguaría la verdad, y entonces alguien iba a lamentarlo. Se podía confiar en Fanny, pocas cosas se le escapaban.
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