Cuando entré en la cocina hubo silencio. Con mi temor por Mellyora se mezcló mi orgullo por el modo en que mi presencia podía hacerlos callar.
No di ningún indicio de que había oído lo que ellos estaban diciendo; simplemente pasé a dar órdenes. Pero cuando bajé, estaba pensativa. Si Fanny no se iba pronto, habría problemas, cuyo resultado sería que Mellyora tendría que abandonar el Abbas. ¿Qué sucedería entonces? ¿La dejaría ir Justin? Muchas veces podía forzarse una decisión, y cuando lo era, ¿cómo se podía estar seguro del modo en que obraría la gente? Fanny debía irse; pero ¿cómo podía yo despedir a la criada de Judith?
Fui a la habitación de Judith. Eran las primeras horas de la tarde, y yo sabía que después del almuerzo ella se retiraba a su cuarto para aturdirse con la bebida.
Golpeé levemente la puerta, y cuando no obtuve respuesta, volví a golpear con más fuerza. Oí tintinear un vaso y cerrarse la puerta de un aparador. Judith seguía manteniendo la simulación de que no bebía.
—Oh, eres tú —dijo.
—Vine a charlar contigo un poco…
Al acercarme a ella sentí en su aliento el olor a licor, y advertí la expresión vidriosa de sus ojos; tenía el cabello desaliñado. Se encogió de hombros y yo puse una silla frente al espejo, diciéndole:
—Déjame arreglarte el cabello, Judith. Siempre me gustó hacerlo. Tu cabello es lo que yo llamo "dócil". Hace lo que una quiere que haga.
Ella se sentó, obediente, y mientras le sacaba los broches y el cabello le caía en torno a los hombros, pensé en lo vulnerable que se la veía. Le masajeé la cabeza como antes; ella cerró los ojos.
—Hay magia en tus dedos —dijo con voz suave, confusa.
—Judith, eres muy desdichada —respondí con suavidad. No contestó, pero vi que entreabría la boca—. Ojalá pudiese yo hacer algo.
—Me agrada que me peines.
—Quiero decir, algo para ayudarte a ser más feliz —reí. Ella sacudió la cabeza continué—: ¿Acaso es juicioso beber tanto? Sé que Fanny te consigue el whisky. Hace mal. Desde su llegada has empeorado.
—Quiero a Fanny aquí. Es mi amiga —replicó ella con una expresión obstinada en los labios.
—¿Tu amiga? ¿Que te trae alcohol a escondidas cuando Justin está tan ansioso porque no bebas, cuando quiere ver que mejora tu salud?
Judith abrió los ojos, que por un instante relampaguearon.
—¿Lo quiere? Tal vez prefiera verme muerta.
—Qué disparate. Quiere que estés bien. Deshazte de Fanny. Sé que te perjudica. Ponte bien… y fuerte. Si tu salud fuera mejor, podrías tener un hijo, lo cual daría tanto placer a Justin.
Volviéndose, me apretó un brazo. Sus dedos me quemaban la piel.
—No comprendes. Crees comprender, todos lo creen. Creen que es por mi culpa que no tenemos hijos. ¿Y si te dijera que es por culpa de Justin?
—¿De Justin? ¿Quieres decir acaso…?
Me soltó y, encogiéndose de hombros, se volvió de nuevo hacia el espejo.
—¿Qué importancia tiene? Cepíllame el cabello y nada más, Kerensa. Eso me sosiega. Luego átamelo, me acostaré y dormiré un poco.
Tomé el peine. ¿A qué se refería ella? ¿Sugería que Justin era impotente? Experimenté una gran excitación. De ser así, jamás habría peligro de que alguien desplazase a Carlyon. Los problemas de Justin y Mellyora quedaron olvidados frente a una cuestión tan importante.
Pero ¿hasta qué punto podía yo confiar en las descabelladas declaraciones de Judith? Pensé en Justin… tan calmo y distante; su amor hacia Mellyora que, estaba segura, no se había consumado. ¿Se debía esto a incapacidad, en vez de a moralidad? Tenía que averiguarlo.
Entonces recordé la historia de la familia Derrise; la versión del monstruo y la maldición. Quería saber más acerca de esa familia.
—Judith… —empecé a decir.
Pero ella tenía los ojos cerrados y ya estaba semidormida. Poco podría obtener de ella entonces, y además, no sabría con certeza hasta qué punto era cierto.
Recordé que, siendo yo doncella de compañía de Judith, ésta hablaba con frecuencia de su antigua nodriza, Jane Carwillen, que había trabajado para su familia durante años, habiendo sido niñera de la madre de Judith. Había oído decir a Judith que aquella había dejado ya a la familia, pero que vivía en una cabaña situada en la finca Derrise. Decidí que, si iba a Derrise y hablaba con Jane Carwillen, tal vez me enterase de algo importante.
* * *
Al día siguiente partí a caballo hacia el páramo, dejando a Carlyon con Mellyora.
En el Tormo Derrise me detuve para contemplar la casa… una magnífica mansión hecha con piedra de Cornualles, rodeada por su parque, donde entreví el reflejo del sol en los estanques de peces. No pude sino compararme con Judith, que había nacido con todo ese lujo y ahora era una de las mujeres más infelices del mundo, mientras que yo, nacida en la pobreza en la cabaña de un pescador, había llegado a ser la señora Saint Larston. Me decía que mi carácter se estaba fortaleciendo; y si además se estaba endureciendo, pues bien, la dureza era fuerza.
Cabalgando hacia la finca Derrise, hallé en el camino a unos jornaleros a quienes pedí que me indicasen la cabaña de la señorita Carwillen. No tardé mucho en dar con ella.
Até mi caballo a una cerca y llamé a la puerta. Tras un breve silencio, oí unos lentos pasos; después una mujercita abrió la puerta.
Tenía la espalda encorvada y caminaba con ayuda de un bastón; tenía la cara tan arrugada como la cascara de una manzana en depósito, y me atisbaba a través de unas cejas desaliñadas que sobresalían.
—Discúlpeme por venir —dije—. Soy la señora Saint Larston, del Abbas.
—Lo sé —asintió ella—. Es la nieta de Kerensa Be.
—Soy la cuñada de Judith —respondí con calma.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó ella.
—Hablarle. Estoy ansiosa por Judith…
—Entre, pues —replicó, volviéndose un poco más hospitalaria.
Entré en el cuarto, donde ella me condujo a un taburete de respaldo alto que había frente a un fuego de turba. La chimenea parecía un hueco en la pared, sin barrotes para contener el fuego. Me recordó a la que había en la cabaña de abuelita.
Me senté junto a la mujer y esta preguntó:
—¿Qué le ocurre a la señorita Judith?
Decidí que esa mujer era franca, de modo que yo debía aparentar que lo era también. Sin rodeos dije:
—Está bebiendo demasiado.
Esa observación la conmovió. Vi crisparse sus labios; después, pensativa, se tiró de un pelo largo y rígido que brotaba de una verruga en su barbilla.
—Vine porque estoy muy ansiosa por ella —agregué— y pensé que tal vez usted podría aconsejarme.
—¿En qué sentido?
—Si ella pudiera tener un hijo —proseguí—, creo que eso la ayudaría, y si no bebiese tanto mejoraría su salud. Hablé con ella al respecto. Parecía desalentada, creyendo que para ella no es posible tener un hijo. Usted conoció bien a la familia…
—Es una familia estéril —repuso ella—, siempre hubo este problema. No tienen hijos con facilidad. Algunos llevan esa maldición.
No me atrevía a mirarla; temía que la astuta anciana viese en mis ojos satisfacción y comprendiese el motivo.
—Oí decir que hay una maldición sobre la familia —arriesgué—. Según me dijeron, hace mucho una Derrise dio a luz un monstruo.
Lanzó un resoplido.
—En todas estas familias antiguas hay relatos descabellados. La maldición no es ningún monstruo. Es esta esterilidad y… la bebida. La una acompaña a la otra. Es como una desesperación en ellos. Dicen que no tener hijos está en la familia… y es como si hubiesen resuelto ser infecundas y lo son. Dicen… "algunos de nosotros no podemos resistir la bebida"… Entonces— no la resisten.
—De modo que esa es la maldición familiar —comenté, y al cabo de una breve pausa—: ¿Cree usted improbable que Judith pueda tener un hijo?
—¿Quién sabe? Pero hace un tiempo que está casada y, por cuanto sé no hay ninguna señal. Su abuela tuvo dos, sí… crió a una y perdió al otro. Era un varón, pero no fuerte. La madre de mi joven señora fue una Derrise» Su marido adoptó su apellido al casarse con ella… para mantener viva a la familia, ¿me entiende? Parece que se vuelve cada vez más difícil para ellos. Mi joven señora estaba tan enamorada… Recuerdo lo entusiasmada que estaba cuando llegó él. Dijimos "seguramente un amor así será fructífero." Pero no lo parece.
No, pensé, ella no tendrá hijos. Su relación con Justin ya se ha agriado. Será mi Carlyon quien posea el Abbas.
Me alegré de haber ido a ver a Jane Carwillen. Nadie podía afirmar definitivamente que Judith y Justin no tendrían un hijo; pero yo estaba animada sabiendo que era improbable que lo tuviesen.
—Y eso de beber… —murmuró la anciana, sacudiendo la cabeza—. No le hará ningún bien.
—Ha sido peor desde que llegó Fanny Paunton.
—¿Fanny Paunton está con ella?
—Sí. Vino como doncella de compañía. ¿No lo sabía usted?
Sacudió tristemente la cabeza al responder:
—Eso no me gusta. Nunca pude soportar a Fanny Paunton.
—Tampoco yo. Estoy segura de que introduce bebidas alcohólicas en la casa.
—¿Por qué no vino a verme? Yo se lo habría dicho. Hace mucho que no la veo. Dígale que la echo de menos. En otra época solía venir con regularidad, pero en los últimos tiempos…
—Quizás desde la llegada de Fanny. Me gustaría echarla, pero Judith no quiere ni oírlo siquiera.
—Siempre fue leal hacia quienes la servían. ¡Y dice usted que está peor desde que llegó Fanny! No es de extrañar, teniendo en cuenta…
—¿Sí? —la estimulé. Jane Carwillen se me acercó más.
—Que Fanny Paunton bebe en secreto —concluyó. Me centellearon los ojos. Si la encontraba ebria, tendría la excusa necesaria.
—No es frecuente hallarla borracha —continuó Jane—. Aunque hay momentos en que se descuida. Yo siempre podía predecirlos. Una expresión furtiva… algo en su mirada. Cierta flojedad… oh, yo me daba cuenta. Entonces se encerraba en su cuarto… diciendo que no se sentía bien. Después bebía hasta atontarse, estoy convencida. Pero por la mañana se levantaba ya repuesta. Fanny Paunton era una mujer ladina… y mala… mala para mi joven señora. Porque estos bebedores pretenden que todos sean como ellos.
—Si la encontrara ebria, la despediría —dije.
La anciana me apretó la mano; sus dedos rasparon levemente mi piel; pensé que parecía un ave repulsiva.
—Vigile usted los signos —susurró—. Si es lista, quizá los advierta. Esté alerta.
—¿Con qué frecuencia tienen lugar esos ataques de borrachera?
—No creo que ella aguante más de un mes o seis semanas.
—Vigilaré. Sé que si puedo librar a mi cuñada de esta mujer, será lo mejor para ella.
La anciana anunció que me ofrecería un vaso de su vino de saúco. Estuve a punto de rechazarlo, pero advertí que eso sería imprudente. Estábamos sellando un pacto; estábamos de acuerdo en cuanto a la indeseabilidad de Fanny.
Acepté el vaso y bebí aquel líquido. Infundía calor y era, por cierto, muy potente. Eso, junto con el fuego de turba, me hizo arder la cara; sabía que la anciana me observaba con suma atención; yo era la nieta de Kerensa Be, quien debía de haber dado algo de qué hablar al vecindario, aun hasta en Derrise.
—Y pida a mi joven señora que venga a ver a la vieja Jane —me rogó cuando yo partía.
Contesté que así lo haría, y cabalgando de vuelta al Abbas me sentí complacida por mi viaje. Tenía la certeza de que Judith no podría dar a luz un hijo, y que muy pronto yo hallaría una razón para despedir a Fanny.
* * *
Cuando pasaba cerca de Larston Barton vi a Reuben Pengaster. Estaba de pie, apoyado en un portillo y sosteniendo en las manos un palomo. Al pasar a caballo frente a él le di los buenos días.
—Vaya, si es la señora Saint Larston. Muy buen día tengas, señora —dijo, acercándose a mí de modo que tuve que detenerme—. ¿Qué te parece? —preguntó, sosteniendo en alto al palomo, que se mostraba dócil en sus manos; el sol brillaba sobre el ala iridiscente y me llamó la atención el contraste entre aquella suave belleza y los dedos de Reuben, espatulados y bordeados de negro.
—Me parece que es un ave de exposición. Con orgullo me mostró el anillo plateado que tenía alrededor de una pata.
—Es un palomo mensajero.
—Maravilloso…
Me miró con atención, y la mandíbula se le agitó un poco, como si una risa secreta, silenciosa, lo dominara.
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