—Dondequiera que vuele este pájaro, volverá a casa.

—A menudo me pregunté cómo encuentran el camino.

Los gruesos dedos tocaron con ternura el ala del pájaro, todos dulzura, todos suavidad. Pensé en esos dedos en torno al pescuezo del gato.

—Esto es un" milagro —continuó Reuben—. ¿Crees en milagros, señora Saint Larston?

—No lo sé.

—Oh, sí que hay milagros. Las palomas son uno de ellos. —Se le oscureció de pronto la cara—. Nuestra Hetty se fue, pero volverá. Me parece que nuestra Hetty es una paloma mensajera.

—Así lo espero —repuse.

Se le arrugó patéticamente la cara.

—Ella se fue… No me dijo nada. Debió habérmelo dicho. —Luego volvió a sonreír—. Pero regresará, lo sé. Igual que cuando suelto una paloma. Volverá, lo digo yo. Es una paloma mensajera… Nuestra Hetty es una paloma mensajera.

Levemente toqué el flanco de mi caballo.

—Bueno, Reuben, buenos días. Ojalá estés en lo cierto.

—Lo estoy, señora. Yo lo sé. Dicen que estoy "enredado por los duendes", pero en algunos aspectos tengo un poco más para compensarlo. Nuestra Hetty no estará ausente para siempre.

Aquel mes de junio, el señor Pollent tuvo un accidente andando a caballo; Joe se hizo cargo de la clientela totalmente, y al parecer no había motivo para que se demorase su casamiento con Essie.

Esto habría podido ser un tanto incómodo, si yo hubiese permitido que lo fuese. Si Joe hubiera hecho lo que yo deseaba, convirtiéndose en médico, la situación incómoda jamás habría surgido; yo no podía perdonar del todo a Joe por ser la única persona que se me enfrentaba. De no haber sido por él, yo habría logrado todo lo que me propuse. Evidentemente, sin embargo, Joe era muy feliz; se creía el hombre más afortunado del mundo y cuando estaba con él, siempre me ablandaba. Verlo arrastrar un poco la pierna izquierda al caminar me traía recuerdos de aquella noche terrible, y de cómo Kim me había ayudado; eso siempre me apaciguaba y me hacía pensar en Kim y preguntarme si alguna vez regresaría.

El día de la boda, Mellyora y yo fuimos a la iglesia en una de las carrozas del Abbas. Abuelita se había quedado a pasar la noche en casa de los Pollent. La respetabilidad de sus nietos estaba teniendo efecto inclusive en abuelita; yo estaba convencida de que en poco tiempo la tendría, viviendo como una gentil anciana en alguna casita, en la finca de Saint Larston.

Durante el trayecto advertí que Mellyora estaba pálida, pero no lo mencioné. Podía imaginarme la tensión que sobrellevaba y me prometí que dentro de poco echaría de la casa a Fanny.

La iglesia estaba adornada para la boda, porque los Pollent eran una familia sumamente respetable. Hubo una pequeña conmoción cuando ocupé mi lugar junto con Mellyora, pues pocas veces un Saint Larston asistía a una boda como ésa. Me pregunté si estarían recordándose que, después de todo, yo era tan sólo la nieta de Kerensa Be. También me pareció que muchas miradas furtivas se dirigían hacia Mellyora, la hija del párroco que ahora era nodriza de mi hijo.

Pronto concluyó la ceremonia nupcial, efectuada por el reverendo Hemphill. Entonces Essie y Joe salieron dirigiéndose al carruaje del veterinario, que los llevaría a casa de los Pollent, donde aguardaba un banquete para ellos y los invitados.

Se arrojó el arroz tradicional, y se ató al carruaje el par de zapatos viejos. Ruborizada y risueña, Essie se aferraba al brazo de Joe, que por su parte se las arreglaba para verse al mismo tiempo avergonzado y orgulloso.

Me encogí de hombros con impaciencia, imaginándome cuan diferente habría podido ser todo eso si Joe se casara con la hija del médico.

Al regresar, Mellyora me miró con aire inquisitivo y me preguntó en qué estaba pensando.

—En la noche en que Joe cayó en la trampa —repliqué—. Habría podido morir… Esta boda jamás habría tenido lugar, de no haber sido por Kim.

—¡El bueno y querido Kim! —murmuró Mellyora— Cuánto tiempo parece haber pasado desde que estuvo con nosotras.

—¿Nunca tienes noticias suyas, Mellyora? —pregunté melancólicamente.

—Ya te dije que él nunca escribe cartas.

—Si alguna vez lo hiciera… ¿me lo dirías?

—Por supuesto, pero jamás lo hará.

La recepción fue típica de tales celebraciones. Los invitados llenaban el salón de los Pollent, la sala de recibo y la cocina. La mesa de la cocina estaba repleta de comida que las hijas de Pollent debían de haber estado preparando durante semanas: pasteles y tortas; jamones, carne de vaca y de cerdo; había vinos caseros, de zarzamora, de saúco, de alhelí, de chirivía, de prímula, y ginebra de endrina.

La fiesta sería muy alegre antes de terminar. Hubo las bromas intencionadas habituales y los comentarios previstos; varios hombres anunciaban en voz baja su intención de iniciar el shallal, sin el cual pocas bodas se celebraban en nuestra parte de Cornualles. Esto era una supuesta banda musical, cuyo único objeto era causar el mayor ruido posible. Para ello se utilizaban ollas, peroles, bandejas… todo utensilio al que se pudiera echar mano. Esto era para proclamar a la vecindad, hasta kilómetros a la redonda, que ese día se habían casado dos personas.

Joe y Essie aceptaban complacidos todo este alboroto. Amenazada con las payasadas habituales cuando fuera el momento de acostarse, Essie reía entre dientes con fingido horror.

Al menos yo no estaría presente cuando los sacaran a Joe y a ella de su cama y los azotaran con un calcetín lleno de arena. Yo no sería de los que consideraban muy gracioso poner en el lecho una retama.

Mientras, sentada junto a abuelita y Mellyora, comía los alimentos que las hijas de Pollent distribuían entre los invitados, me enteré de la creciente preocupación reinante en la vecindad.

Jill Pengert, un ama de casa cuyo marido y tres hijos eran todos mineros, fue a sentarse junto a abuelita para preguntarle encarecidamente si había algo de cierto en los rumores circulantes.

—¿Van a cerrar la mina Fedder, señora Be? —inquirió la mujer.

Abuelita le contestó que no había mirado tan lejos en el futuro, pero que según sabía, se temía que el filón se estuviese agotando.

—¿Adónde iremos si se cierra Fedder? —insistió Jill—. Piensen en cuántos hombres quedarán sin trabajo.

Abuelita sacudió la cabeza. Como Saul Cundy estaba cerca, de pie, hablando con Tom Pengaster, Jill alzó la voz para preguntarle:

—¿Sabe algo acerca de esos rumores, capitán Saul?

—¿Entonces ha oído decir que el filón se está acabando, verdad? Pues no es usted la primera.

—Pero, ¿es cierto, capitán?

Saul fijó la vista en su vaso de ginebra de endrina. Tenía el aire de saber qué convenía decir.

—Lo mismo ocurre por todo Cornualles —declaró—. Esas minas han sido explotadas durante años. Según dicen, la riqueza que hay bajo el suelo no es inagotable. Allá por Saint Ives ya cerraron una o dos.

—¡Válgame el cielo! —exclamó Jill—. ¿Y qué será de gente como nosotros?

—Opino que habrá que sacar hasta el último pedazo de estaño de esas minas antes de que las dejemos cerrar —respondió Saul—. No permitiremos que se abandone ninguna mina hasta estar seguros de que se sacó a la superficie todo el mineral.

—¡Bravo! —gruñó uno de los hombres presentes, y otros lo repitieron.

Saul era un hombre capaz de luchar por sus derechos y por los de otros. Me pregunte si se habría recobrado de la sacudida de la fuga de Hetty Pengaster a Londres cuando él había planeado casarse con ella. Pensé que sería el tipo de hombre más interesado en luchar por los derechos de los mineros que en sosegarse y casarse.

Pensando en Hetty, no oí el comentario siguiente de Saul hasta que atrajeron mi atención las palabras "la mina de Saint Larston".

—Sí —continuaba él—, no aceptaremos que haya minas sin explorar. Si hay estaño en Cornualles, habrá hombres hambrientos que quieran sacarlo a la superficie.

Sentí que algunas miradas se volvían hacia mí, y percibí las señales que se enviaban a Saul. De pronto éste dejó su vaso y se alejó.

—No había oído ese rumor sobre la posibilidad de que cierre la mina Fedder —susurré a abuelita.

—Pues yo vengo oyendo rumores desde que tenía este tamaño —replicó ella, poniendo una mano a más o menos treinta centímetros del suelo.

Esa aseveración suya y mi presencia parecieron poner fin al tema… o por lo menos no lo oí mencionar de nuevo.

* * *

Después de la boda de Joe, los acontecimientos empezaron a acumularse, conduciendo a ese desenlace que me obsesionaría por el resto de mi vida.

Observaba constantemente a Fanny, para no perder mi oportunidad de sorprenderla. Llegó un día en que lo conseguí.

La cena era siempre una comida bastante formal en el Abbas. Nos vestíamos, no de manera complicada, sino en lo que denominábamos "ropa de seminoche". Yo había comprado algunos vestidos sencillos, conteniendo mi natural afición al color. Siempre disfrutaba de esas comidas porque me ofrecían la ocasión de evidenciar con cuánta facilidad y naturalidad me había adaptado yo, desde mi ascenso de la cocina al comedor.

Justin ocupaba un extremo de la mesa; Judith el otro. Pero con frecuencia yo indicaba a Haggety cuándo se debían servir los distintos platos. La anciana Lady Saint Larston estaba tan fatigada, que no le importaba que yo hubiese asumido estas tareas; en cuanto a Judith, no se daba cuenta de que yo lo hacía. Siempre me parecía que mi arrogancia irritaba a Justin; en cuanto a Johnny, se divertía, entre cínico y regocijado. Gozaba observando mis modales serenos, que eran tan diferentes de los de Judith. No creo que se cansara jamás de tratar de establecer la comparación entre nosotras, y de mostrar cómo yo podía brillar mucho más que Judith; y a decir verdad, mientras yo me hacía más refinada, más segura de mí misma, Judith se deterioraba. Su afición a la bebida estaba teniendo el efecto inevitable; le temblaban las manos al llevarse el vaso a los labios; con qué avidez recibía su copa de vino, cuan subrepticiamente la volvía a llenar una y otra vez.

No era una situación dichosa entre los hermanos… pero de eso no era yo responsable. En realidad, era satisfactorio saber que yo había dado a Johnny esta nueva dignidad e importancia en la casa.

Aquella noche en especial, Judith tenía el peor aspecto que yo le había visto nunca. No tenía el vestido correctamente abotonado, y su cabello, mal sujeto, empezaba a caérsele atrás.

De pronto se me ocurrió algo: esa noche se había vestido sola. Me sentí estimulada: ¿era posible que ese fuera el día esperado?

—Esta tarde me encontré con Fedder —estaba diciendo Justin—. Está preocupado por la mina…

—¿Por qué? —preguntó Johnny.

—Hay signos de que el filón se acaba. Dice que han estado trabajando con pérdidas y que ya está prescindiendo de algunos de sus hombres.

Johnny lanzó un silbido antes de responder:

—Eso es grave…

—Será muy malo para la vecindad —continuó Justin.

Arrugó el entrecejo. Era diferente de Johnny. Sería un buen squire, preocupado por los vecinos. Estos pensamientos pasaron por mi espíritu velozmente, porque anhelaba el momento en que pudiera subir al cuarto de Fanny y ver qué le había ocurrido.

—Fedder sugería que nosotros debíamos abrir la mina de Saint Larston.

Johnny me estaba mirando; vi cólera en su rostro y me sorprendió un poco que le importase tanto. Entonces oí su voz, que parecía estrangulada de furia.

—Supongo que le habrás dicho que no haríamos tal cosa.

—No me atrae la idea de que una mina funcione tan cerca de la casa —replicó Justin.

—Claro que no —rió Johnny, un tanto inquieto.

—¿Qué pasa? —inquirió mi suegra.

—Hablábamos de la mina, madre —repuso Justin. —Ay, cielos —suspiró ella—. Haggety, un poco más de borgoña.

Aquella cena parecía interminable. Pero por fin dejamos a Johnny y Justin con su oporto. Yendo a la sala, busqué una excusa para subir e ir derecho al cuarto de Fanny.

Me detuve unos segundos afuera, escuchando. Luego, cautelosamente, abrí la puerta y me asomé.

Yacía en su cama, totalmente embriagada. Al acercarme a ella sentí el olor a whisky.

Regresé de prisa al comedor, donde los dos hombres bebían su oporto.

—Disculpen, pero debo hablarles a los dos sin demora —dije—. Es necesario echar a Fanny enseguida.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Johnny con un destello de burla en la mirada, que siempre estaba allí cuando él creía que yo estaba jugando a dueña de la casa.