—Debemos ser francos entre nosotros —continué—. Judith ha estado peor desde que llegó Fanny. No me sorprende; Fanny la alentaba a beber. Ahora esa mujer yace en su cama… ebria.
Justin había palidecido; Johnny lanzó una breve risa. Sin hacer caso de mi maridó, me dirigí a Justin.
—Debe irse enseguida. Tú debes decirle que se marche.
—Ciertamente que debe irse —replicó Justin.
—Ve ahora a su cuarto y lo verás tú mismo —insistí.
Así lo hizo y vio. A la mañana siguiente hizo llamar a Fanny, quien recibió órdenes de preparar sus maletas sin demora.
—Pero ¿acaso no se alegró de que Fanny hubiese sido despedida?
Judith guardó silencio. Luego estalló:
—Estás contra mí… todos ustedes lo están.
* * *
El tema del despido de Fanny se discutía en la cocina. Pude imaginarme la excitación y lo que se estaba diciendo alrededor de la mesa.
—¿Fue Fanny quien descarrió a su señoría, o al revés, qué opinan?
—Bueno, no es de extrañarse que su señoría beba un poquitín de vez en cuando… si se piensa en lo que tiene que soportar.
—¿Creen ustedes que la señorita Martin lo convenció?
—¿Ella? Bueno, es posible. Colijo que la hija del párroco puede ser tan ladina como cualquiera.
Judith estaba desolada. Había llegado a confiarse en Fanny. Hablando con ella, procuré convencerla de que reaccionara, pero siguió estando melancólica.
—Era mi amiga —decía Judith—. Por eso la echaron…
—Se la echó porque fue descubierta borracha.
—Querían quitarla de en medio porque sabía demasiado.
—¿Demasiado sobre qué? —pregunté con aspereza. —De mi marido y esa muchacha.
—No debes decir tales cosas… ni siquiera pensarlas. Son totalmente falsas.
—No son falsas. Hablé con Jane Carwillen… y ella me creyó.
—Entonces fuiste a verla…
—Sí, ¿acaso no me dijiste tú que lo hiciera? Me dijiste que ella pregunto por mí. Yo le dije cuánto deseaba él a esa muchacha… cuánto ansiaba no haberse casado conmigo. Y ella me creyó. Dijo que ojalá yo nunca me hubiera casado. Dijo que ojalá estuviésemos juntas como antes.
* * *
Una semana después de marcharse Fanny, Judith fue en busca de whisky con una vela encendida. No llegué al escenario hasta que el drama estuvo en su culminación, pero más tarde descubrí que Judith, después de buscar en vano las botellas que Fanny había guardado en su alacena y que habían sido retiradas al despedírsela, había dejado la vela encendida abandonada en la antigua pieza de Fanny. Una puerta abierta, una corriente de aire repentina y las cortinas se incendiaron.
Justin estaba habituado a salir solo a caballo. Yo había supuesto que en algunas ocasiones él quería estar a solas con sus intranquilos pensamientos. A menudo me preguntaba si, durante estos solitarios paseos, él haría planes descabellados que, siendo el hombre que era, sabía que jamás llegaría a ejecutar. Tal vez hallara algún alivio en planear siquiera, aunque supiese que esos planes jamás llegarían a nada.
Imaginaba yo que, al regresar de uno de esos paseos, y después de dejar a su caballo en el establo, él se dirigiría a la casa a pie, sin poder impedir que sus ojos se desviaran hacia la ventana del cuarto que ocupaba Mellyora.
Y esa noche vio salir humo de ese lado de la casa en que ella dormía, y fue muy natural entonces que corriese a la habitación de ella.
Más tarde me contó Mellyora que había despertado y sentido olor a humo; se había puesto su bata de noche y estaba investigando cuando de pronto se abrió la puerta y apareció Justin.
En un momento así, ¿cómo podían ocultar sus sentimientos? Justin debe de haberla abrazado, y Judith, que andaba errante en busca de su consuelo, los sorprendió así, como con tanta frecuencia había procurado encontrarlos; Mellyora en bata de noche, con la rubia cabellera suelta; Justin, con sus brazos en torno a ella, atrapados cuando evidenciaban ese cariño que Judith había anhelado tan apasionadamente.
Judith empezó a gritar y nos despertó a todos.
Pronto fue apagado el fuego. Ni siquiera fue necesario llamar a la brigada; sólo se dañaron las cortinas y parte de las paredes. Pero quedó hecho un daño más grande.
Jamás olvidaré aquella escena, con todos los sirvientes congregados en sus ropas de dormir, con el acre olor en nuestras fosas nasales… y Judith…
Debe de haber tenido una pequeña reserva propia, ya que evidentemente había estado bebiendo, pero estaba lo bastante sobria como para escoger el momento en que estuvimos todos presentes, para que todos supiésemos. Se puso a gritar:
—Esta vez te atrapé. No sabías que te vi. Estabas en la pieza de ella. La tenías abrazada… la besabas… Crees que yo no lo sabía. Todos lo saben. Esto viene ocurriendo desde que ella llegó aquí. Por eso la tenías aquí. Deseabas haberte casado con ella. Pero eso no importa ya. No permites que un pequeño inconveniente así se interponga en tu camino…
—Judith, has estado bebiendo —le advirtió Justin.
—Por supuesto que he estado bebiendo. ¿Qué otra cosa me queda? ¿No beberían ustedes si…? —Clavó en todos nosotros su mirada vidriosa, agitando los brazos—. ¿No lo harían ustedes… si su marido tuviese a su amante aquí en la casa… si buscara todas las excusas para alejarse de ustedes… para ir en busca de ella…?
—Debemos llevarla enseguida a su pieza —dijo Justin. Como me miraba de modo casi implorante, me acerqué a Judith y tomándola de un brazo, dije con firmeza:
—Judith, no estás bien. Has imaginado algo que no existe. Ven, déjame llevarte a tu habitación.
Ella se echó a reír de manera violenta, demoníaca. Se volvió hacia Mellyora, y por un instante pensé que la iba a atacar; rápidamente me coloqué entre las dos y dije:
—Señora Rolt, Lady Saint Larston está indispuesta. Por favor, ayúdeme a llevarla a su cuarto.
La señora Rolt tomó un brazo de Judith, yo el otro, y aunque Judith procuró zafarse, éramos demasiado fuertes para ella. Tuve un atisbo del rostro de Mellyora, que estaba consternada; en el de Justin vi dolor y vergüenza. Imaginé que en toda la historia del Abbas nunca se había visto semejante escena… cuyo elemento de escándalo consistía, por supuesto, en que tenía lugar a la vista de todos los criados. Vi a Johnny, cuya sonrisa era socarrona; le regocijaba la confusión de su hermano y al mismo tiempo le enorgullecía que yo, la doncella de compañía, fuese quien se había hecho cargo de la situación, la persona en quien Justin confiaba para ponerle fin lo antes posible.
Entre las dos, la señora Rolt y yo arrastramos a la histérica Judith a su habitación. Cerré la puerta y dije:,
—La pondremos en la cama, señora Rolt. —Así lo hicimos y la tapamos—. El doctor Hilliard le dio unos sedantes —continué—. Creo que ahora debería tomar uno.
Se lo di y, para sorpresa mía, ella lo aceptó con docilidad. Luego se echó a llorar débilmente.
—Si yo pudiera tener un hijo sería distinto —murmuraba—. Pero ¿cómo podría? Él nunca está conmigo. No se interesa por mí. Sólo ella le interesa. Nunca viene a mí. Se encierra en su cuarto. La puerta está cerrada con llave. ¿Por qué está cerrada con llave la puerta? Díganmelo. Porque él no quiere que yo sepa dónde está. Pero yo lo sé, está con ella.
La señora Rolt chasqueó la lengua y yo dije:
—Señora Rolt, temo que ella haya estado bebiendo.
—Pobrecilla —murmuró la señora Rolt—. ¿Acaso es de extrañar que lo haga?
Alcé las cejas, sugiriendo que no deseaba confidencias; la señora Rolt retrocedió de inmediato. Fríamente dije:
—En un momento se tranquilizará. No creo que haya necesidad de que se quede usted ahora, señora Rolt.
—Quisiera ayudar si puedo, señora.
—Ha sido usted de gran ayuda —repuse—. Pero no queda nada más por hacer. Me temo que Lady Saint Larston esté enferma… muy enferma.
La señora Rolt había bajado los ojos; supe que en ellos habría una expresión ladina, de quien está enterado.
* * *
Mellyora estaba acongojada.
—Kerensa, debes darte cuenta de que no puedo quedarme aquí. Tengo que irme.
Quedé pensativa, preguntándome cómo sería mi vida sin ella.
—Tiene que haber algo que podamos hacer…
—No lo puedo soportar. Todos los criados están murmurando sobre mí. Lo sé. Doll y Daisy charlan; cuando aparezco yo, callan. Y Haggety… me mira de otro modo, como si…
Yo, que conocía a Haggety, comprendí.
—Debo hallar algún modo de conservarte aquí, Mellyora. Despediré a Haggety. Despediré a todos los criados.
—Imposible. Además, de nada serviría. Constantemente hablan de nosotros. Y es falso, Kerensa. Di que crees que es falso.
—¿Qué tú y él son amantes? Me doy cuenta de que él te ama, Mellyora, y sé que tú siempre lo amaste.
—Pero ellos están sugiriendo que…
No pudo mirarme; yo me apresuré a decir:
—Sé que nunca harías nada de lo cual te avergonzaras… ni tampoco Justin.
—Gracias, Kerensa. Al menos tú lo crees.
Pero ¿de qué servía ser inocente cuando todos lo creían a uno culpable? De pronto Mellyora se volvió hacia mí.
—Eres lista. Dime qué hacer,
—Sé calma. Sé digna. Eres inocente. Por lo tanto, compórtate como si fueses inocente. Convence a todos…
—¿Cómo, después de aquella espantosa escena?
—No te aterres; Deja que las cosas se disipen. Quizá se me ocurra algo.
Pero ella estaba desesperada. No creía que yo ni nadie pudiesen ayudarla. Con voz queda dijo:
—Todo ha terminado ya. Debo irme de aquí.
—¿Y Carlyon, qué? Se apenará mucho. —Me olvidará, como lo hacen todos los niños. —Carlyon, no… Él no es como otros niños. Es tan sensible… Se afligirá por ti. ¿Y yo, además…?
—Nos escribiremos. Nos encontraremos de vez en cuando. Oh, Kerensa, este no es el final de nuestra amistad. Ella no terminará hasta que una de nosotras muera.
—No, jamás terminará —respondí con fervor—, Pero no debes desesperar… Algo sucederá, como siempre. Ya se me ocurrirá algo. Sabes que nunca fallo.
Pero ¿qué se me podía ocurrir? Nada había que pudiera yo hacer. ¡Pobre Mellyora, acongojada! ¡Pobre Justin! Yo estaba convencida de que ambos eran de los que aceptarían su destino, por insoportable que fuese. No eran de mi especie.
Mellyora estudió los periódicos. Escribió ofreciéndose para diversos puestos. A la hija de un párroco, con cierta experiencia como dama de compañía y como institutriz, no le resultaría difícil encontrar trabajo.
Todos los años llegaba un pequeño circo a Saint Larston; la carpa grande era instalada en un prado, a poca distancia de la aldea, y durante tres días oíamos flotar sobre las sendas campestres ruido de música y voces. Durante más o menos una semana, antes de la llegada del circo, y después por un tiempo, no se hablaba de otra cosa; y era una tradición que todos los sirvientes del Abbas tuviesen un medio día libre para visitar el circo.
El día anunciado, puntualmente, llegaron los furgones traqueteando por los senderos. Nunca me alegré tanto de esa distracción, que según yo esperaba, alejaría de Justin, Mellyora y Judith las conversaciones.
Pero esa mañana misma llegó una carta para Mellyora. Me llamó a su pieza para leérmela. Era una respuesta acerca de uno de los puestos que ella había solicitado… una carta reveladora, la llamé yo, que delataba el tipo de mujer que la había escrito. Estaba dispuesta a recibir a Mellyora, y si sus antecedentes y referencias eran aceptables, concederle una prueba. Habría en la casa tres niños, y al parecer Mellyora tendría por obligación ser su institutriz, su nodriza y su esclava. Haría todo esto por un salario insignificante; se le exigiría estar siempre en los cuartos infantiles; su juventud era un factor adverso, pero por un salario inferior al que la benevolente señora le habría pagado a una institutriz más experimentada, se le concedería una prueba, con tal de que la entrevista fuese satisfactoria.
—Haz pedazos esa carta —ordené.
—Pero, Kerensa, tengo que hacer algo —repuso ella—. No es peor que las otras.
—Esa mujer parece imposible. Una snob espantosa. Odiarías ese trabajo.
—Son todos iguales y voy a odiar todo… ¿Cuál es la diferencia entonces? Tengo que hacer algo, Kerensa, ya sabes que debo marcharme.
Mirándola, me di cuenta de lo mucho que iba a extrañarla. Era parte de mi vida en gran medida. No dejaría que se fuese.
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