—No te irás, Mellyora. No puedo dejarte ir. A decir verdad, no te dejaré.
Sonrió tristemente al responder:
—Te has habituado a dar órdenes, Kerensa. Pero yo he llegado al final. Tengo que irme. Desde aquella noche horrible, no puedo quedarme aquí. Esta mañana, cuando me encontré con Haggety en la escalera, me cerró el paso. Fue espantoso. Su modo de mirarme. Sus manos regordetas… Lo aparté de un empujón y escapé corriendo. Pero eso no terminó allí. Es lo mismo en todas partes. Tom Pengaster, que vino a la puerta de atrás buscando a Doll. Su modo de seguirme con la mirada. Vi a Reuben en el sendero. Se le movía la mandíbula como si se estuviese riendo… secretamente. ¿No te das cuenta?
Supe entonces cuan desesperada estaba Mellyora; supe que estaba decidida y que no me resultaría fácil evitar que se marchara.
Mellyora se iría de mi vida como se había ido Joe; y Mellyora era importante para mí.
—No puedes irte —dije, casi furiosa—. Tú y yo debemos estar juntas.
—Ya no, Kerensa. Tú te has convertido en una respetable mujer casada, mientras que yo…
Aún ahora recuerdo ese momento. El silencio en la habitación y el súbito rugir del león enjaulado al pasar por Saint Larston la cabalgata del circo.
Fue un momento de inquietud. La vida no estaba yendo hacia donde yo quería. No soportaba perder a Mellyora; ella era parte de mi vida; cada vez que estábamos juntas yo percibía el cambio en su posición y comparaba el pasado con el presente. No podía sentir otra cosa que satisfacción por la presencia de Mellyora; más al mismo tiempo deploraba su desdicha. Hasta ese momento yo no era del todo mala.
—Algo sucederá que impida esto —dije crispando los puños.
Algo iba a suceder. Yo estaba segura de mi poder para controlar nuestros destinos.
Mellyora sacudió la cabeza. Acongojada, aceptaba pasivamente el suyo.
* * *
Carlyon entró con Doll, que lo había llevado al extremo del sendero para ver la cabalgata del circo. Tenía los ojos brillantes, las mejillas escarlata. Nunca podía mirarlo sin maravillarme por su belleza.:
—Mamá, he visto los leones —dijo corriendo a mí y echando los brazos en torno a mis rodillas.
Lo levanté y apoyé mi mejilla en la suya, pensando: ¿Qué importa todo mientras lo tenga a él?
Pero no todo le iba bien; se apartó un poco para atisbar mi rostro ansiosamente.
—Mamá, vi un nelifante —dijo—. Dos nelifantes.
—Qué lindo, cariño.
Sacudió la cabeza. Cuando lo llevé al cuarto de juegos entendí. Fue derecho en busca de su juguete y se arrodilló junto a él; puso un dedo cauteloso encima de los negros botones y dijo:
—Tienes puestos los ojos, Nelly.
Dio un leve empujón al juguete, que rodó por el suelo hasta llegar a la pared. Entonces se volvió hacia mí, en tanto las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Nelly no es un verdadero elefante vivo —sollozó.
* * *
Mellyora había escrito pidiendo una entrevista. Yo estaba segura de que, si iba, obtendría el puesto, ya que su patrona en ciernes le pagaría menos de lo acostumbrado y se felicitaría por haber conseguido a la hija de un párroco.
Los criados parecían distraídos; podía oírlos continuamente susurrar y reír juntos. Hasta la señora Salt y su hija parecían excitadas. El circo traía forasteros al lugar, y tal vez hubiese para ellas una emoción adicional: que acaso el terrible señor Salt pudiera estar entre ellos. Haggety acompañaría a la señora Rolt; Doll iría con Tom Pengaster y tal vez permitirían a Daisy ir con ellos. El almuerzo sería servido media hora antes para que ellos pudieran hacer la limpieza y partir con tiempo.
Johnny había ido a Plymouth, según dijo, por cuestiones de la finca. Justin partió solo a caballo, inmediatamente después de la merienda. Yo siempre pasaba una parte de la tarde con Carlyon, de modo que Mellyora tenía algunas horas de libertad; y esa tarde, cuando la vi bajar con su traje de montar, supuse que se iba a encontrar con Justin.
Estaban muy tristes los dos, porque no habría muchas ocasiones en que pudieran estar juntos.
—Mellyora, espero que Justin te convenza de no irte —dije.
Ella se ruborizó; en esos instantes se la vio muy bella.
—Él sabe tan bien como yo que éste es el único modo —respondió.
Y apretó los labios con mucha fuerza, como si temiera que los sollozos contenidos se le escaparan mientras pasaba de prisa frente a mí.
Yo subí derecho al cuarto de juegos, donde encontré a Carlyon hablando sobre los animales. Yo había dicho a los criados qué no le mencionara que irían al circo, pues sabía que entonces él también querría ir y yo temía al circo, temía que él sufriese daño de algún modo. Había tantas personas poco limpias, que podrían contagiarle alguna enfermedad; podría perderse; se me ocurrían cien desgracias. "Tal vez el año que viene lo lleve yo misma", pensé.
Salimos al rosedal, donde la anciana Lady Saint Larston estaba sentada en una silla de ruedas; en los últimos meses había estado sufriendo de reumatismo y usaba esa silla con gran frecuencia. En el último año, más o menos, esa casa había experimentado muchos cambios. Se le iluminaron los ojos al ver a Carlyon, que fue directamente a ella y se puso de puntillas mientras ella se inclinaba trabajosamente para recibir sus besos.
Me senté en el asiento de madera, junto a su silla de ruedas, mientras Carlyon se tendía en la hierba, absorto en el avance de una hormiga que trepaba a una hoja de hierba.
Mientras él hablaba, mi suegra y yo conversábamos deshilvanadamente.
—Este malhadado circo —suspiró ella—. Ha sido igual durante años. Esta mañana mi agua caliente llegó cinco minutos tarde, y mi té estaba frío. Se lo dije a la señora Rolt y me contestó: "Es por el circo, mi señora." Recuerdo que siendo yo recién casada…
Se le perdió la voz, como sucedía con frecuencia cuando empezaba algún recuerdo y entonces callaba mientras revivía el pasado en sus pensamientos. Me pregunté si empezaba a fallarle la mente, tanto como el cuerpo.
—Es uno de los grandes días en la vida de ellos —comenté.
—La casa vacía… los criados… es totalmente imposible —dijo, temblándole la voz.
—Afortunadamente, sucede una sola vez por año.
—Se han ido todos… absolutamente todos… No hay un solo criado en la casa. Si viniera alguien…
—Nadie vendrá. Todos saben que es el día del circo.
—Kerensa, querida mía… Judith…
—Está descansando.
¡Descansando! Qué palabra significativa. La utilizábamos cuando queríamos sugerir que Judith no estaba del todo presentable. Cuando llegaban visitantes solíamos decir: "Está un poco indispuesta. Se encuentra descansando."
Su estado había mejorado desde la partida de Fanny; era cierto que bebía menos, pero había un ansia continua que parecía estar convirtiéndose en locura. Cuando su madre salía a los páramos y bailaba a la luz de la luna, ¿era porque estaba ebria? ¿Acaso, como había dicho Jane Carwillen, la bebida era el monstruo que obsesionaba a la familia Derrise?
Guardábamos silencio, cada una ocupada en distintos pensamientos. De pronto noté que Carlyon estaba estirado sobre la hierba; los sollozos sacudían su cuerpecito. Me le acerqué y lo levanté de inmediato, preguntándole:
—¿Qué pasa, cariño mío?
Se aferró a mí y tardó un poco en poder hablar.
—Es Nelly —repuso—. He sido malo…
Le aparté de la frente el espeso cabello y murmuré palabras cariñosas, pero no logré consolarlo.
—No me gustaba más porque no era un nelifante de veras.
—¿Y ahora te gusta otra vez?
—Es Nelly —repuso él.
—Pues ahora estará contenta si de nuevo te gusta —lo tranquilicé.
—Se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿Adónde?
—No lo sé.
—Pero, cariño, si se ha ido tú debes saber adónde. —Busqué por todas partes. Se fue porque yo le dije que no era un nelifante de veras.
—Está en el cuarto de juegos, esperándote. Sacudió la cabeza al responder: —Ya busqué.
—¿Y no estaba allí?
—Se marchó enseguida. No me gustaba más. Le dije que no era un nelifante de veras.
—Pues no lo es —repuse.
—Pero está llorando. Yo dije que no la quería más. Quería un nelifante de verdad.
—¿Y ahora lo quieres a él?
—Es mi Nelly, aunque no sea un nelifante de verdad. Quiero que Nelly vuelva y se ha ido.
Lo mecí en mis brazos, pensando: "¡Bendito sea su tierno corazón! Cree haber ofendido al pobre Nelly y quiere consolarlo."
—Iré a buscarlo —le dije—. Tú quédate aquí con abuela. Tal vez ella te deje contar sus cornalinas.
Uno de sus mayores placeres era examinar el collar de piedras que mi suegra lucía invariablemente durante el día; estaba compuesto de cornalinas pardo-doradas, talladas algo toscamente. Siempre habían fascinado a Carlyon.
Se animó ante esa perspectiva y lo puse en el regazo de mi suegra, quien sonrió porque contar las cornalinas era, estoy convencida, un placer tan grande para ella como para él; Solía hablarle del collar, de cómo su esposo se lo había regalado y la madre de él se lo había dado para su novia; era un collar de Saint Larston y las piedras mismas habían sido halladas en Cornualles.
Dejé a Carlyon grandemente consolado, escuchando la voz soñolienta de su abuela que le relataba la historia como tantas otras veces; él observaba el movimiento de sus labios, avisándole cuando ella usaba una palabra que no había empleado en anteriores ocasiones.
Ahora me digo que, tan pronto como entré en el Abbas, sentí un extraño presentimiento. Pero tal vez me lo haya imaginado después. Sin embargo, yo era muy susceptible a lo que llamaba los estados de ánimo de la casa. Esta era para mí algo vivo; siempre había sentido que mi destino estaba encerrado en ella. Ciertamente que lo estuvo aquella tarde.
Qué silencio… Toda la gente de la casa estaba ausente. Era muy poco habitual que no hubiese algunos criados presentes. Pero aquel era el día especial del año en que se acordaba que todos estuviesen ausentes.
Solamente Judith estaría acostada en su habitación, con el cabello revuelto, mostrando ya en la cara esa expresión vaga, sin forma, de los dipsomaníacos, los ojos algo extraviados y sanguinolentos. Me estremecí, aunque la tarde era cálida.
Ansiaba estar afuera, en el rosedal, con mi hijo. Sonreí al imaginarlo sentado en el regazo de Lady Saint Larston, con los ojos junto a las cornalinas, trazando quizá sus vetas con un dedo regordete.
¡Mi hijito querido! Estaba dispuesta a morir por él. Luego me reí de tal sentimiento. ¿Para qué le serviría yo muerta? Me necesitaba para hacer planes por él, para brindarle la vida que se merecía. ¿Acaso intuía ya en él cierta blandura, cierto sentimentalismo que tal vez hiciera que su corazón gobernara a su cabeza?
Qué feliz sería cuando yo le pusiese en los brazos su elefante de juguete. Juntos explicarían que él seguía queriéndolo, y que el hecho de que no fuese un verdadero elefante carecía de importancia.
Primero fui al cuarto infantil, pero el juguete no estaba allí. Esa mañana lo había visto con él. Sonreí recordando cómo lo arrastraba consigo, con aire afligido. ¡Pobre Nelly! Estaba en desgracia. ¿Cuándo lo había visto yo? Fue cuando Mellyora lo llevó a mi pieza, al salir ambos. Juntos habían ido por el corredor y bajado por la escalera principal.
Seguí esa dirección, conjeturando que, atraída su atención por otra cosa, había soltado la correa, dejando el juguete en alguna parte, al paso. Bajaría la escalera y saldría a uno de los jardines de adelante, donde él había jugado esa mañana.
Cuando llegué a lo alto de la escalera vi al elefante. Estaba caído en el segundo escalón desde arriba, y enganchado en él había un zapato. Me acerqué más. ¡Un zapato de tacón alto enganchado en la tela del elefante! ¿De quién era ese zapato?
Me incorporé sosteniendo en una mano el juguete, en la otra el zapato, y entonces vi un bulto al fondo de la escalera.
El corazón me latía como si me fuese a reventar en el cuerpo mientras bajaba corriendo los escalones. Al pie de la escalera yacía Judith.
—Judith —susurré arrodillándome a su lado. Estaba totalmente inmóvil. No respiraba; comprendí que estaba muerta.
Ahora parecía como si la casa me vigilara. Allí estaba yo, sola en ella… con la muerte. En una mano sostenía el zapato… en la otra, el elefante de juguete.
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