Podía verlo todo con suma claridad. El juguete caído en lo alto de la escalera; Judith que bajaba, levemente achispada, sin ver el juguete. Podía imaginármela pisándolo, su tacón enganchándose en la tela… perdiendo el equilibrio; la súbita caída por la gran escalera que yo una vez subiera tan orgullosa con mi rojo vestido de terciopelo… y abajo, la muerte.

Y esto porque mi hijo había dejado su juguete en los escalones… una trampa mortal, colocada inocentemente.

Cerré los ojos y pensé en las murmuraciones. En cierto modo, el niñito era responsable por la muerte de Judith… Era una historia como las que les encantaban, de las que persistían durante años.

Y él lo sabría, y aunque nadie pudiera decir que era culpa suya, saber que era responsable por la muerte de ella nublaría su felicidad.

¿Por qué iba a enturbiarse su luminoso futuro, sólo porque una mujer ebria había caído por la escalera y se había quebrado el cuello?

El gran silencio que reinaba en la casa era enervante. El tiempo parecía haberse detenido… se habían detenido los relojes y no se oía sonido alguno. Durante siglos, grandes acontecimientos habían tenido lugar entre aquellas paredes. Algo me decía que ahora me veía frente a una de esas ocasiones.

Luego el tiempo pareció reanudar su marcha. Oí el tic-tac del reloj de pared al arrodillarme junto a Judith. No cabían dudas de que estaba muerta.

Dejé el zapato en los peldaños, pero llevé el elefante de vuelta al cuarto de juegos y allí lo dejé. Nadie diría que Judith había muerto debido a la acción de mi hijo.

Luego salí de la casa corriendo lo más rápido que podía, en busca del doctor Hilliard.

CAPÍTULO 05

Muerte en el Abbas. Atmósfera silenciosa. Los postigos corridos para que no entrara el sol. Los criados yendo de un lado a otro lentamente, de puntillas, hablando en susurros.

En aquel dormitorio donde con tanta frecuencia yo la había peinado, Judith yacía en su ataúd. Los criados pasaban frente a la puerta cerrada de prisa, apartando la mirada. Me causaba una extraña emoción verla allí tendida, con el blanco gorro escarolado y el blanco camisón, aparentemente más en paz que nunca en su vida.

Justin se encerró en su cuarto; nadie lo veía. La señora Rolt le llevaba bandejas a su pieza, pero las volvía a traer todas de nuevo con la comida intacta. En su boca había una torva expresión. Colegí que en la cocina diría: "Le pesa la conciencia. ¡Pobre señora! ¿Acaso es de extrañarse?" Y todos asentirían, debido a su ley no escrita de que los muertos eran santificados.

Los acontecimientos de ese día resaltan con claridad en mi mente. Recuerdo que corrí por el camino bajo el ardiente sol, que encontré al doctor Hilliard dormido en su jardín, con un periódico en la cabeza para protegerse del sol; que le solté bruscamente que había habido un accidente, y que regresé con él al Abbas. La casa estaba todavía silenciosa; el zapato se hallaba caído junto á Judith, pero el elefante estaba en el cuarto de juegos. Permanecí allí, junto al médico, mientras él tocaba la pobre cara de Judith.

—Esto es terrible —murmuró—. Terrible. Había estado bebiendo —continuó después de mirar su zapato, en lo alto de la escalera.

Yo asentí con la cabeza. El doctor Hilliard se incorporó.

—Nada puedo hacer por ella —dijo.

—¿Habrá sido instantáneo? —pregunté.

—Creo que sí —repuso él, encogiéndose de hombros—. ¿Nadie la oyó caer?

Expliqué que todos los criados se encontraban en el circo. Era la única ocasión del año en que la casa estaba vacía.

—¿Dónde está Sir Justin?

—Lo ignoro. Mi marido fue a Plymouth por asuntos de la finca, y Lady Saint Larston está en el jardín, con mi hijo.

Después de asentir con la cabeza, comentó:

—Parece usted alterada, señora Saint Larston.

—Fue una fuerte impresión.

—Exacto. Bueno, debemos tratar de comunicarnos con Sir Justin lo antes posible. ¿Dónde puede estar a esta hora del día?

Yo sabía dónde estaba Justin… con Mellyora; y entonces el miedo me atacó por primera vez. Ahora él estaba libre… libre para casarse con Mellyora. En un año —que sería un período respetable— se casarían. Tal vez en otro año más tendrían un hijo. Tan absorta había estado en tomar medidas para que el juguete de Carlyon no apareciese involucrado en el accidente, que no me había dado cuenta de que lo que yo temía podía suceder, al fin y al cabo.

El doctor Hilliard hablaba, dándome instrucciones; pero yo me limité a permanecer inmóvil y era como si toda la casa se burlara de mí.

* * *

Ese día, más tarde, los padres de Judith llegaron al Abbas. Su madre se parecía mucho a Judith; escultural, con los mismos ojos torturados. En esa ocasión eran torturados en verdad.

Fue al cuarto donde yacía Judith en su lecho, pues aún no le habían preparado el ataúd. Oí sus violentos sollozos y sus reproches.

—¿Qué le han hecho ustedes a mi hija? ¿Por qué permití que viniese a esta casa?

Los criados oyeron. En la escalera me encontré con la señora Rolt, que bajó los ojos para que yo no viese en ellos la excitación. Esa era una situación que encantaba a los sirvientes. Escándalo en altas esferas. Cuando hablaban de la muerte de Judith, hablarían también de su desdicha y de aquella última escena, cuando había delatado ante todos ellos sus celos de Mellyora.

* * *

Jane Carwillen llegó al Abbas, habiendo logrado que un caballerizo de Derrise la trajese. Doll, que la recibió, procuró impedirle entrar en la casa, pero ella hizo a un lado a la muchacha y exclamó:

—¿Dónde está mi joven señora? Llévenme hasta ella.

Al oír la conmoción, bajé al salón. Tan pronto como vi a la mujer, dije:

—Venga conmigo; la llevaré hasta ella.

Y abrí la marcha hacia el recinto donde yacía Judith en su ataúd.

Deteniéndose junto a él, Jane Carwillen contempló a

Judith. No lloraba, no hablaba, pero vi la congoja en su rostro, y supe que por su mente pasaban cien pequeños incidentes de la infancia de Judith.

—Y era tan joven —dijo por fin—. ¿Por qué tuvo que pasar esto?

—Estas cosas ocurren —susurré con dulzura.

Se volvió hacia mí con vehemencia.

—No tenía por qué ocurrir. Ella era joven. Tenía toda la vida por delante.

Se apartó, y cuando juntas abandonábamos el cuarto mortuorio, nos encontramos con Justin. La mirada de odio que le lanzó Jane Carwillen me sobresaltó.

La señora Rolt, que aguardaba en la sala, miró ávidamente a Jane Carwillen.

—Pensaba que a la señorita Carwillen le gustaría beber un vaso de vino como consuelo —dijo.

—No hay consuelo que usted ni nadie pueda darme —replicó la anciana.

—Siempre hay consuelo en un pesar compartido —insistió la señora Rolt—. Ábranos su corazón… y nosotros le abriremos el nuestro.

¿Era aquel un mensaje? ¿Significaba acaso: queremos decirle algo que creemos que usted debería saber?

Quizá Jane pensara eso, pues accedió a ir a la cocina y beber un vaso de vino. Media hora más tarde, sabiendo que Jane no había salido de la casa, busqué una excusa para bajar a la cocina.

Supe que los criados estaban hablando a Jane de esa ocasión en que Judith había acusado a su esposo y a Mellyora de ser amantes. Por primera vez se estaba diciendo que la muerte de Judith no era un accidente.

En la pesquisa judicial, el veredicto fue "muerte accidental". Al parecer, Judith se había hallado en un estado de semi-embriaguez, por lo cual, perdiendo pie en la escalera, había caído y había muerto.

Di testimonio, ya que la había encontrado, explicando cómo había entrado en la casa buscando el juguete de mi hijo; entonces había visto a Judith inerte al pie de la escalera y su zapato en uno de los escalones más altos. Nadie dudó de mí, aunque yo temía que mi nerviosidad me delatase. Se presumió que yo estaba alterada, lo cual era natural.

Sir Justin parecía haber envejecido diez años. Me di cuenta de que se hacía reproches. En cuanto a Mellyora, semejaba un espectro. Yo sabía que detestaba encontrarse con cualquiera de los criados. Lo había olvidado todo en cuanto a la entrevista que iba a tener, y tan aturdida estaba por lo sucedido, que ni siquiera podía pensar con claridad. ¡Qué distinta de mí era ella! De haber estado en su lugar, me repetía yo, en ese momento habría estado alborozada, viendo claro el futuro ante mí. Me habría burlado de las habladurías de los criados. ¿Qué motivos había para preocuparse cuando una pronto sería el ama de la casa, con poder para despedir a cualquiera de ellos? Ellos debían saberlo y acomodarían su actitud en consecuencia. Pero por el momento, no sabían con certeza qué giro iban a tomar los acontecimientos.

Pero tal vez yo fuese una de las personas más intranquilas de la casa. Estaba en juego el futuro de mi hijo, que ahora lo era todo para mí. No me gustaba observar mi propia vida con demasiada atención. Mi matrimonio no era satisfactorio, y en algunas ocasiones Johnny me desagradaba. Yo quería hijos; esa era la única razón por la cual lo toleraba. No lo amaba; jamás lo había amado; pero había entre nosotros un vínculo de sensualidad que oficiaba de amor. Con frecuencia había soñado en un amor que me daría todo lo que deseaba de la vida, y más especialmente entonces. Quería yo un marido a quien pudiese recurrir, que me consolara y que hiciese mi vida digna de vivirse aunque mis ambiciosos planes quedasen frustrados. Nunca me había sentido tan sola como en ese momento, porque había visto cómo, mediante un solo golpe del destino, los sueños podían ser destruidos. Me había sentido poderosa, capaz de obligar al destino a darme lo que yo quería; pero ¿acaso abuelita no me había dicho, una vez tras otra, que el destino era más poderoso que yo? Me sentía débil e indefensa, y sintiéndome así quería un brazo fuerte a mi alrededor. Pensaba cada vez más en Kim. Aquella noche en el bosque había sido importante en más de una manera. Había decidido mi futuro tanto como el de Joe.

A mi modo extraño y tortuoso, estaba enamorada de Kim, tal vez enamorada de una imagen; pero porque mis deseos siempre llegaban hondo, porque cuando quería algo lo quería apasionada y sinceramente, sabía que así era como debía amar a un hombre: profunda, apasionadamente. Y aquella noche, cuando era tan joven e inexperta que no comprendía plenamente mis sentimientos, había elegido a Kim, y luego había seguido construyendo su imagen. En el fondo de mis pensamientos estaba la creencia de que algún día Kim volvería, y que volvería por mí.

Y ahora, porque creía que podía perder todo lo que había querido para Carlyon, deseaba tener a mi lado un hombre fuerte que me consolara; me entristecía saber que ese hombre no era mi marido y que este matrimonio mío era un sórdido negociado… un matrimonio sin amor, un matrimonio entre un deseo tan feroz, por un lado, que había forzado este paso, y por el otro lado un deseo igualmente feroz pero, en mi caso, de poder y posición.

Aguardaba inquieta lo que iba a suceder; y entonces empecé a advertir que el destino me ofrecía otra oportunidad.

Habían comenzado los rumores.

Me di cuenta de esto cuando por casualidad oí un comentario hecho desde la cocina. La señora Rolt tenía una voz penetrante.

—Hay una ley para los ricos y otra para los pobres. Muerte accidental. Accidental… qué les parece. ¿Y dónde estaba él? ¿Y ella, dónde estaba? Bessie Culturther los vio, sí… caminando por el bosque de Trecannon… los caballos atados… iban tomados de la mano. Eso fue días antes. ¿Acaso hacían planes? ¿Y dónde estaban ellos cuando su señoría tuvo su muerte accidental? En fin, no conviene preguntar, ¿verdad?, porque son gente de alcurnia.

Rumores… Habladurías… Irían en aumento.

* * *

Así fue. Hubo habladurías, habladurías interminables. Todo era demasiado casual, decían las murmuraciones. Los acontecimientos no podían desarrollarse de modo tan simple. ¡Justin enamorado de Mellyora! ¡Mellyora a punto de marcharse! ¡La muerte repentina de la única persona que se interponía entre ambos! ¿Era natural suponer que Lady Saint Larston había tenido un accidente, precisamente en el momento adecuado para impedir que su marido perdiese a su amante?

¡Cuán generoso podía ser el destino para ciertas personas! Pero ¿por qué tenía que ser así? ¿Acaso el destino decía: "Ah, pero éste es Sir Justin y hay que darle lo que quiera"? El destino debía dar un empujoncito a los acontecimientos para que todo le saliera bien a Sir Justin Saint Larston. ¿Un empujoncito? ¡Sí que eran palabras bien elegidas!