¿Dónde había estado Sir Justin en el momento en que su esposa caía por las escaleras? En la pesquisa judicial había explicado que estaba entrenando a uno de sus caballos.

No preguntaron a Mellyora dónde había estado ella. De haberlo hecho, ella habría tenido que responder que también había estado entrenando a un caballo. Podía imaginarme la mesa grande en las habitaciones de los criados; estarían sentados alrededor de ella como si fueran detectives, reuniendo las piezas de la historia.

La hora había sido ingeniosamente elegida; la casa estaba en silencio, los criados en el circo, el señor Johnny ausente por negocios; la señora Saint Larston con su hijo y la anciana dama en el jardín. ¿Acaso Sir Justin había regresado a la casa? ¿Había conducido a su esposa por el corredor hasta lo alto de la escalera y la había arrojado abajo?

Los criados lo decían; lo decían en la aldea. En la pequeña oficina de correos, la señorita Penset sabía que la señorita Martin había estado escribiendo cartas a direcciones de diversas partes del país; y teniendo en cuenta aquella escenita, cuando una habitación del Abbas se había incendiado y la señorita Martin había sido vista en ropa de dormir con Sir Justin, y la pobre señora Judith había dicho simplemente lo que pensaba, no quedaban dudas de en qué había insistido su señoría. La señorita Penset habría oído el relato de esa escena desde varias partes. Siempre estaban la señora Rolt y la señora Salt, así como el señor Haggety, que se inclinaba sobre el mostrador y contemplaba el pecho de la señorita Penset bajo su corpiño de bombasí, sonriendo con aire entendido para sugerir que ella era una hermosa mujer. Ella podía extraer cualquier secreto a un hombre que la admiraba tanto como el señor Haggety. Luego estaba Doll, que nunca era muy discreta, y Daisy, a quien le parecía tan ingenioso imitar a Doll. ¿Y acaso el cartero no le había dicho que había llevado a la señorita Martin una carta cuyo matasellos indicaba que provenía de una de las direcciones donde ella había escrito?

La señorita Penset tenía el dedo sobre el pulso de la aldea; se daba cuenta de que una muchacha estaba embarazada aún antes de que esta misma lo supiese. Todos los dramas de la vida de la aldea eran para ella de sumo interés, y como administradora de correos estaba en una situación especial para percibirlos.

Por eso yo sabía que, en la oficina de correos, la gente hablaba con la señorita Penset; cuando yo entraba allí se hacía el silencio. Se me miraba con más simpatía que antes. Tal vez yo fuera una advenediza, pero al menos no era perversa, como ciertas personas. Además, mis asuntos habían pasado a ser ahora" de importancia secundaria.

* * *

Era el día del funeral. Llegaban flores sin cesar, y el olor a lirios impregnaba toda la casa. Parecía el olor a muerte.

Todos temíamos la dura prueba. Cuando me puse mi toca, la cara que vi en el espejo casi no parecía la mía. El negro no me sentaba bien; me había dividido el cabello al medio, lucía un pesado rodete en la nuca, largos aros de jade en las orejas y un collar de jade alrededor del cuello.

Mis ojos parecían enormes; mi rostro, más delgado y más pálido. Había estado durmiendo mal desde la muerte de Judith, teniendo sueños cuando lograba dormir. Soñaba constantemente con la plataforma de contratación en la feria de Trelinket, y con Mellyora que se acercaba y me tomaba la mano. Una vez soñé que, al mirarme los pies, vi que tenía pezuñas hendidas.

Con su negro sombrero de copa y su negra chaqueta, Johnny tenía un aspecto más digno que de costumbre. Entró y se detuvo a mi lado, junto al espejo.

—Se te ve… regia —dijo, e inclinándose, para no moverme la toca, me besó la punta de la nariz. De pronto rió diciendo—: Por Dios, cómo se habla en la vecindad…

Me estremecí; odiaba su aire de complacencia. Él continuó:

—Siempre se le ha mostrado como un ejemplo… mi bendito hermano. ¿Sabes cómo lo llaman ahora? —No quiero saberlo. Elevó las cejas.

—Eso no es muy propio de ti, mi dulce esposa. Habitualmente te gusta inmiscuirte en todo. Sólo puede haber una razón para que no quieras que te lo diga. Que ya lo sabes. Sí, amor mío, están diciendo que mi santo hermano asesinó a su esposa.

—Espero que les hayas dicho cuan absurdo era eso.

—¿Crees acaso que mis palabras habrían tenido algún peso?

—¿Quién dice tal cosa? ¿La administradora de correos? ¿Propagadores de escándalos como ella?

—No tengo dudas de que la respuesta para eso es "sí". Esa vieja arpía repetiría cualquier escándalo en el cual pudiera meter su lengua sucia. Eso es previsible. Pero es en lugares más elevados. A mi hermano le costará salir de esta situación.

—Pero todos sabían que ella bebía.

—Todos sabían que él quería deshacerse de ella.

—Pero si era su esposa…

Repitió burlonamente mis palabras. Luego agregó:

—¿Qué le ha dado a mi pequeña esposa, tan avispada? Vamos, Kerensa, ¿qué opinas?

—Que él es inocente.

—Tu espíritu es puro. Eres la única que piensa eso.

—Pero el veredicto…

—Muerte accidental. Eso abarca muchas cosas. Puedo decirte esto: nadie olvidará jamás, y cuando Justin se case con Mellyora Martin, como lo hará después de un intervalo respetable, ese rumor persistirá. Sabes cómo es en estas regiones. Las historias se trasmiten de generación en generación. Allí estará esta para siempre… como un esqueleto en la alacena, y nadie sabrá jamás con certeza cuándo alguna persona traviesa abrirá la puerta de esa alacena.

Tenía razón. Yo debía decir la verdad. Debía explicar que Judith había tropezado con el elefante, que yo lo había visto, que no había querido que mi hijo fuese culpado.

Me estremecí. No había dicho la verdad en la pesquisa judicial. ¿Cómo podía presentarme ahora? Y sin embargo, ¿cómo podía no hacerlo, cuando su propio hermano creía que Justin bien podía ser un asesino?

Sentándose en el borde de la cama, Johnny examinó las puntas de sus botas.

—No veo cómo podrán casarse jamás —declaró—. El único modo de eliminar este rumor es que no lo hagan.

Cómo brillaron mis ojos… de un modo inhumano. Si ellos no se casaban… si Justin nunca se casaba… no podría haber ninguna amenaza para el futuro de Carlyon.

La campana de la iglesia empezó a doblar.

—Es hora de que partamos —dijo Johnny, y me tomó de la mano—. ¡Qué fría estás! Anímate. No es mi funeral.

Lo odiaba. No le importaban los pesares de su hermano. Sólo se mostraba relamido y complaciente porque ya no podía salir perjudicado en la comparación, porque ya nadie volvería a mostrar a Justin como un ejemplo.

Me pregunté con qué clase de hombre me había casado… y esa pregunta fue reemplazada de inmediato por otra, más inquietante: ¿Qué clase de mujer era yo?

* * *

La prueba fue más dura todavía de lo que habíamos temido. No sólo la aldea de Saint Larston, sino toda la vecindad, a kilómetros a la redonda, parecía haber acudido a ver las exequias de Judith.

En la iglesia, el calor era sofocante; el olor a lirios era abrumador y el reverendo John Hemphill parecía dispuesto a no terminar nunca.

Justin, con su madre y los padres de Judith, estaba sentado en el primero de los bancos de Saint Larston; Johnny y yo en la segunda fila. Yo miraba con fijeza los hombros de Justin, preguntándome qué haría él. No soportaba mirar el ataúd, cargado de flores y puesto sobre trípodes; no podía mantener la atención fija en lo que decía el reverendo Hemphill; sólo podía contemplar el banco del rectorado, donde estaban sentadas ahora la señora Hemphill y sus tres hijas, y pensar en cuando estaba sentada allí con Mellyora, y en lo orgullosa que estaba porque ella me había dado un vestido de guinga y un sombrero de paja para ponerme.

Mi mente no cesaba de volver al pasado, recordándome todo lo que Mellyora había hecho por mí.

La ceremonia ya había concluido; ahora iríamos a la bóveda del cementerio. El reverendo John Hemphill bajaba del pulpito. ¡Oh, ese fúnebre olor!

Entonces vi a Jane Carwillen. Fue una visión extraordinaria… esa anciana, que casi doblada por la mitad, se acercaba lentamente al ataúd. Todos permanecíamos tan inmóviles que el golpeteo de su bastón en el pasillo repercutió en toda la iglesia. Todos quedaron tan sorprendidos, que nadie intentó detenerla.

Se detuvo junto al ataúd; luego alzó su bastón y con él señaló los bancos de Saint Larston,

—Mi pequeña señora se ha ido —dijo con voz queda; después, alzándola—: Maldigo a quienes le hicieron daño.

La señora Hemphill, siempre eficiente esposa del párroco, abandonó velozmente su banco y tomó de un brazo a Jane. Oí su voz calma, cortante:

—Vamos, venga conmigo. Sabemos cuán alterada está usted…

Pero Jane había ido a la iglesia a efectuar una protesta pública y no fue tan fácil sacarla de allí. Durante algunos segundos se quedó, mirando fijamente los bancos de Saint Larston. Luego sacudió su bastón, amenazante.

Mientras la señora Hemphill la conducía al fondo de la iglesia se oían sus fuertes sollozos; vi que la madre de Judith hundía la cara en las manos.

—Por qué la dejé casarse…

Sus palabras deben de haber sido audibles para muchos; en ese momento pareció que todos aguardaban una señal del cielo, alguna acusación desde las alturas, alguna violencia contra aquellos a quienes se creía los asesinos de Judith.

El padre de Judith puso un brazo en torno a su esposa; Justin salía de su banco cuando detrás de mí, donde estaban sentados los sirvientes del Abbas, hubo otro disturbio. Oí decir:

—Se ha desmayado.

Supe quién era antes de volverme. Fui yo quien acudió a ella; fui yo quien le aflojó el cuello de la blusa. Yacía allí., en el piso de la iglesia, con el sombrero caído, sus claras pestañas quietas sobre la pálida piel.

Quise clamar: "Mellyora, yo no olvido. Pero está Carlyon…"

Los criados aguardaban. Yo sabía lo que significaban sus expresiones.

¡Culpable en un sitio sagrado!

* * *

De vuelta en el Abbas. ¡Gracias al Cielo que las campanas habían cesado en su lúgubre doblar! ¡Gracias al Cielo que los postigos estaban abiertos, dejando entrar la luz!

Bebimos jerez y comimos lo que se había preparado para el funeral. Justin estaba sereno y distante. Ya estaba recobrando su serenidad. Pero qué desdichado parecía… acongojado, tal como debía verse a un esposo afligido.

La madre de Judith había sido llevada a su casa. Se temía que, si se quedaba, hubiese una escena de histeria. Procurábamos hablar de cualquier cosa, menos del funeral. Los aumentos de precios; la situación del gobierno; las virtudes del joven Disraeli; los defectos de Peel y Gladstone. Algunos problemas eran más específicamente nuestros. ¿Cerraría realmente la mina Fedder, y qué efecto tendría esto sobre la comunidad?

Yo era la anfitriona. De haber estado allí Judith, igual lo habría sido, yo, pero ahora se me aceptaba como tal, y así sería hasta que Justin tuviese una esposa.

¡Pero Justin jamás debía tener esposa!

Por fin había hecho frente a mi decisión íntima. Justin jamás debía tener un hijo legítimo, y para tenerlo debía tener esposa.

Justin nunca debía tener un hijo que pudiera ocupar el sitio de Carlyon.

Pero se casaría con Mellyora. ¿Podría hacerlo? Solamente si estaban dispuestos a enfrentar un escándalo perpetuo. ¿Le haría frente Justin?

Tan pronto como pude, fui al cuarto de Mellyora, que estaba en la semioscuridad, ya que nadie le había levantado los postigos. Tenía suelta la rubia cabellera y estaba tendida en la cama, con aire juvenil y desvalido, recordándome tanto los días de nuestra niñez.

—Oh, Mellyora —dije, y se me quebró la voz.. Me tendió una mano; yo la tomé, sintiéndome como Judas.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Es el fin —repuso ella.

Sentí odio hacia mí misma.

—Pero ¿por qué? —susurré—. Ahora… son ustedes libres.

—¿Libres? —rió amargamente—. Nunca hemos sido menos libres.

—Eso es ridículo. Ella ya no se interpone entre ustedes. Podemos hablar con franqueza, Mellyora.

—Nunca ella se interpuso con más firmeza entre nosotros.

—Pero se ha ido.

—Tú sabes lo que están diciendo…

—Que él la mató… tal vez con tu ayuda. Apoyándose en los codos, se incorporó a medias; tenía la mirada extraviada.