—¡Cómo se atreven! Cómo pueden decir tales cosas de Justin.

—Al parecer, ella murió en ese momento preciso en que…

—No lo digas, Kerensa. Tú no crees eso.

—Por supuesto que no. Sé que él nada tuvo que ver con lo sucedido.

—Sabía que podía confiar en ti.

"Oh, no, Mellyora, no digas eso", quise gritar; por un momento no pude hablar, temerosa de que si lo hacía, iba a soltar la verdad.

—Ya hemos conversado —prosiguió ella—. Es el fin, Kerensa. Los dos lo sabemos.

—Pero…

—Debes comprender. No podría casarme con él. ¿No te das cuenta? Eso lo confirmaría todo… al menos eso pensarían todos. Sólo hay una manera de probar que Justin es inocente.

—¿Te irás? —pregunté.

—Él no quiere dejarme ir. Quiere que me quede aquí, contigo. Dice que tú eres fuerte y eres mi amiga. Confía en que tú me cuides.

Hundí la cara en las manos. No podía ocultar la mueca de desprecio que asomaba a mi boca. Me despreciaba a mí misma y ella no debía saberlo. Ella, que antes me había conocido tan bien, podría conocerme ahora.

—Dice que la vida sería demasiado difícil para mí… lejos de aquí. Dice que sabe qué existencia desdichada puede llevar una institutriz o una dama de compañía. Quiere que me quede aquí… para cuidar a Carlyon como lo estoy haciendo ahora… para conservarte como amiga.

—¿Y con el tiempo… cuando todos hayan olvidado… se casará contigo?

—Oh, no, Kerensa. Nunca nos casaremos. Él se marchará.

—¡Justin se marchará! —exclamé con cierta alegría en la voz. Justin renunciando a sus derechos, dejándonos el campo libre a mí y a mi gente.

—Es el único modo. Él cree que es lo mejor. Se irá al Oriente… China e India.

—No es posible que lo diga de veras.

—Así es, Kerensa. No soporta quedarse aquí y que debamos permanecer alejados. Sin embargo, no se casaría conmigo para tolerar los insultos que se lanzarían contra mí, él lo sabe. Quiere que me —quede contigo… y con el tiempo tal vez…

—¿Irás a reunirte con él?

—Quién sabe.

—¿Y está decidido a hacer esto? No puede decirlo de veras. Cambiará de idea.

—Sólo hay una cosa que podría hacerle cambiar de idea, Kerensa.

—¿A qué te refieres?

—Si se pudiese probar algo. Si alguien hubiese visto… Pero sabemos que nadie vio nada. Ya ves, no hay modo de probar que somos inocentes, salvo este solo… alejándonos uno del otro, renunciando a aquello por lo cual ellos creen que cometimos este crimen.

Ahora era el momento. Debía confesarle todo. Judith tropezó con el juguete de Carlyon, que lo había dejado allí, en el escalón más alto. Ella no lo vio. Lo sucedido era obvio, porque su zapato quedó enganchado en la tela. Me llevé el juguete porque no quería que la acción de Carlyon hubiese causado la muerte de Judith. No quería que ninguna sombra alcanzase a mi hijo. Pero había una nueva disyuntiva.

Yo podía exculpar a Justin y Mellyora; ellos podían casarse, podían tener un hijo.

No, yo no podía hacer eso. El Abbas era para Carlyon. Sir Carlyon. Qué orgullosa estaría yo cuando el título fuera suyo. Me había casado sin amor; había luchado con ahínco por lo que ansiaba; había soportado muchas cosas. ¿Acaso iba a renunciar a todo por el bien de Mellyora?

Tenía cariño a Mellyora. Pero ¿qué clase de amor era el de ella y Justin? De haber estado yo en el lugar de Mellyora, ¿habría permitido que mi amante se marchara? ¿Habría amado a un hombre que podía aceptar la derrota con tanta facilidad?

No, un amor como el de ellos no valía el sacrificio.

Yo debía seguir recordándome eso.

Si ellos se hubieran amado realmente, habrían estado listos para hacer frente a cualquier cosa el uno por el otro.

Yo estaba luchando por el futuro de mi hijo y nada debía interponerse en el camino.

CAPÍTULO 06

Se pueden olvidar los episodios desagradables de la vida durante días, semanas, meses tal vez, y luego ocurre algún incidente que los revive en toda su inquietante claridad. Yo era la clase de persona que buscaba excusas por mis pecados, que podía obligarme a ver las excusas como verdad. Me estaba volviendo cada vez más esa clase de persona. Pero la verdad es como un espectro que lo persigue a uno durante toda su vida, y que aparece repentinamente cuando uno está descuidado, para perturbarlo, para recordarle que no importa cuántas envolturas agradablemente coloreadas se pongan sobre la verdad, un solo ademán brusco puede arrancarlas en un instante.

Allí estaba yo, sentada a mi escritorio, planeando la cena festiva de esa noche. Vendrían los Fedder. Tenían negocios que discutir con Johnny. Aunque nada complacido, Johnny había tenido que invitarlos. Yo sabía muy bien que Johnny y los negocios no se avenían muy bien.

Era innegable el hecho de que los asuntos de la finca no eran tan hábilmente administrados como antes, cuando Justin estaba en el Abbas. Yo sabía que Johnny, si recibía cartas que le resultaban desagradables, las arrojaba en un cajón y procuraba olvidarse de ellas. Hubo quejas de diversas procedencias. Los agricultores decían que en la época de Sir Justin se había hecho esto y aquello, que ahora se descuidaba. Quedaban sin hacer reparaciones de cabañas que debían hacerse; y la circunstancia de que Johnny estuviese dispuesto a prometer cualquier cosa que le pidieran no ayudaba en nada, puesto que no tenía ninguna intención de cumplir sus promesas. Al principio había sido muy popular; ahora todos sabían que no podían confiar en él.

Dos años hacía desde la partida de Justin. Ahora estaba en Italia y pocas veces escribía. Yo siempre esperaba que un día llegase una carta para Mellyora, pidiéndole que se reuniera con él.

Cuando se ha perjudicado profundamente a alguien, los propios sentimientos hacia esa persona cambian. Había momentos en que casi odiaba a Mellyora; en realidad me odiaba a mí misma, pero como para una persona de mi carácter siempre es difícil hacer eso, la única salida es odiar a quien ha hecho que uno se odie a sí mismo. Cuando me dominaban esos estados de ánimo, procuraba ser más dulce con ella. Sería nodriza e institutriz de Carlyon hasta que éste tuviese edad para ir a la escuela, pero yo había insistido en que se la tratara como a un miembro de la familia, comiendo con nosotros y hasta viniendo a las cenas festivas; la gente la conocía como la señorita Martin, hija del difunto párroco, antes que como la institutriz y niñera del Abbas. Yo había enseñado a Carlyon a llamarla tía Mellyora. En ocasiones, poco era lo que yo no habría hecho por Mellyora.

Mellyora había cambiado; parecía mayor, estaba más silenciosa. Era extraño, pero a medida que yo me tornaba más llamativa ella parecía volverse más descolorida. Usaba su hermoso cabello» rubio en lisas trenzas alrededor de la cabeza; yo llevaba el mío enroscado en alto, primorosamente, para que no perdiera ni un poco de su belleza. Ella vestía de gris y de negro, que sentaban bien a su piel clara, pero tan modestos. Yo pocas veces usaba negro; no me sentaba bien, y cuando lo hacía, siempre me lo ponía con un toque de vivo color; escarlata o mi verde jade favorito. Tenía vestidos de noche de gasa escarlata y seda verde jade; a veces usaba lavanda y una combinación de azul oscuro dominado por rosado.

Ahora yo era la señora del Abbas; no había nadie que se interpusiese en mi camino, y en los dos años transcurridos desde la partida de Justin había estabilizado mi posición. El desafecto de Justin me había ayudado considerablemente. Casi estaba convencida de que Haggety y la señora Rolt olvidaban durante largos períodos que yo no había nacido ni me había criado para la función que desempeñaba tan perfectamente.

Lady Saint Larston había muerto tranquilamente el año anterior, mientras dormía, por lo cual había tenido lugar otro funeral en el Abbas. Pero ¡qué distinto fue del de Judith! Serena, silenciosa y convencionalmente, tal como había vivido su vida, la dejó la anciana dama.

Y desde su muerte, mi posición se había tornado más segura todavía.

Alguien llamó a la puerta.

—Entre —dije con el tono adecuado de autoridad, ni arrogante ni condescendiente, dando simplemente una orden con naturalidad. Entraron la señora Rolt y la señora Salt.

—Oh, señora, es por la cena de esta noche —dijo la señora Salt.

—Estuve pensando en ella —dije.

Las miré, consciente de mí misma: la blanca mano sobre la mesa, sosteniendo levemente el lapicero; mi anillo de bodas con la esmeralda cuadrada, el que era un anillo de Saint Larston y Lady Saint Larston me había dado después de partir Justin. Mis pies en blancas chinelas de cuero asomando bajo la falda de mi vestido de noche, que estaba adornado con cintas de raso; mi cabello en un rodete encima de la cabeza… simple y elegantemente ataviada con las ropas matinales de una gran dama.

—Una sopa clara para empezar, señora Salt. Después creo, lenguado con una salsa que dejaré a su criterio. Perdiz o pollo… y la carne asada. Debe ser una comida simple porque, según tengo entendido por la señora Fedder, la digestión está dando algunas molestias al señor Fedder.

—No es de extrañarse, señora —dijo la señora Rolt—. Es por todo lo que se dice acerca de la mina. Aunque no creo que los Fedder tengan mucho motivo para preocuparse… Colijo que deben de haber estado preparándose para este momento. Pero ¿sabe usted, señora, si es verdad que la mina cerrará?

—No he oído nada —repuse con calma, antes de volverme hacia la señora Salt—. Un soufflé, creo, y además torta de manzana con crema.

—Muy bien, señora —dijo la señora Salt.

—Y Haggety estaba pensando en los vinos, señora —intervino la señora Rolt.

—Debe ver al señor Saint Larston con respecto a los vinos —repliqué.

—Bueno, señora, es que… —empezó a decir la señora Rolt.

Incliné la cabeza. Esta era una de esas mañanas en que ambas se estaban volviendo demasiado parlanchinas. En casi todas las ocasiones yo podía someterlas completamente.

Con altanería incliné la cabeza y tomé mi lapicero. Ellas cambiaron miradas, y salieron murmurando:

—¡Gracias, señora!

Las oí hablar en voz baja, cuchicheando al cerrarse la puerta. Arrugué el entrecejo. Era como si sus dedos inquisitivos hubiesen abierto la puerta de una alacena que yo prefería mantener cerrada. ¿Era lo que Johnny había dicho una vez sobre esqueletos en alacenas? ¿Los de Justin y Mellyora? En fin, yo estaba dispuesta a admitir que también tenía mis esqueletos.

Procuré alejar el recuerdo de aquellos dos antiguos rostros maliciosos, mientras tomaba mi lapicero y empezaba a revisar las cuentas del mes anterior, que Haggety había puesto sobre mi escritorio pocos días atrás, de acuerdo con mis órdenes.

De nuevo llamaron a la puerta.

—¡Entre!

Esta vez era Haggety en persona.

¡Malditos recuerdos! Pensé en su pie tocando el mío bajo la mesa. Aquella lucecita en su mirada que significaba: "Debemos entendernos mutuamente. Rindo homenaje verbal a la señora Rolt, pero eres tú la que me gusta en realidad."

Cuando recordaba lo odiaba; y debía obligarme a considerarlo simplemente como el mayordomo, muy eficiente si se cerraban los ojos a sus defectos: demasiadas libertades con las criadas, ciertos sobornos de los proveedores, un pequeño ajuste de cuentas para que saliesen en su favor. La clase de fallas que se podrían tener con cualquier mayordomo.

—¿Y bien Haggety? —Seguí escribiendo, tan sólo porque había recordado.

—Ejem, señora… ejem… —tosió él.

Entonces tuve que alzar la vista. En su rostro no había insolencia, tan sólo turbación. Aguardé pacientemente. —Se trata del vino, señora.

—Para esta noche, sí. Debe usted ver al señor Saint

Larston a ese respecto.,

—Ejem… señora. Es que tendremos apenas lo suficiente para esta noche y después…

Lo miré con asombro.

—¿Por qué no se ha ocupado usted de que la bodega esté bien provista?

—Señora. El mercader, señora… reclama el pago.

Sentí un leve rubor en las mejillas.

—Esto es extraordinario —dije.

—No, señora. Hay una cuantiosa suma pendiente… y…

—Mejor será que me deje ver la cuenta, Haggety.

Una sonrisa de alivio pasó por su cara.

—Bien, señora, he anticipado ese pedido, podría decirse. Aquí está… Si la paga usted, señora, no habrá problemas, se lo aseguro.

Sin mirar el estado de cuentas que me ofrecía, dije:

—Semejante trato es muy irrespetuoso. Tal vez deberíamos cambiar de vinero.