Haggety buscó a tientas y sacó otra cuenta.

—Pues, señora, podría decirse que tenemos dos… y con ambos la situación es la misma.

En el Abbas, siempre había sido tradición que las cuentas de vinos fuesen cosa del hombre de la casa. Aunque yo me ocupaba de otros gastos, desde la partida de Justin la bodega había sido una cuestión entre Haggety y Johnny.

—Veré que esto tenga la inmediata atención del señor Saint Larston —dije y agregué—: No creo que quede complacido con estos mercaderes. Tal vez sea necesario encontrar otros. Pero, por supuesto, no se debe permitir que las bodegas queden vacías. Debió usted sacar a luz este asunto antes. Haggety frunció la cara como si estuviera por llorar. —Señora, se lo dije al señor Johnny… al señor Saint Larston… casi una docena de veces.

—Está bien, Haggety, comprendo. Se le fue de la memoria. Ya veo que no tiene usted la culpa.

Cuando Haggety salió, miré de inmediato las cuentas de los vineros. Con horror vi que entre los dos debíamos unas quinientas libras.

¡Quinientas libras! Con razón se negaban a suministrarnos más hasta que pagásemos. ¿Cómo podía Johnny haber sido tan descuidado?

Un súbito temor me había dominado. ¿Qué estaba haciendo Johnny con el dinero que venía de la propiedad? Yo tenía mi asignación, con la cual saldaba cuentas domésticas y compraba lo que me hacía falta. ¿Por qué iba Johnny con tanta frecuencia a Plymouth… con mucha más frecuencia que antes Sir Justin? ¿Por qué había quejas continuas acerca de la finca?

Era tiempo de que yo hablase con Johnny.

Aquél fue un día intranquilo.

Guardé cuidadosamente las cuentas de vinos, pero no pude olvidarlas. Esas cifras no cesaban de bailar ante mis ojos; pensé en mi vida con Johnny.

¿Qué sabíamos el uno del otro? Él seguía admirándome; yo aún le atraía, no con el mismo ardor apasionado que al comienzo, no con ese abandono que le había hecho arriesgar el desagrado de su familia para hacerme su esposa; pero allí había pasión física. Johnny seguía encontrándome diferente de otras mujeres. Me lo decía una y otra vez. ¿Qué otras mujeres?, pregunté uña vez, pensando qué otras mujeres había en la vida de Johnny. "Todas las otras mujeres del mundo", repuso él. Y yo no estaba tan interesada en la cuestión como para insistir. Siempre me sentía obligada a retribuir a Johnny por mi posición, la realización de un sueño, todo lo que él me había dado. Y sobre todo me había dado a Carlyon, mi hijo bendito, que gracias a Johnny era un Saint Larston y algún día podría ser Sir Carlyon. Por esto debía yo estar agradecida. Siempre recordaba esto y procuraba retribuirle siendo la clase de esposa que él necesitaba. Creía serlo. Compartía su lecho; administraba su casa; era un crédito para él cuando la gente podía olvidar mis orígenes, que eran como una sombra, visible algunos días, cuando el brillante sol la descubría, pero con frecuencia oculta y olvidada. Yo nunca le hacía preguntas acerca de su vida. Sospechaba que tal vez hubiese otras mujeres. Los Saint Larston (con la excepción de suponiendo que Mellyora estaría preparándolo para salir, y pensando que iríamos juntos.

Cuando estaba con Carlyon, yo podía dejar de lado todo inquietante temor. Abrí de un tirón la puerta del cuarto de juegos: estaba vacío. Estando viva la anciana Lady Saint Larston, yo había hecho redecorar los cuartos infantiles, y ella y yo nos habíamos hecho muy amigas mientras tenía lugar esa operación. Juntas habíamos elegido el empapelado; un empapelado maravilloso, azul y blanco, con el dibujo del sauce repetido una y otra vez. Todo era blanco y azul; un diseño blanco sobre cortinas azules, una alfombra azul.. El cuarto estaba lleno de sol, pero no se veían señales dé Carlyon ni de Mellyora.

—¿Dónde están?—llamé.

Mis ojos se dirigieron al asiento de la ventana, donde estaba apoyado Nelly. Nunca podía ver ese objeto sin sufrir una fuerte impresión. Había dicho a Carlyon: "Este es un juguete de niñito pequeño. ¿Quieres guardarlo? Vamos a buscar algunos juguetes para niños grandes." Él me lo había quitado con firmeza, fruncida de pesar la cara. Imaginaba, creo, que el objeto podía oír mis palabras y ofenderse.

"Es Nelly", dijo con dignidad, y abriendo la puerta de un armario lo puso adentro, como si temiese por su seguridad.

En ese momento lo levanté. Mellyora había remendado pulcramente la tela desgarrada, pero era tan visible como una cicatriz. Si ella hubiese sabido…

Aquella mañana era desagradable, porque demasiadas cosas que debían olvidarse volvían para mirarme con mueca burlona.

Volví a poner a Nelly en el asiento de la ventana y abrí la puerta que comunicaba con la pieza contigua, donde Carlyon comía. Al hacerlo me vi frente a frente con Mellyora.

—¿Lo has visto? —preguntó, y advertí cuan ansiosa estaba.

—¿Qué?

—Carlyon… ¿Está contigo?

—No.

—Entonces, ¿dónde…?

Nos miramos con fijeza, consternadas. Percibí ese sentimiento de angustia, aturdimiento y desesperación que podía causarme la idea de que cualquier daño afectase a Carlyon.

—Creí que estaría contigo —insistió ella.

—Quieres decir que… no está aquí.

—Hace diez minutos que lo busco.

—¿Cuánto hace que lo echaste de menos?

—Lo dejé aquí… después del desayuno. Estaba dibujando a su caballito…

—Tenemos que encontrarlo —ordené—. Debe de estar aquí, en alguna parte.

Bruscamente pasé junto a ella. Quería acusarla, reconvenirla por su descuido. Eso se debía a que el elefante de juguete en la ventana me había recordado vívidamente cuánto la había perjudicado yo a ella.

—Carlyon, ¿dónde estás? —llamé con aspereza.

Ella se sumó a mí; pronto comprobamos que no estaba en ninguna parte de los cuartos infantiles.

Ahora el miedo espantoso, angustiante, era una certeza. Carlyon se había perdido. No tardé en tener a todos los ocupantes de la casa buscándolo. Era necesario registrar cada recoveco del Abbas, interrogar a cada sirviente. Pero yo no estaba convencida de que ellos buscarían adecuadamente. Debía buscar yo misma; por eso recorrí toda la casa… recorrí cada aposento llamando a mi hijo para que saliese si estaba oculto, implorándole que no me asustara más.

Pensé en todas las cosas que podían haberle hecho daño. Lo imaginé pisoteado hasta morir por caballos al galope, secuestrado por gitanos, cogido en una trampa… estropeado como lo había sido el pobre Joe. Y allí estaba yo, en la parte antigua de la casa, donde las monjas habían vivido, meditado y orado; me parecía sentir que la desesperación me vencía y que estaba sola con mi congoja. Tuve entonces la horrible sospecha de que mi hijo había sufrido algún daño. Fue como si el espíritu de la monja estuviese a mi lado, como si ella se identificase conmigo, como si su pena fuese la mía; y entonces supe que, si perdía a mi hijo, sería como estar emparedada por un dolor que sería tan perdurable como los muros de piedra.

Me esforcé por alejar de mí el maligno hechizo que parecía envolverme.

—No —clamé en voz alta—. Carlyon, hijo mío… ¿Dónde estás? ¡Sal de tu escondite y deja ya de asustarme!

Al salir corriendo de la casa me encontré con Mellyora, y la miré esperanzada, pero ella sacudió la cabeza diciendo:

—No está en la casa.

Empezamos a explorar los alrededores gritando su nombre. Cerca de los establos vi a Polore.

—¿Está perdido el pequeño amo? —preguntó.

—¿Lo ha visto? —inquirí a mi vez.

—Hace más o menos una hora, señora. Me estuvo hablando sobre su caballito. Se enfermó por la noche y yo se lo estaba diciendo.

—¿Estaba preocupado?

—Pues, señora, él siempre tuvo cariño a ese caballito. Le habló, le dijo que no se inquietara, que pronto mejoraría. Luego regresó a la casa, lo vi.

—¿Y desde entonces no lo ha visto?

—No, señora. Desde entonces no lo he visto.

Ordené que todos tomaran parte en la búsqueda. Se debía abandonar todo. Era necesario encontrar a mi hijo. Habíamos establecido que no se hallaba en la casa; no podía estar lejos, ya que Polore lo había visto en los establos tan sólo una hora atrás.

No puedo explicar todo lo que sufrí durante la búsqueda. Una y otra vez surgieron esperanzas y quedaron rotas. Tenía la sensación de vivir años de tormento. Culpaba a Mellyora. ¿Acaso no debía cuidarlo ella? "Si algo le ha sucedido", pensé, "habré pagado con creces todo lo que le hice a Mellyora."

Ella estaba pálida y desolada; no la había visto tan desdichada desde que se fuera Justin. Recordando que ella amaba a Carlyon, me pareció que mi dolor sería siempre suyo. Compartíamos nuestros pesares… salvo en una sola ocasión, cuando ella perdió y yo gané.

Al ver que Johnny entraba a caballo en el establo, lo llamé.

—¿Qué demonios…? —empezó él. —Carlyon se ha perdido.

—¡Que se ha perdido! ¿Dónde?

—Si lo supiéramos, no estaría perdido —repliqué. Tan grande era mi pesar, que debí darle cauce parcial en ira. Me temblaban los labios sin que pudiera controlarlos—. Estoy asustada —dije.

—Estará jugando en alguna parte.

—Hemos registrado la casa y los alrededores… —repuse.

—Miré a mi alrededor desesperada; entonces divisé el reflejo del sol sobre las Vírgenes.

Entonces fui presa de un súbito temor. Pocos días atrás yo le había mostrado las piedras, que le habían fascinado. "No te acerques a la, vieja mina, Carlyon, prométemelo." Él lo había prometido sin vacilar, y no era propenso a faltar a su palabra. Pero y si mis palabras mismas habían despertado en él alguna curiosidad, si había quedado tan fascinado que no pudo resistir la tentación de observar la mina, si había olvidado su promesa… Después de todo, aún era muy pequeño. Volviéndome hacia Johnny, le apreté un brazo diciendo:

—Johnny, y si fue a la mina…

Jamás había visto tan asustado a Johnny; sentí afecto hacia él. En algunas ocasiones le había reprochado su falta de interés en nuestro hijo. "Dios santo", pensé. "Tiene tanto miedo como yo."

—No —dijo Johnny—. No.

—Pero si lo hizo…

—Allí hay un aviso…

—No sabría leerlo. O si lo hizo, puede haber hecho que quisiera explorar.

Nos miramos con fijeza, desesperados. Luego dije:

—Tendremos que averiguarlo. Tendrán que bajar.

—¡Bajar a la mina! ¿Estás loca… Kerensa?

—Pero él puede estar allí…

—Es una locura.

—En este momento mismo puede estar yaciendo allí, herido…

—Una caída semejante lo mataría.

—¡Johnny!

—Es una idea descabellada. Él no está allí. No hay tiempo que perder. Está en la casa… Está…

—Tenemos que explorar la mina. No hay tiempo que perder. Ya… ya.

—¡Kerensa!

Lo aparté con violencia y eché a correr hacia los establos. Llamaría a Polore y algunos hombres más. Debían prepararse sin demora. Este nuevo terror me obsesionaba. Carlyon se había caído por el pozo de la vieja mina. Imaginé su miedo si estaba consciente; el horror de que no lo estuviese.

—¡Polore! —llamé—, ¡Polore!

Entonces oí ruido de cascos, y mi cuñada Essie entró a caballo en el establo. Casi ni la miré. No tenía tiempo para ello en una ocasión semejante. Pero ella me gritaba:

—Oh, Kerensa, Joe me pidió que viniese a avisarte sin demora, porque estarías preocupada. Carlyon está con su tío…

Casi me desmayé de alivio. Essie continuó:

—Llegó hace quince minutos. Dijo algo de que su caballito necesitaba a Joe. Joe me dijo que viniese enseguida y te dijese dónde está él. Dijo que tú estarías a punto de morirte de preocupación.

Johnny estaba de pie a mi lado.

—Oh, Johnny —exclamé, pues vi que él estaba tan contento como yo.

Entonces me eché en sus brazos y nos abrazamos. Jamás me había sentido tan cerca de mi marido.

* * *

Una hora más tarde, Joe llevó a Carlyon de vuelta al Abbas. Carlyon iba con Joe, de pie en el coche liviano; Joe le había permitido sujetar las riendas con él, de modo que Carlyon creía que él mismo conducía el coche. Pocas veces lo había visto yo tan feliz.

También Joe estaba feliz. Amaba a los niños y anhelaba un hijo propio; hasta el momento no había señales de que Essie le fuese a dar uno.

—¡Mamá! —llamó Carlyon tan pronto como me vio— Tío Joe vino a curar a Carpony.

Carpony llamaba a él a su caballito, un nombre derivado de "pony de Carlyon". Encontraba su propio nombre especial para todo lo que él amaba.

Inmóvil junto al coche yo lo miraba, lleno mi corazón de gratitud por verlo vivo, sano. Casi no podía contener las lágrimas. Joe, que advirtió mi emoción, dijo con suavidad: