—¿Y cuando la pata esté curada? —pregunté.
—Pues entonces se irá volando y se alimentará solo.
—¿Y qué obtendrás tú por tus molestias?
No me hizo el menor caso. Murmuraba algo a su palomo. De haberme oído habría arrugado el entrecejo, pensando qué debía obtener, fuera de la alegría de haber curado a un ser lisiado.
El depósito siempre me había estimulado, pues nunca antes había visto algo parecido. A cada lado había bancos, que estaban repletos de tiestos y botellas; una viga atravesaba el cielo raso, y adheridas a ella había distintas clases de hierba que se habían colgado allí a secar. Permanecí uno o dos segundos inmóvil, olfateando ese aroma que jamás había olido yo en ninguna otra parte. Había una chimenea y un enorme caldero ennegrecido; y debajo de los bancos había frascos que contenían los brebajes de abuelita. Yo conocía el que contenía ginebra de endrina; eché un poco en un vaso y, cruzando de vuelta la cabaña, se lo llevé a ella.
Me senté mientras abuelita bebía despacio. —Abuelita —pedí—, dime si alguna vez obtendré lo que quiero.
Se volvió hacia mí sonriendo.
—Vaya, preciosa —dijo—, hablas como una de esas muchachas que acuden a mí para preguntarme si sus enamorados serán fieles. No espero eso de ti, Kerensa.
—Es que quiero saber.
—Escúchame entonces. La respuesta es sencilla. Las personas listas no quieren que se les diga el futuro. Lo hacen.
* * *
Pudimos oír los disparos durante todo el día. Eso quería decir que había convite en el Abbas; habíamos visto llegar los carruajes y sabíamos lo que era porque tenía lugar todos los años en esa misma época. Cazaban faisanes en el bosque.
Joe estaba arriba, en el talfat, con un perro que había encontrado una semana antes, muñéndose de hambre. Estaba empezando apenas a estar lo bastante fuerte como para corretear; pero nunca se apartaba del lado de Joe. Este compartía con él su comida y el perro lo había tenido contento desde que lo hallara. Pero ahora Joe estaba intranquilo. Recordando cómo había sido el año anterior, supe que estaba pensando en las pobres aves asustadas, agitando las alas antes de caer muertas al suelo.
Al hablar de eso, Joe había golpeado la mesa con el puño, diciendo:
—En los faisanes heridos pienso. Si están muertos nada se puede hacer, pero son los heridos. No siempre los encuentran y…
—Joe, tienes que ser juicioso —le contesté yo—. De nada sirve preocuparse por aquello que no se puede evitar.
Estuvo de acuerdo, pero no salió; simplemente se quedó en el talfat con su perro, al que llamaba Pichón porque lo encontró el día en que se voló el palomo cuya pata él había curado, y reemplazó al ave.
Me causaba preocupación porque parecía muy enojado y yo empezaba a reconocer en Joe algo de mí misma. Por consiguiente, nunca sabía con certeza qué iba a hacer él. A menudo le había dicho que tenía suerte de poder vagabundear buscando animales enfermos; casi todos los niños de su edad trabajaban en la mina Fedder. La gente no lograba entender por qué no se le enviaba a trabajar allí; pero yo sabía que abuelita compartía mis ambiciones para él… para nosotros dos, y mientras hubiese comida suficiente para nosotros, teníamos libertad. Era el modo que ella tenía de indicarnos que había en nosotros algo especial.
Sabiendo que yo estaba preocupada, abuelita dijo que yo debía ir con ella al bosque, a juntar hierbas. Me alegré de alejarme de la cabaña.
—No debes impacientarte, muchacha. Así es él, siempre se apenará cuando los animales sufran.
—Abuelita, ojalá… ojalá él pudiera ser médico y cuidar a las personas. ¿Costaría mucho hacer de él un doctor?
—¿Crees que eso es lo que él querría, querida mía? —Quiere curarlo todo. ¿Por qué no a las personas?
Con eso ganaría dinero y la gente lo respetaría.
—Tal vez a él no le importe lo que piense la gente como a ti, Kerensa.
—¡Tiene que importarle!
—Le importará, si es el destino.
—Tú dijiste que nada era el destino. Dijiste que las personas hacen su propio futuro.
—Cada uno hace el suyo propio, bonita. A él le corresponde hacer lo que quiera, igual que a ti.
—Se pasa casi todo el día allí acostado en el talfat… con sus animales.
—Déjalo tranquilo, preciosa —replicó abuelita—. Hará él su propia vida tal como la quiera.
¡Pero yo no iba a dejarlo tranquilo! Le haría entender cómo tenía que escapar de esta vida en la que él había nacido. Valíamos demasiado para eso… todos nosotros, abuelita, Joe y yo. Me pregunté por qué abuelita no había visto eso, cómo podía conformarse con vivir su vida como lo había hecho.
Juntar hierbas siempre me sosegaba. Abuelita me explicaba entonces "dónde teníamos que ir para encontrar lo que queríamos" luego me hablaba de las propiedades curativas de cada una. Pero ese día, mientras recogíamos, de vez en cuando yo oía los estampidos lejanos de las escopetas.
Cuando estuvimos cansadas, ella dijo que debíamos sentarnos bajo los árboles y yo la convencí de que hablara sobre el pasado.
Cuando abuelita hablaba, parecía hechizarme, al punto que yo sentía que estaba allí, donde todo eso estaba ocurriendo; sentía inclusive que era la misma abuelita, siendo cortejada por Pedro Be, el joven minero que era distinto de todos los demás. Pedro solía cantarle bellas canciones que ella no entendía porque eran en español.
—Pero no siempre es necesario oír palabras para saber —me dijo ella—. Oh, en estas regiones no se lo apreciaba mucho, entre otras cosas porque era extranjero. No había trabajo suficiente para los de Cornualles, decían algunos, mucho menos para extranjeros que venían a quitarles la comida de la boca. Pero mi "Pedro se reía de ellos. Dijo, sí, que cuando me vio fue suficiente. Se quedaría, pues donde yo estaba, allí quería estar él.
—Abuelita, tú lo querías, lo querías realmente.
—Era el hombre para mí y no deseé a otro… ni tampoco después.
—¿Entonces nunca tuviste otro amante?
El rostro de abuelita estaba fijo con una expresión que yo nunca había visto antes allí. Había vuelto levemente la cabeza en la dirección del Abbas y parecía estar escuchando verdaderamente a las escopetas.
—Tu abuelo no fue un hombre manso —dijo—. Habría matado al que lo perjudicara sin vacilar. Esa clase de hombre era.
—¿Alguna vez mató a alguien, abuelita?
—No, pero habría podido hacerlo… lo habría hecho… si hubiese sabido.
—¿Sabido qué, abuelita?
Ella no contestó, pero su cara era como una máscara que se había puesto para que nadie viese lo que había debajo.
—Apoyada en ella, contemplé los árboles. Los abetos seguirían verdes todo el invierno, pero las hojas de los otros eran ya de un pardo rojizo. Pronto tendríamos tiempo frío.
Tras una larga pausa, abuelita dijo: —Pero fue hace tanto tiempo.
—¿Que tuviste otro amante?
—No fue ningún amante, te digo. Tal vez debería decírtelo… como advertencia. Conviene saber cómo es el mundo para otros, pues quizá sea así para ti. Este otro hombre fue Justin Saint Larston… no éste Sir Justin, sino su padre.
Me senté de golpe, con los ojos dilatados.
—¡Tú y Sir Justin Saint Larston!
—El padre de éste. No había mucha diferencia entre ellos. Era un hombre malvado. —Por qué entonces… —Por el bien de Pedro. —Pero…
—Es propio de ti pronunciar un juicio antes de haber oído los hechos, niña. Ahora que empecé debo seguir y contártelo todo. Me vio, se encaprichó conmigo; yo era una muchacha de Saint Larston y estaba apalabrada. Sin duda hizo averiguaciones y descubrió que iba a casarme con Pedro. Recuerdo cómo me arrinconó. Hay un jardincito tapiado junto a la casa…
Asentí con la cabeza. Ella prosiguió:
—Yo era muy tonta. Fui a ver a una de las criadas, que estaba en la cocina. Él me sorprendió en ese jardín, y fue entonces que se encaprichó conmigo. Prometió para Pedro un puesto que sería más seguro y mejor pagado que trabajar en la mina… si yo era juiciosa. Pedro nunca lo supo. Y yo aguanté. Amaba a Pedro; me iba a casar con Pedro, y para mí no habría nadie más que Pedro.
—¿Y entonces…?
—Las cosas empezaron a ir mal para Pedro. Entonces se trabajaba en la mina Saint Larston y estábamos en poder de él. Pensé que me había olvidado, pero no. Cuanto más me resistía yo, más me deseaba él. Pedro nunca lo supo. Ese fue el milagro. Así que una noche… antes de casarnos, fui en su busca, pues dije que si aquello podía ser en secreto y él iba a dejar tranquilo a Pedro… sería mejor que como era.
—¡Abuelita!
—Te escandalizas, preciosa. Me alegro. Pero te haré ver que tuve que hacerlo. Más tarde pensé mucho en esto y sé que hice bien. Fue como te dije… hacer el futuro propio. El mío era con Pedro. Quería que estuviésemos siempre juntos en la cabaña, y nuestros hijos a nuestro alrededor… muchachos parecidos a Pedro, muchachas como yo. Y pensé, ¿qué importancia tiene una sola vez si eso compra ese futuro para nosotros? Y tuve razón, porque habría sido el final de Pedro. Tú no sabes cómo era ese Saint Larston de tiempo ha. No tenía sentimientos hacia personas como nosotros. Éramos como esos faisanes que ellos están cazando ahora… Con el tiempo él habría matado a Pedro; lo habría puesto en las tareas peligrosas. Yo tenía que lograr que nos dejara tranquilos, pues comprendí que esto era para él como un deporte. Por eso fui antes en su busca.
—Odio a los Saint Larston —dije.
—Los tiempos cambian, Kerensa, y las personas cambian con ellos. Ahora los tiempos son muy duros, pero no tanto como cuando yo tenía tu edad. Y cuando lleguen tus hijos, entonces los tiempos serán un poco más fáciles para ellos. Así son las cosas.
—¿Qué pasó entonces, abuelita?
—No terminó allí. Con una vez no bastó. Yo le gustaba demasiado. Este negro cabello mío que Pedro tanto amaba… a él le gustaba también. Hubo una sombra sobre nuestro primer año de matrimonio, Kerensa. Debió haber sido tan bello y magnífico, pero yo tenía que ir a él, entiendes… y si Pedro lo hubiese sabido, lo habría matado… porque en su querido corazón anidaba la pasión.
—Estabas asustada, abuelita.
Ella arrugó la frente como si tratara de recordar.
—Fue algo así como una jugada desesperada. Y siguió durante casi un año, cuando descubrí que iba a tener un hijo… y no sabía de quién. Kerensa, yo no quería tener ese hijo, no quería. Lo imaginaba a través de los años… parecido a él… y yo engañando a Pedro. Sería como una mancha que jamás se podría lavar. No podía hacerlo. Por eso… no tuve ese hijo, Kerensa. Estuve muy enferma, a punto de morir, pero no tuve ese hijo, y ese fue el final en cuanto a él se refería. Entonces me olvidó. Traté de compensar a Pedro por esto. Pedro dijo que yo era con él la más dulce mujer del mundo, aunque con todos los demás podía ser feroz. Eso le agradaba, Kerensa. Lo hacía feliz. Y a veces pienso que la razón por la cual fui tan dulce con él e hice cuanto pude por complacerle, fue porque lo había perjudicado; y eso me parecía extraño. Como el bien surgiendo del mal. Eso me hizo comprender mucho en cuanto a la vida; ese fue el comienzo de mi capacidad de ayudar a otros. Por eso, Kerensa, jamás debes lamentar ninguna experiencia, buena o mala; porque hay algo de bueno en lo que es malo, tal como hay malo en lo bueno… tan seguro como que estoy aquí en el bosque, sentada junto a ti. Dos años más tarde nació tu madre… nuestra hija, de Pedro y mía; su nacimiento estuvo a punto de costarme la vida y ya no pude tener más hijos. Fue a causa de todo lo sucedido antes, creo yo. Ah, pero fue una buena vida. Los años pasan y se olvida el mal; muchas veces he mirado el pasado y me he dicho: "No habrías podido hacer otra cosa. Fue la única manera."
—Pero ¡por qué tienen ellos que poder arruinar nuestras vidas! —exclamé apasionadamente.
—En el mundo hay fuertes y hay débiles; y quien ha nacido débil debe hallar fuerza. Te llegará si buscas.
—Yo encontraré fuerza, abuelita.
—Sí, niña, la encontrarás si quieres. A ti te toca decirlo.
—¡Oh, abuelita, cómo odio a los Saint Larston! —repetí.
—No, él murió hace mucho. No odies a los hijos por los pecados de los padres. Sería igual que odiarte a ti misma por lo que yo hice. Ah, pero fue una vida feliz. Y llegó el día de la congoja. Pedro había salido para su primer turno del día. Yo sabía que iban a hacer volar cargas abajo, en la mina, y él era uno de los carreteros, que debían entrar cuando se habían apagado las mechas para cargar el mineral en vagonetas. No sé qué pasó allá abajo… nadie puede saberlo realmente, pero todo ese día aguardé a que lo sacaran en lo alto del pozo. Doce largas horas aguardé y cuando lo sacaron… ya no era mi alegre y cariñoso Pedro. Sin embargo vivió… unos pocos minutos… tiempo apenas para decir adiós antes de expirar. "Bendita seas", me dijo. "Gracias por mi vida." ¿Y qué cosa mejor que eso habría podido decir? Me repito que, aunque no hubiese existido un Sir Justin, aunque yo le hubiese dado muchos hijos sanos, él no habría podido decirme nada mejor.
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