—¿Estás loca? —inquirió después de sentarse en la cama y mirarme con fijeza. Luego se levantó, tambaleante, y acercándose a la ventana, corrió las cortinas y se quedó allí, mirando hacia afuera.
—Has estado bebiendo —lo acusé—. Oh, Johnny, ¿no ves que hay que hacer algo? Estos hombres abrirán la mina, te guste o no.
—Si los encuentro en mi propiedad los haré encerrar como intrusos.
—Escucha, Johnny. Algo habrá que hacer. Aquí habrá muchas privaciones cuando cierre la mina Fedder. No puedes permitir que nuestra mina quede inactiva cuando podría proporcionar trabajo…
Entonces se volvió; tenía la boca crispada. No me había dado cuenta de que se hallaba tan alterado.
—Sabes muy bien que no se puede interferir en la mina.
—Sé que debemos hacer algo al respecto, Johnny.
—¿Hacer qué?
—Debemos demostrar a esas personas que estamos dispuestos a abrir la mina. ¿Qué pensarán de nosotros si nos negamos?
Me miró como si tuviese ganas de matarme.
—La mina no será tocada —declaró.
—Johnny…
Salió de la pieza y no regresó, sino que pasó la noche en su trasalcoba.
Johnny fue inflexible. No abriría la mina. Nunca lo había visto tan empecinado. Había cambiado; siempre había sido despreocupado y descuidado y yo no podía soportar este cambio en él. ¿Por qué se opondría tan severamente? Nunca le había importado tanto como a Justin el orgullo familiar.
¡Justin! Se me ocurrió la idea de escribirle. Después de todo, Justin seguía siendo el jefe de la casa. Si él daba su autorización para que comenzasen las investigaciones, eso bastaría.
Vacilé. Imaginé a Justin recibiendo la carta, decidiendo que aquella razón bastaba para su regreso. Lo vi obteniendo la aprobación de la aldea. Acaso estuviesen prestos a olvidar las circunstancias que habían llevado a su partida, si él regresaba y abría la mina.
No; no podía escribirle a Justin.
Todo estaba cambiando en la aldea. Amenazaba un desastre; los saludos iban acompañados de un gesto huraño. Nosotros, la familia Saint Larston, habríamos podido proporcionar trabajo y nos negábamos a ello.
Una vez arrojaron una piedra a Johnny cuando cruzaba a caballo la aldea. No sabía quién se la había arrojado, y no le acertó; pero fue una señal.
Nunca me había sentido tan incómoda.
No intenté hacerle reproches porque tenía la idea de que eso aumentaba su empecinamiento. Casi nunca estaba en casa; llegaba en silencio a medianoche y se introducía furtivamente en la trasalcoba. Era evidente que me estaba eludiendo.
Yo me había acostado temprano. Me decía sin cesar que las cosas no podían continuar de esa manera. Algo iba a ocurrir; Johnny cedería.
Permanecía acostada, sin dormir. Suponía que Johnny no volvería a casa hasta la medianoche… o más tarde aún. Entonces debía tener otra conversación con él, por más que lo enfureciera. Debía recordarle su deber hacia nuestro hijo. ¿Qué necio orgullo familiar era ése, que le hacía resistirse a lo inevitable?
Ensayaba las palabras que iba a utilizar, y mientras estaba allí acostada, cierto impulso me hizo abandonar la cama e ir a la ventana.
Era un hábito mío ponerme con frecuencia junto a esa ventana, porque desde ella podía ver el círculo de piedras, que me fascinaban entonces tanto como antes. Siempre me decía que ninguno de mis problemas era tan grande como lo había sido el de ellas. Tal vez por eso siempre podía extraer consuelo de esas piedras.
De pronto me quedé inmóvil, pues una de las piedras se había movido. ¡Una de las Vírgenes había cobrado vida! No. Alguien más estaba allí… ¡alguien con una linterna! Había más de una linterna… y las luces se desplazaban espectralmente en torno a las piedras. Por un momento, una figura se destacó con claridad; era un hombre que llevaba puesto una especie de casco. Lo observé con atención; entonces vi a otras figuras. Se hallaban de pie dentro del círculo de piedras y todos llevaban puestos cascos.
Tenía que saber quiénes eran y qué hacían, de modo que me puse a toda prisa algunas ropas y salí de la casa. Por los jardines crucé al prado, pero cuando llegué no encontré a nadie. A la luz de las estrellas vi las piedras, fantasmales, parecidas a mujeres sorprendidas y petrificadas en la danza. Y no lejos de allí, la mina que tantas discusiones causaba.
De pronto se me ocurrió algo. ¿Tal vez hubiesen sido Saul Cundy y sus amigos, que se reunían para discutir qué harían luego? ¡Qué sitio "más apropiado para tal reunión!
Pero ya se habían ido. Me detuve dentro del círculo de las piedras, y mientras me preguntaba qué harían luego Saul y sus amigos, no podía contenerme de pensar en las Seis Vírgenes, y principalmente en la séptima, que no había salido a bailar aquella noche fatal.
¡Encerrada, emparedada y abandonada para morir!
Pensamientos estúpidos, fantasiosos, pero ¿qué se podía esperar cuando una se detenía en el centro de un círculo de piedras a la luz de la luna?
* * *
Esa noche no oí llegar a Johnny (debo de haber estado durmiendo cuando lo hizo), de modo que no tuve ocasión de hablar con él.
A la mañana siguiente se levantó tarde y salió. Fue a Plymouth, y allí a su club. Debe de haberse pasado la tarde jugando.
Más tarde comprobamos que salió del club alrededor de la medianoche. Pero no llegó a casa.
Al otro día vi que nadie había dormido en la cama de la trasalcoba, y aguardé todo el día su llegada pues había resuelto que ya no podía demorar más en hablar con él.
Tampoco vino a la noche siguiente. Y cuando pasaron otra noche y otro día sin que él hubiese vuelto aún, empezamos a sospechar que algo le había ocurrido.
Hicimos averiguaciones, y fue entonces cuando descubrimos que había salido de su club a la medianoche, dos noches atrás. Al principio pensamos que habiéndolo visto ganar dinero, lo habrían seguido y robado; pero había perdido mucho y tenía consigo poco dinero al salir.
Comenzó la búsqueda; se iniciaron las pesquisas. Pero nadie halló el rastro de Johnny; y cuando transcurrió una semana sin que todavía hubiese noticias de él, comencé a darme cuenta de que había desaparecido, en efecto.
CAPÍTULO 07
Era una mujer sin marido; sin embargo, no podía llamarme viuda. ¿Qué le había pasado a Johnny? Era un misterio tan desconcertante como el que había presentado Judith al caerse de la escalera.
Procuré mantener la calma. Dije a Carlyon que su padre se había marchado por un tiempo y eso lo satisfizo; sospeché que nunca había tenido mucho afecto por Johnny. Traté de prepararme para dos posibilidades: su regreso o una vida a pasar sin él.
No hubo conversaciones inmediatas sobre abrir la mina. Sospeché que eso vendría más tarde. Se me concedió una breve tregua, teniendo en cuenta la impresión de la desaparición de mi esposo.
Como en otras épocas, llevé mis problemas a abuelita. Ya casi nunca abandonaba su lecho y me apesadumbraba verla un poco más debilitada cada vez que nos reuníamos. Me hizo sentar junto a su cama mientras escudriñaba mi rostro.
—Así que ahora has perdido a tu Johnny —dijo.
—No lo sé, abuelita. Tal vez vuelva.
—¿Eso es lo que tú quieres, preciosa? —inquirió. Yo guardé silencio, pues jamás pude mentirle—. Te preguntas qué irá a pasar ahora, ¿eh? Es muy probable que esto haga volver al otro. ¿Y la hija del párroco?
—Mellyora piensa antes en mí que en sí misma.
Abuelita suspiró, diciendo:
—Esto lo decidirá. Si esto no lo hace volver a casa, nada lo hará.
—Debemos esperar y ver, abuelita.
Inclinándose, me apretó la mano.
—¿Quieres recobrar a tu marido, preciosa?
Quería una respuesta franca y estaba muy ansiosa.
—No sé —le contesté.
—Kerensa, ¿recuerdas…? —continuó ella.
Su voz se había reducido a un susurro; me apretaba la mano con más firmeza. Intuí que estaba por decirme algo de suma importancia.
—¿Sí, abuelita? —la apremié con suavidad.
—Estuve dándole vueltas en la mente…
De nuevo hizo una pausa; la miré con fijeza. Cerró los ojos y los labios se le movieron en silencio, como si hablara consigo misma.
—¿Recuerdas —dijo por fin— cómo te peiné y nos pusimos la peineta y la mantilla que Pedro me regaló?
—Sí, abuelita. Las guardaré siempre. Con frecuencia me peino así y me pongo la peineta y la mantilla.
Se dejó caer otra vez sobre sus almohadas; una expresión perpleja asomó a su cara.
—A Pedro le habría gustado ver a su nieta —murmuró.
Pero yo comprendí que no era eso lo que había estado a punto de decir.
* * *
Mellyora y yo estábamos solas en mi sala de recibo. Aquello se parecía mucho a otras épocas, esos días en que habíamos estado juntas en el rectorado. Ambas sentíamos esto, que nos acercaba todavía más.
—Este es un momento de espera, Mellyora —dije—. La vida cambiará pronto.
Ella movió la cabeza asintiendo, con la aguja suspensa en el aire; estaba cosiendo una camisa para Carlyon y trabajando así se la veía delicadamente femenina y desvalida.
—No hay noticias de Johnny… día tras día —reflexioné—. ¿Cuándo crees tú que abandonarán la búsqueda?
—No lo sé. Supongo que lo registrarán como desaparecido y lo seguirá siendo hasta que tengamos alguna noticia suya.
—¿Qué crees que le habrá sucedido, Mellyora? —dije; ella no contestó—. Había mucha animosidad contra él en Saint Larston —continué—. ¿Recuerdas lo furioso que estaba aquel día en que alguien le arrojó una piedra? Los pobladores de Saint Larston habrían podido matarlo porque él no quiso abrir la mina. Estaban en juego sus medios de vida. Sabían que yo estaría dispuesta a abrirla.
—Tú… Kerensa.
—Ahora seré yo el ama del Abbas… salvo que…
—El Abbas pertenece a Justin, Kerensa, siempre fue así.
—Pero se marchó y Johnny lo administraba todo en su ausencia. A menos que vuelva…
—No creo que vuelva jamás. Aunque no te lo dije antes, él procura tomar ahora una decisión. Cree que se quedará en Italia e ingresará en una orden religiosa.
—¿De veras? —dije, preguntándome si mi voz lograba ocultar mi júbilo. ¡Justin, monje! ¡Jamás se casaría! Ahora el camino estaba despejado para Carlyon. No podía haber nada que se interpusiera entre él y su herencia.
De pronto recordé a Mellyora sentada en casa, aguardando pacientemente como Penélope. Clavé en ella una aguda mirada.
—¿Y tú, Mellyora? Lo querías tanto, ¿lo amas aún? Guardó silencio antes de responder:
—Qué práctica eres, Kerensa. Jamás me comprenderías. Yo te parecería tan necia.
—Por favor, trata de entenderme. Es importante para mí…; me refiero a tu felicidad. He pensado por ti, Mellyora.
—Ya lo sé —sonrió ella—. A veces te enfurecías cuando se mencionaba el nombre de Justin… Yo sabía que era porque te apenabas por mí. Justin fue un héroe de mi niñez. Yo tenía hacia él una adoración infantil. Imagínalo… Él era el heredero de la Casa Grande, y el Abbas significaba algo para mí, tal como para ti. Me parecía simplemente perfecto, y supongo que mi sueño acariciado era que algún día él se fijara en mí. Era el príncipe del cuento de hadas, que debía haberse casado con la hija del leñador convirtiéndola en reina. Todo brotó de una fantasía pueril. ¿Comprendes?
Asentí con la cabeza.
—Pensé que nunca serías feliz cuando él se marchó.
—Yo también. Pero nuestro idilio era de sueño. Me refiero a su amor por mí y el mío por él. Si él hubiese estado libre, nos habríamos casado y tal vez habría sido un buen matrimonio; tal vez yo habría seguido adorándolo. Habría sido para él una buena esposa, sumisa, él habría sido un marido amable, tierno; pero nuestra relación siempre habría tenido esa cualidad de sueño, esa incorporeidad, esa irrealidad. Tú me lo hiciste ver.
—¿Yo? ¿De qué manera?
—Con tu amor por Carlyon, esa vehemente pasión tuya. Esos celos que he visto cuando crees que él se interesa demasiado por mí o por Joe. Tu amor es una cosa violenta, que todo lo consume, y he llegado a convencerme de que eso es el verdadero amor. Piensa en esto, Kerensa; si hubieses amado a Justin como yo creía amarlo, ¿qué habrías hecho tú? ¿Le habrías dicho adiós? ¿Le habrías permitido irse? No. Te habrías ido con él o te habrías quedado aquí luchando con altivez por el derecho a vivir juntos. Eso es amor. Nunca amaste así a Johnny, pero antes amabas así a tu hermano; amabas a tu abuelita y ahora todo tu amor es para Carlyon. Un día, Kerensa, amarás a un hombre y esa será la realización de tu ser. Creo que yo también amaré de esa manera. Somos jóvenes las dos, pero yo tardé más que tú en crecer. Ahora he crecido, Kerensa, y ninguna de las dos está realizada. ¿Me comprendes? Pero lo estaremos.
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