—No es una mala ambición —dijo tímidamente él. Luego me contó cuan solitaria había sido la vida en la granja; cuánto había anhelado el hogar—. Y mi hogar, Kerensa, era todo esto… el Abbas… las personas a quienes había conocido.

Comprendí. Le dije que su sueño era el mío. Nos interrumpió la llegada de Mellyora y Carlyon; Carlyon reía y le gritaba mientras cruzaban el jardín.

Ambos fuimos a la ventana para mirarlos. Viendo una sonrisa en los labios de Kim, pensé que me envidiaba mi hijo.

* * *

Más tarde Kim llegó a caballo a la Casa Dower. Lo vi llegar y noté en su rostro una expresión azorada. Cuando entró en la sala yo lo estaba aguardando allí.

—Kerensa —dijo y acercándose a mí, me tomó las manos y me miró a la cara.

—Sí, Kim.

—Traigo malas noticias. Ven al salón y siéntate.

—Dímelo enseguida, Kim. Podré soportarlo.

—¿Dónde está Mellyora?

—No importa, dímelo ya.

—Kerensa…

Me rodeó con un brazo y me apoyé en él, sabiendo que fingía ser una débil mujer, ansiosa de apoyarme en él porque su preocupación por mí era muy dulce.

—Kim, me tienes en suspenso. Es la mina, ¿verdad? No sirve.

Sacudió negativamente la cabeza.

—Kerensa, sufrirás una fuerte impresión…

—Tengo que saber, Kim. ¿No te das cuenta…?

Apretándome las manos continuó:

—Han descubierto algo en la mina. Encontraron a…

Alcé mis ojos hacia los suyos, tratando de ver la expresión de triunfo detrás de la ansiedad. No pude ver otra cosa que su preocupación por mí.

—Se trata de Johnny —prosiguió—. Han encontrado a Johnny.

Bajé los ojos; lancé un gritito. Él me condujo a un sofá y allí se sentó sosteniéndome. Yo me apoyé en él; habría querido lanzar un grito de triunfo: ¡Estoy libre!

* * *

Nunca había habido tanto alboroto en Saint Larston. Los cadáveres de Johnny y de Hetty Pengaster fueron hallados en la mina; se recordó entonces que, en los últimos tiempos, había habido versiones de que Hetty había sido vista en Plymouth, e inclusive más cerca de Saint Larston. Muchos recordaban que Johnny había estado prendado de ella antes, y que con frecuencia había ido a Plymouth. Hetty había abandonado repentinamente Saint Larston al casarme yo. Pues bien, lo más natural era que Johnny la estableciera en Plymouth para quitarla de en medio al casarse.

Todo parecía muy sencillo. Saul Cundy había entrado en sospechas, había vigilado, había sorprendido juntos a Johnny y Hetty y se había vengado. Esta vez había buscado justicia tomando la ley en sus propias manos. Sabiendo que no había estaño en la mina, puesto que era él quien había bajado a comprobarlo, le había parecido seguro arrojar allí los cuerpos de las víctimas.

El cuerpo de Hetty sólo fue reconocible por un relicario que tenía puesto, y en el cual los Pengaster identificaron uno que le había regalado Saul Cundy; el de Johnny se hallaba en mejor estado de conservación, lo cual causó perplejidad por un tiempo. Después se difundió la versión de que al caer, el cuerpo de Johnny podía haber removido algo de tierra que había llevado consigo al fondo del pozo, con lo cual habría quedado parcialmente aislado. Esto fue aceptado en general y así se explicó la diferencia.

La investigación continuó. La policía quería interrogar a Saul Cundy y fue a Saint Agnes en su busca, pero cuando no se lo pudo encontrar, pues al carecer había abandonado el país, esto robusteció la conjetura, y la versión que los lugareños habían urdido se aceptó como auténtica.

Mientras la búsqueda de Saul continuaba hubo un período de ansiedad, pero con el trascurrir del tiempo pareció cada vez más seguro que no se le encontraría jamás.

Nadie sabría nunca la verdad… aunque abuelita y yo podíamos conjeturarla con bastante exactitud. Pero ni siquiera nosotras sabíamos si Johnny había matado a Hetty o no. Supongo que indirectamente él era responsable, pero no sabíamos si realmente la había enviado a la muerte. Teníamos la certeza de que Saul había matado a Johnny. El hecho de haber descubierto el cuerpo de Hetty, y el de haberse fugado, así lo indicaban.

Pero el secreto estaba a salvo. Jamás se podría llamar "hijo de asesino" a mi Carlyon.

No había en la mina estaño suficiente como para que explotarla fuese provechoso; pero, la mina me había dado lo que yo quería. Había demostrado que yo era viuda y libre para casarme con el hombre a quien amaba.

* * *

El día en que oyó la noticia abuelita, pareció debilitarse de pronto. Fue como si ya cumplida su labor, habiendo visto los resultados que buscaba, estuviese lista para irse en paz.

Una terrible tristeza me dominó, pues por mucha alegría y felicidad que tuviera, estaba convencida de que nunca podrían ser completas para mí si la perdía.

Pasé con ella sus últimos días. Essie me recibió muy bien y también Joe se alegró mucho de tenerme allí. Carlyon estaba con él, y como yo no quería que estuviese en el cuarto de la enferma, se pasaba todo el tiempo con Joe.

Recuerdo la última tarde de la vida de abuelita. Estaba sentada junto a su lecho, con lágrimas en las mejillas… yo, que no recordaba haber llorado nunca, salvo de cólera.

—No te apenes, mi dulce nietita —decía ella—. No llores por mí cuando ya no esté. Preferiría que me olvidaras para siempre, antes de que mi recuerdo te cause pena.

—Oh, abuelita, ¿cómo podría olvidarte jamás? —exclamé.

—Entonces recuerda los momentos felices, hija.

—Momentos felices… ¿Qué momentos felices puede haber para mí cuando no estés?

—Eres demasiado joven, no querrás que tu vida esté atada a la de una vieja. He tenido mi día y tú tendrás el tuyo. Tendrás felicidad y placer por delante, Kerensa. Son tuyos. Tómalos. Consérvalos. Has recibido una lección, muchacha. Apréndela bien.

—No me dejes, abuelita —rogué—. ¿Cómo podré arreglarme sin ti?

—¿Es mi Kerensa quien habla? ¿Mi Kerensa, que está dispuesta a enfrentarse con el mundo?

—Contigo, abuelita… no sola. Siempre estuvimos juntas; no puedes abandonarme ahora.

—Escúchame, preciosa. Tú no me necesitas. Amas a un hombre y así es como debe ser. Hay un momento en que las aves dejan el nido. Vuelan solas. Tienes un fuerte par de alas, Kerensa. No temo por ti. Has volado alto, pero volarás más alto aún. Ahora harás lo que sea bueno y justo. Tienes toda la vida por delante. No te inquietes, dulce bien, me alegro de morir. Estaré junto a mi Pedro, pues dicen algunos que seguimos viviendo después de morir. No siempre lo creí, pero quiero creerlo ahora… y como casi todos, creo lo que quiero creer. Vamos, cariño mío, no llores. Debo irme y tú quedarte, pero te dejo feliz. Eres libre, mi amor. El hombre de tu corazón te aguarda. No importa dónde estén, mientras estén juntos. No te preocupes por la pobre abuelita Be cuando tienes al hombre a quien amas.

—Abuelita, quiero que vivas y estés con nosotros. Quiero que conozcas a nuestros hijos. No puedo perderte, porqué algo me dice que nada será igual sin ti.

—Ah, hubo un tiempo en que eras tan orgullosa y feliz, cuando acababas de convertiría en la señora Saint Larston… Entonces no creo que pensaras en otra cosa sino en hacer la gran dama. Pues ahora, preciosa, serás de nuevo la misma, salvo que esta vez no será por una mansión y por el hecho de ser una elegante dama; será por amor a tu hombre… y no hay en el mundo felicidad que se compare con ésa. Ahora, querida mía, poco tiempo nos queda, así que debemos decir lo que se debe decir. Suéltame el cabello, Kerensa. —Te molestaría, abuelita.

—No, suéltamelo, te digo. Quiero sentirlo en torno a mis hombros —insistió ella, y la obedecí—. Es negro todavía… Aunque en los últimos tiempos he estado demasiado cansada para darle el tratamiento adecuado. Él tuyo debe quedar igual, Kerensa. Debes permanecer bella, porque él te ama en parte por eso. La cabaña está tal como la dejé, ¿no es cierto?

—Sí, abuelita —repuse, pues era verdad.

Al irse a vivir con Essie y Joe, ella había estado ansiosa por conservar su cabaña. En los primeros tiempos había ido allá con frecuencia, y aún utilizaba las hierbas que allí guardaba para sus preparados. Más tarde había enviado a Essie en busca de lo que necesitaba, o a veces me había pedido que lo fuese a buscar.

Nunca me había gustado ir a la cabaña. Había odiado mis recuerdos de otras épocas, porque uno de mis mayores deseos había sido olvidar que alguna vez había vivido en tan humilde situación. Eso era necesario, me decía yo, para que pudiese representar con éxito mi papel de gran dama.

—Entonces ve allá, cariño mío, y en el aparador del rincón hallarás mi peineta y mi mantilla, que son tuyas, y allí estará también la receta para tu cabello, que lo conservará negro y brillante todos los días de tu vida. Es fácil de preparar con las hierbas adecuadas; ¡vieja como soy, no tengo un solo cabello gris! Prométeme que irás, preciosa…

—Lo prometo.

—Y quiero que me prometas otra cosa, mi niña adorada. No apesadumbrarte. Recuerda lo que dije. Llega un momento en que las hojas se marchitan en los árboles y yo no soy más que una pobre hoja seca a punto de caer.

Hundí la cara en su almohada y empecé a sollozar. Ella me acariciaba los cabellos como a una niña, mientras yo le imploraba que me consolara.

Pero la muerte estaba en el recinto; había ido en busca de abuelita Be y ella no tenía ningún poder, ninguna poción lista para contener a la muerte.

Murió esa noche. Cuando fui a verla por la mañana siguiente se la veía tan tranquila, allí acostada, con la cara rejuvenecida, el negro cabello pulcramente trenzado, como una mujer que está lista para irse en paz porque su labor está cumplida.

* * *

Fue Kim, junto con Carlyon y Mellyora, quienes me consolaron después de morir abuelita Be. Todos hicieron lo posible por arrancarme de mi melancolía; yo me consolé porque durante esos días tuve la certeza de que Kim me amaba, y estaba convencida de que él esperaba a que yo me recobrara de la impresión sufrida por el descubrimiento del cadáver de Johnny y la muerte de abuelita.

Solía encontrarlos a él y a Mellyora hablando, de mí, planeando cómo distraer mis pensamientos de los sucesos recientes. Como resultado se nos agasajaba a menudo en el Abbas y Kim visitaba con frecuencia la Casa Dower. Nunca hubo un día en que no nos reuniéramos.

Carlyon también hacía lo posible. Siempre había sido dulce, pero durante esos días fue mi acompañante constante; entre los tres me sentía rodeada de amor.

El otoño se había asentado con los habituales ventarrones del sudoeste; los árboles eran rápidamente despojados de sus hojas. Solamente los cortos abetos se inclinaban y oscilaban al viento, tan verdes y brillantes como siempre; en los setos colgaban las telarañas, y en los finos hilos fulguraban las gotas de rocío como cuentas de cristal.

El viento amainó y la niebla llegó flotando desde la costa. Esa tarde pendía en trozos cuando me encaminé a la cabaña de abuelita.

Le había prometido que iría en busca de la fórmula que ella tanto había deseado darme; me la llevaría junto con la peineta y la mantilla, y las guardaría con cariño en recuerdo de ella. Joe había dicho que no debíamos dejar abandonada la cabaña. La ordenaríamos bien y la alquilaríamos. ¿Por qué no?, pensé. Era agradable ser dueños de alguna propiedad, por pequeña que fuese, y la cabaña que fuera construida en una noche por el abuelo Be tenía cierto valor sentimental.

Siempre me había parecido que la cabaña, estando a cierta distancia del resto de la aldea y rodeado por un bosquecillo de abetos, se encontraba aparte. Me alegré de eso entonces.

Trataba de fortalecerme, porque desde la muerte de abuelita no había visitado la cabaña y sabía que iba a ser una dolorosa experiencia.

Debía tratar de recordar sus palabras. Debía tratar de hacer lo que ella querría. Es decir, olvidar el pasado, no entristecerme, vivir feliz y juiciosa como ella lo habría querido.

Tal vez fuese la quietud de la tarde; tal vez fuese mi misión, pero de pronto tuve una sensación de inquietud, una extraña percepción de que no estaba sola; de que en alguna parte, no lejos de allí, alguien me observaba… con perversas intenciones.