Tal vez oí algún ruido en esa tarde silenciosa; tal vez había estado tan sumida en mis pensamientos, que no lo reconocí como una pisada; pero sin embargo tuve la incómoda sensación de que era seguida, y mi corazón empezó a latir con rapidez.

—¿Hay alguien allí? —pregunté en voz alta.

Escuché. Todo a mi derredor, el silencio era absoluto.

Me reí de mí misma. Me estaba obligando a visitar la cabaña, cosa que no quería hacer. Tenía miedo, no de algo maligno, sino de mis propios recuerdos.

Apresuré el paso hasta la cabaña y entré. Debido a aquel susto repentino en el bosquecillo, eché el pesado cerrojo. Me quedé apoyada en la puerta, mirando alrededor de mí esas paredes familiares de arcilla y paja. ¡El talfat, donde yo había pasado tantas noches! Qué sitio acogedor me había parecido durante mis primeros días en la cabaña, cuando había traído a Joe en busca de un refugio con abuelita.

Las lágrimas me cegaban; no debía haber venido tan pronto.

Procuraría ser juiciosa. El sentimentalismo siempre me había impacientado y allí estaba ahora, llorando. ¿Era esa la muchacha que se había abierto paso desde la cabaña hasta la mansión? ¿Era esa la muchacha que había negado a Mellyora el hombre a quien ésta amaba?

"Pero no estás llorando por otros", me dije. "Estás llorando por ti misma."

Entré en el depósito y encontré la fórmula, tal como me había dicho abuelita. El cielo raso estaba húmedo. Para que viviese alguien en la cabaña, habría que repararlo. Sin duda sería necesario hacer algunas renovaciones. Tuve la idea de agregarle dependencias, convirtiéndola en una casita acogedora.

Entonces, de pronto, me quedé inmóvil, porque estaba segura de que alguien probaba el picaporte de la puerta, sigilosamente.

Cuando se ha vivido muchos años en una casa se conocen todos sus ruidos; el chirriar especial del talfat; la tabla del piso que está suelta, el sonido peculiar del picaporte al levantarse, el crujido de la puerta.

Si alguien estaba afuera, ¿por qué no golpeaba? ¿Por qué probaban la puerta con tanto sigilo?

Salí del depósito, entré en la habitación de la cabaña, fui rápidamente a la puerta y allí aguardé a que el picaporte se moviese. No sucedió nada. Y entonces, de pronto, la ventana se oscureció momentáneamente. Yo, que tan bien conocía la cabaña, percibí de inmediato que alguien estaba allí de pie, mirando hacia adentro.

No me moví. Estaba aterrada. Me habían empezado a temblar las rodillas, y cubría mi piel un frío sudor, aunque no sabía por qué tenía que estar tan asustada.

¿Por qué no corrí a la ventana para ver quién espiaba? ¿Por qué no grité "Quién está allí", como en el bosquecillo?

Entonces no pude decirlo. Sólo pude quedarme acurrucada contra la puerta.

El cuarto se iluminó repentinamente; supe entonces que quien había estado mirando por la ventana ya no estaba allí.

Me sentía muy asustada. No sabía por qué, ya que no era timorata por naturaleza. Debo de haber permanecido allí, sin atreverme a moverme, durante un lapso que parecieron diez minutos, pero que no pueden haber sido más de dos. Apretaba la fórmula, la peineta y la mantilla como si fueran un talismán que podía protegerme del mal.

—Abuelita —susurraba—, protégeme, abuelita.

Era casi como si su espíritu estuviese allí, en la cabaña, como si me estuviese diciendo que me recobrara, que fuese valiente como antes.

¿Quién habría podido seguirme hasta allí?, pensaba yo. ¿Quién podía querer hacerme daño?

¿Mellyora, por arruinarle la vida? Como si Mellyora pudiese hacer daño a alguien.

¿Johnny? Porque se había casado conmigo cuando no tenía por qué hacerlo. ¿Hetty? Porque él se había casado conmigo cuando era tan importante que se casara con ella.

¡Temía a los fantasmas!

Eso era un disparate. Abrí la puerta de la cabaña y salí; no había nadie a la vista.

—¿Hay alguien allí? —grité—. ¿Alguien me busca?

No hubo respuesta. Apresuradamente cerré la puerta con llave y eché a correr, atravesando el bosquecillo hasta el camino.

No me sentí a salvo hasta que pude divisar la Casa Dower; pero al cruzar el jardín vi que había fuego encendido en la sala; Kim estaba de visita.

Con él estaban Mellyora y Carlyon; todos conversaban con animación. Cuando golpeé la ventana, todos miraron hacia mí; en sus rostros era evidente el agrado.

Cuando me reuní con ellos junto al fuego pude decirme que había imaginado el misterioso episodio en la cabaña.

* * *

Las semanas empezaron a pasar. Para mí fue un período de espera… y hubo momentos en que creí que Kim sentía lo mismo. A menudo me parecía que estaba a punto de hablarme. Carlyon se había hecho amigo suyo, aunque nadie podía reemplazar a Joe en el afecto y la estima de Carlyon. Pero se le permitía disponer de los establos del Abbas y para él era como si aún viviese allí. Así quería Kim que fuese, y esta actitud me causaba sumo placer, pues parecía un indicio de sus intenciones. Haggety había vuelto a su antiguo puesto, seguido por la señora Salt y su hija. Entonces fue como si nos hubiésemos mudado a la Casa Dower por mera conveniencia, y como si el Abbas fuese nuestro hogar, igual que antes.

Éramos como una íntima familia; Kim y yo, Carlyon y Mellyora. Y yo era su centro, porque ellos estaban inquietos por mí.

Una mañana Haggety me trajo un mensaje de Kim. Se quedó esperando mientras yo lo leía, ya que, según me dijo, debía llevar la respuesta. Decía así:

"Mi querida Kerensa: Tengo algo que decirte. Hace un tiempo que me proponía decírtelo, pero dadas las circunstancias pensé que aún no estarías lista para tomar una decisión. Si es demasiado pronto, deberás perdonarme y lo olvidaremos por un tiempo. ¿Dónde será mejor que hablemos? ¿Aquí en el Abbas, o prefieres que yo vaya a la Casa Dower? ¿Te conviene las tres de la tarde? Afectuosamente, Kim".

Me sentí jubilosa. "¡Ahora!", me dije. "Este es el momento." Y sabía que nada en mi vida había sido tan importante para mí.

Decidí que fuera en el Abbas… ese lugar del destino. Haggety aguardó a mi lado mientras yo escribía:

"Querido Kim: Gracias por tu mensaje. Me interesa en grado sumo escuchar lo que quieres decirme, y quisiera ir al Abbas esta tarde a las tres. Kerensa."

Mientras Haggety tomaba el mensaje y salía, me pregunté si él, la señora Rolt y las Salt estarían hablando de mí y de Kim; me pregunté si reirían diciéndose que en el Abbas pronto habría una nueva ama… la antigua ama.

Yendo a mi habitación, estudié mi imagen en el espejo. No tenía el aspecto de una mujer que se había enterado recientemente del asesinato de su marido. Tenía los ojos brillantes; en mis mejillas había un tenue color… cosa poco habitual en mí, pero que me sentaba muy bien, ya que se avenía con el resplandor de mis ojos. En ese momento eran sólo las once. Poco después Mellyora y Carlyon volverían de su paseo. No debían sospechar lo alterada que yo estaba, de modo que debería tener cuidado durante la merienda.

Decidí lo que me pondría. Lástima que estaba de luto. No se debería estar de luto cuando se recibía una propuesta de matrimonio. No obstante, tendría que hacer un simulacro de llevar luto durante un año; el matrimonio no podría tener lugar hasta que ese año terminase. ¿Un año desde la muerte de Johnny, o desde su descubrimiento? ¿Qué se esperaría de mí? ¿Acaso debía soportar un año de viudez? Contaría desde la noche en que Johnny había desaparecido.

Qué viuda alegre iba a ser… Pero debía ocultar mi felicidad, como había logrado hacerlo con tanto éxito hasta entonces. Nadie había supuesto mi júbilo cuando se halló el cadáver de Johnny.

¿Un toque de blanco sobre mi vestido negro? ¿Y el de seda color lavanda? Era de medio luto; y si lo tapaba con un abrigo negro y me ponía mi toca negra con el ondulante velo de viuda… Podía quitarme la capa y la toca mientras bebía el té… ya que seguramente iba a tomar té. Haríamos nuestros planes junto a la mesa del té. Yo serviría el té como si ya fuese el ama de la casa.

El vestido color lavanda, decidí. Nadie lo vería. Cruzaría el prado desde la Casa Dower hasta el Abbas, pasando frente a las Vírgenes y la antigua mina. Decidí que, ahora que estaba demostrada la inutilidad de la mina, haríamos retirar todo signo de ella. Sería peligrosa para nuestros hijos.

Durante la merienda, tanto Carlyon como Mellyora advirtieron el cambio en mí.

—Nunca te he visto con tan buen aspecto —me dijo Mellyora.

—Parece que te hubiesen dado algo que quisiste durante mucho tiempo —añadió Carlyon—. ¿Es así, mamá?

—No he recibido ningún regalo esta mañana, si a eso te refieres.

—Pensé que tal vez sí —insistió él—, Y me preguntaba qué sería.

—Te estás asentando —agregó Mellyora—, Estás llegando a un acuerdo con la vida.

—¿Qué acuerdo? —inquirió Carlyon.

—Quiere decir que le gustan las cosas tal como son.

"Cuando regrese, sabrán", pensé.

Tan pronto como terminó la merienda, me puse el vestido de seda color lavanda y me peiné con sumo cuidado, utilizando la peineta española. Eso me hacía más alta, dándome un aspecto regio; digna señora del Abbas. Quería que Kim estuviese orgulloso de mí. Como no podía usar la toca debido a la peineta, me puse la capa, que cubría adecuadamente mi vestido, y quedé lista. Era temprano. Tenía que esperar, así que me senté junto a la ventana y miré hacia donde apenas podía divisar la torre del Abbas entre los árboles, y supe que era allí donde quería estar, más que en ninguna otra parte del mundo… allí, con Kim y el futuro.

Abuelita tenía razón; yo había aprendido mi lección. Estar enamorada era el sentido mismo de la existencia. Y yo estaba enamorada… no de una casa esta vez, sino de un hombre. Si Kim hubiera dicho que quería recorrer el mundo; si hubiera dicho que quería que yo lo acompañara de regreso a Australia, yo lo habría hecho… de buen grado. Habría sentido nostalgia del Abbas toda la vida, pero no habría querido volver a él sin mi familia.

Pero no hacía falta pensar en eso. La vida me ofrecía la perfección: Kim y el Abbas.

Por fin pude partir. Era una tarde templada; un sol otoñal hacía brillar las plumosas ramas de los abetos. Nunca la tierra había parecido ofrecer tanto; el penetrante aroma de los pinos, la hierba y el suelo húmedo; la calidez del sol era acariciadora, al igual que la tenue brisa del suroeste que parecía traer exóticos olores desde el mar. Esa tarde estaba yo enamorada de la vida como nunca lo había estado antes.

No debía llegar demasiado temprano; por eso me interné en el prado para detenerme dentro de ese círculo de piedras que, quién sabe cómo, se habían convertido en un símbolo de mi vida. Ellas también habían amado la vida, pero eran las vírgenes insensatas. Eran cual mariposas que despertaron al sol; habían bailado en sus rayos demasiado locamente y habían caído muertas. Convertidas en piedra. Pobres seres desdichados. Pero era la ausente, la séptima, la que siempre ocupaba el primer lugar en mis pensamientos cuando me encontraba allí.

Entonces pensé en mí misma inmóvil dentro de la pared, y en todos nosotros allí reunidos. Era como el comienzo de un drama teatral… todos los personajes principales congregados. Algunos actores habían encontrado la tragedia; otros, la felicidad eterna. El pobre Johnny, que había tenido una muerte violenta; Justin, que había optado por la reclusión; Mellyora que había sido castigada por el destino porque no había tenido la fuerza suficiente para luchar por lo que anhelaba; y Kerensa y Kim, que darían al relato su final feliz.

Rogué entonces que mi matrimonio fuese fructífero. Tenía a mi hijo idolatrado y tendría otros… de Kim y míos. Carlyon tendría el título nobiliario y el Abbas, ya que era un Saint Larston y el Abbas había sido propiedad de los Saint Larston desde que alguien podía recordar; pero yo planearía futuros brillantes para los hijos e hijas que Kim y yo tendríamos.

Crucé los jardines rumbo al Abbas. Me detuve ante el gran pórtico y llamé; apareció Haggety.

—Buenas tardes, señora. El señor Kimber la espera en la biblioteca.

Cuando entré, Kim vino a mi encuentro. Pude intuir su excitación. Recibió mi capa y no evidenció sorpresa alguna al ver que yo había dejado de lado el luto. Miraba mi rostro, no mi vestido.

—¿Hablamos primero y bebemos té luego? —inquirió—. Hay mucho por conversar.

—Sí, Kim —repuse con presteza—. Hablemos ahora.

Entrelazando su brazo con el mío, me condujo a la ventana, donde nos quedamos uno junto al otro, contemplando los jardines. Viendo desde allí el círculo de piedras en el prado, pensé que aquel era el escenario perfecto para su propuesta.