Bruscamente se incorporó y emprendimos el regreso a la cabaña.
Joe había salido con Pichón, y mi abuela me condujo al depósito. Estaba allí un viejo cajón de madera, siempre cerrado; lo abrió y me mostró lo que contenía. Eran dos peinetas y dos mantillas españolas. Se puso una peineta en el cabello y se lo tapó con la mantilla, diciendo:
—Mira, así le gustaba verme a Pedro. Decía que, cuando hiciera su fortuna, me llevaría a España, y que yo me abanicaría sentada en un balcón mientras el mundo pasaba frente a mí.
—Estás hermosa, abuelita.
—Uno de estos es para ti, cuando seas mayor —continuó—. Y cuando yo muera, serán todos para ti.
Después me puso en la cabeza la otra peineta y la otra mantilla, y estando una junto a la otra fue sorprendente lo mucho que nos parecíamos.
Me alegré de que me hubiese confiado algo que, yo lo sabía, no había revelado a ninguna otra persona viviente.
Jamás olvidaré ese momento en que nos pusimos una junto a la otra, con nuestras peinetas y mantillas, tan incongruentes entre las cazuelas y las hierbas. Y afuera, el estruendo de las escopetas.
* * *
Desperté con la luz de la luna, aunque no era mucho de ella lo que penetraba en nuestra cabaña. Me rodeaba un silencio que era inusitado. Sentada en el talfat, me pregunté qué pasaba. No se oía ruido alguno. Ni la respiración de Joe, ni la de abuelita. Recordé que abuelita había salido para ayudar en un parto. Lo hacía con frecuencia y nunca sabíamos cuándo iba a regresar, de modo que su ausencia no era sorprendente. Pero ¿dónde estaba Joe?
—¡Joe! ¡Joe!, ¿dónde estás? —exclamé. Luego miré su lado del talfat; no estaba allí—. ¡Pichón! —llamé; no hubo respuesta.
Bajé la escalerilla; no tardé más de uno o dos segundos en explorar la cabaña. Crucé hasta el depósito, pero Joe no estaba tampoco allí. De pronto pensé en la última vez que había estado allí, cuando abuelita me había engalanado el cabello, ataviándome con la mantilla y el peine españoles; recordé el fragor de las escopetas.
¿Era posible que Joe hubiese sido tan necio de ir al bosque en busca de pájaros heridos? ¿Estaba loco acaso? Si entraba en el bosque, sería un intruso, y si lo atrapaban… Esa era la época del año en que ser intruso se consideraba doblemente delictivo.
Me pregunté cuánto tiempo haría que estaba ausente. Abriendo la puerta de la cabaña me asomé, intuyendo que era poco más de la medianoche.
Regresé a la cabaña y me senté, sin saber qué hacer. Deseaba que entrase abuelita. Tendríamos que hablar con Joe, hacerle entender el peligro que corría al hacer algo tan temerario.
Era una noche tranquila y bella. Todo parecía levemente misterioso, pero cautivador, tocado por la luz de la luna. Pensando en las Siete Vírgenes, deseé estar yendo a ver las piedras, como me lo había prometido yo misma, en vez de salir en busca de Joe..
El aire estaba frío, pero eso me alegró y corrí hasta llegar al bosque. Me detuve al borde de él, pensando qué hacer luego. No me atrevía a llamar a Joe, porque si andaban por allí algunos guardabosques, eso atraería su atención. Con todo, si Joe había entrado en el bosque, no me sería fácil encontrarlo. " ¡Joe, grandísimo tonto!", pensé. "¿Por qué tienes que tener esta obsesión, cuando te lleva a hacer cosas como ésta, que podrían traer problemas… grandes problemas?"
Me detuve junto al cartel que, como sabía, decía "Privado" e indicaba a las personas que, si eran intrusas, serían enjuiciadas. Había de estos carteles por todo el bosque, como advertencia.
—¡Joe! —susurré; después me pregunté si había hablado demasiado alto.
Me interné un poco en el bosque, pensando lo tonta que era. Más valía irme a casa. Quizá, Joe ya estuviese allí.
Horribles cuadros me pasaban por la mente. ¿Y si encontraba un pájaro herido? Si lo atrapaban con el pájaro. Pero si él era un necio, no hacía falta que yo lo fuese. Debía regresar a la cabaña, trepar al talfat y dormirme. Nada podía yo hacer.
Pero me resultaba difícil salir del bosque, porque Joe estaba a mi cuidado y yo debía ocuparme de él. Yo misma jamás me perdonaría si le fallaba.
Recé, esa noche allí en el bosque, porque nada malo le ocurriese a mi hermano. La única vez que yo pensaba en rezar era cuando quería algo. Entonces recé con todo mi ser, desesperada y seriamente, y aguardé a que Dios contestase.
No sucedió nada, pero yo permanecí inmóvil, llena de esperanzas. Demoraba el regreso porque algo me decía que, si yo volvía, Joe no estaría allí en la cabaña, cuando oí un ruido. Me puse alerta, escuchando; era el plañir de un perro.
—¡Pichón! —susurré, y al parecer hablé más alto de lo que pensaba, pues mi voz repercutió en el bosque. Un crujir de malezas y luego apareció el perro, abalanzándose sobre mí, emitiendo sonidos bajos, lastimeros, mirándome como si quisiese decirme algo. Me arrodillé—. Pichón, ¿dónde está él, Pichón? ¿Dónde está Joe?
Cuando se apartó de mí, corriendo hasta cierta distancia, se detuvo y me miró, supe que trataba de indicarme que Joe se hallaba en alguna parte del bosque, y que él me llevaría a su lado. Seguí a Pichón.
Cuando vi a Joe, enmudecí de horror. No pude hacer otra cosa que permanecer inmóvil, mirándolo con fijeza a él y a ese espantoso artefacto en que estaba sujeto. No podía pensar en nada, tan grande era mi desesperación. Joe, atrapado en el bosque vedado… atrapado en una trampa para intrusos.
Procuré tirar del acero cruel, pero no cedió a mis escasas fuerzas.
—¡Joe! —susurré. Pichón gimoteaba y se frotaba contra mí, mirándome, implorándome ayuda, pero Joe no me contestaba.
Frenéticamente tiraba yo de esos horrendos dientes, pero no lograba apartarlos. Me dominó el pánico; tenía que liberar a mi hermano antes de que se lo encontrara en esa trampa. Si estaba vivo, lo llevarían ante los jueces. Sir Justin no tendría piedad. ¡Si acaso estaba vivo! Tenía que estar vivo… Que Joe estuviese muerto era algo que yo no podía soportar. Cualquier cosa menos eso, pues mientras él viviera, yo siempre podía hacer algo por salvarlo. Haría algo.
Siempre era posible hacer lo que una quería… con tal que se lo intentase lo suficiente, era una de las máximas de abuelita, y yo daba crédito a todo lo que ella me decía. Y ahora, cuando me veía frente a algo difícil… la tarea más importante que había tenido que efectuar en mi vida… no podía hacerlo. .
Me sangraban las manos. No sabía cómo abrir aquella cosa horrenda. Ponía en ello todas mis fuerzas y no lo conseguía. Debía de haber algún otro modo. Una sola persona no podía abrir una trampa para hombres; tenía que conseguir ayuda. Abuelita debía regresar allí conmigo. Pero abuelita, pese a toda su sabiduría, era una anciana. ¿Sería capaz de abrir la trampa? Me dije que ella podía hacer cualquier cosa. Sí; yo no debía perder más tiempo. Debía volver junto a abuelita.
Pichón me miraba con ojos anhelantes. Lo toqué y le dije:
—Quédate con él. Luego partí a la carrera.
Corrí más velozmente que nunca en mi vida, y sin embargo, ¡cuánto me pareció tardar en llegar al camino! Constantemente escuchaba por si oía voces. Si los guardabosques de Sir Justin descubrían a Joe antes de que yo pudiera salvarlo, sería desastroso. Imaginé a mi hermano cruelmente tratado, azotado, esclavizado.
Mi respiración sonaba como si sollozara cuando me lancé a través del camino; tal vez por eso no percibí el resonar de pasos hasta que llegaron casi junto a mí.
—Hola, ¿qué ocurre? —dijo una voz.
Yo conocía esa voz; era la de un enemigo, el que ellos habían llamado Kim.
Me dije que él no debía atraparme, no debía saber; pero él había echado a correr y sus piernas eran más largas que las mías. Me sujetó por el brazo y me obligó a volverme hacia él. Lanzando un silbido exclamó:
—¡Kerensa, la niña del muro!
—Suéltame.
—¿Por qué corres de noche por la campiña? ¿Eres una bruja? Sí, lo eres. Arrojaste lejos tu escoba cuando me oíste llegar.
Traté de zafar mi brazo, pero él no me soltaba. Acercando su rostro al mío, dijo:
—Tienes miedo. ¿De mí?
—No tengo miedo de ti —repuse, tratando de darle puntapiés.
Entonces pensé en Joe que yacía en esa trampa, y me sentí tan desdichada e indefensa que las lágrimas brotaron en mis ojos.
Cambiando repentinamente de actitud, dijo:
—Oye, no te haré daño.
Y yo sentí que algo debía haber de bondad en alguien que podía hablar con una voz como esa.
Era joven y fuerte, mucho más alto que yo… y en ese momento se me ocurrió algo: tal vez él supiese cómo abrir la trampa.
Vacilé. Sabía que debíamos actuar con rapidez. Más que ninguna otra cosa, quería que Joe viviese; para que viviera debía ser rescatado pronto.
Decidí correr el riesgo, y tan pronto como lo corrí lo lamenté; pero ya estaba hecho y no era posible echarse atrás.
—Se trata de mi hermanito —dije.
—¿Dónde está?
—En… una trampa —respondí, mirando hacia el bosque.
—¡Dios santo! —exclamó, y luego—: Muéstrame.
Cuando lo guié hasta allí, Pichón corrió a nuestro encuentro. Ahora Kim estaba muy serio, pero sabía cómo hacer para abrir la trampa.
—Aunque no sé si lo conseguiremos —me advirtió.
—Debemos hacerlo —repliqué con vehemencia, y la boca se le alzó levemente en las puntas.
—Lo haremos —me aseguró; y entonces yo supe que podríamos.
Me indicó qué hacer y trabajamos juntos, pero el cruel resorte se resistía a soltar a su víctima. Me alegré… me alegré tanto… de haberle pedido ayuda, porque comprendí que abuelita y yo jamás habríamos podido hacerlo.
—Oprime con todas tus fuerzas —me ordenó.
Eché todo mi peso encima del maligno acero mientras Kim, lentamente, soltaba el resorte. Luego lanzó un hondo suspiro de triunfo; habíamos puesto en libertad a Joe.
—Joe —susurré, tal como solía hacerlo cuando él era un crío—. No estás muerto. No debes estarlo.
Cuando sacamos a mi hermano de la trampa, un faisán muerto había caído al suelo. Vi que Kim le lanzaba una rápida mirada, pero sin hacer ningún comentario al respecto.
—Creo que tiene la pierna rota —dijo—. Tendremos que tener cuidado. Será más fácil si yo lo cargo..
Levantó suavemente a Joe en sus brazos. En ese momento amé a Kim, porque era tranquilo y dulce, y parecía importarle lo que nos ocurriera.
Pichón y yo caminábamos a su lado mientras él llevaba a Joe, y yo me sentía triunfante. Pero cuando llegamos al camino recordé que, además de pertenecer a la gente acomodada, Kim era también un amigo de los Saint Larston. Muy posiblemente hubiera sido miembro de la partida de caza de esa tarde; y para esas personas, la preservación de las aves era más importante que la vida de gente como nosotros. Ansiosamente pregunté:
—¿Adónde vas?
—A casa del doctor Hilliard. Tu hermano necesita atención inmediata.
—No —respondí con terror.
—¿A qué te refieres?
—¿No te das cuenta? Preguntará dónde lo encontramos. Ellos sabrán que hubo alguien en la trampa. Lo sabrán, ¿no te das cuenta?
—Robando faisanes —comentó Kim.
—No… no. Él jamás robó. Quería ayudar a las aves. Se interesa por las aves y los animales. No puedes llevarlo al médico. Por favor… por favor… —Lo tomé de la chaqueta, mirándolo.
—¿Adónde, entonces? —inquirió él.
—A nuestra cabaña. Mi abuelita sabe tanto como un médico. Así nadie sabrá…
Se detuvo y pensé que no haría caso de mi súplica. Luego dijo:
—Está bien. Pero creo que él necesita un médico. —Necesita estar en casa conmigo y con su abuelita. —Estás decidida a salirte con la tuya. ¡Pero te equivocas!
—Es mi hermano. Tú sabes lo que ellos le harían.
—Muéstrame el camino —dijo él, y yo lo conduje a la cabaña.
Abuelita estaba a la puerta, asustada, sin saber qué se había hecho de nosotros. Mientras yo, en jadeantes sacudidas, le contaba lo que había ocurrido, Kim, sin decir nada, llevó a Joe dentro de nuestra cabaña y lo tendió en el suelo, donde abuelita había extendido una manta. Joe parecía muy pequeño.
—Creo que se rompió una pierna —dijo Kim. Abuelita movió la cabeza afirmativamente.
Juntos le ataron la pierna a un palo; parecía un sueño ver a Kim allí, en nuestra cabaña; recibiendo órdenes de abuelita. Luego él aguardó mientras ella lavaba las heridas de Joe y las frotaba con ungüento. Cuando abuelita hubo terminado, Kim dijo:
—Sigo creyendo que debería verlo un médico.
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