Entonces vi a dos personas que me causaron un sobresalto de consternación. Los reconocí como el mayordomo y el ama de llaves del Abbas. Solamente una finalidad habría podido llevarlos a la feria, y se encaminaban en línea recta a la plataforma. Entonces empecé a tener miedo. Un sueño mío había sido vivir algún día en el Abbas Saint
Larston; yo había vivido con ese sueño, porque abuelita Be me había dicho que, si una creaba un sueño y hacía cuanto podía por volverlo realidad, era casi seguro que con el tiempo lo sería. Ahora veía que ese sueño podía hacerse fácilmente realidad… yo podría vivir en el Abbas… ¡como criada doméstica!
Cientos de imágenes pasaron veloces por mi mente. Pensé en el joven Justin Saint Larston dándome órdenes con altanería; en Johnny burlándose de mí, recordándome que era una criada; en Mellyora yendo a tomar el té con la familia, y en mí misma de pie para servirlos, con gorra y delantal. Pensé en Kim allí presente. También pensaba otra cosa. Desde que abuelita me confiara su secreto aquel día en el bosque, yo había pensado mucho en Sir Justin, que era el padre del actual. Se parecían mucho y yo era igual que abuelita. Existía una posibilidad de que lo sucedido a abuelita me pudiese suceder a mí. Al pensarlo ardí de furia y vergüenza.
Se acercaban conversando con mucha seriedad, escudriñando luego a una de las muchachas que se ofrecían para trabajar y que tenía más o menos mi edad. ¿Y si seguían adelante en la fila? Si me elegían, ¿qué?
Luchaba conmigo misma. ¿Debía saltar de la plataforma y correr a mi casa? Me imaginé explicándole a abuelita. Ella comprendería. ¿Acaso el ir allí no había sido sugerencia mía, no de ella?
Entonces vi a Mellyora… refinada y lozana, vestida de color malva, con falda guarnecida y un jubón ajustado, que tenía bordes de encaje en el cuello y las mangas; medias blancas y zapatos negros con carreas, y su rubio cabello asomando bajo su papalina de paja.
En el momento en que la vi, ella me vio, y en ese instante no pude ocultar mi temor. Se me acercó rápidamente, con una expresión de pesar en la mirada, y se detuvo frente mismo a mí.
—¿Kerensa? —Pronunció mi nombre con suavidad.
Yo estaba furiosa porque ella me había visto humillada; y cómo podía no odiarla, allí de pie, pulcra, limpia, lozana, tan refinada… y libre.
—¿Te ofreces para trabajar?
—Así parece —respondí con ferocidad.
—Pero… no lo has hecho antes.
—Son tiempos difíciles —murmuré.
Los dos del Abbas se acercaban. El mayordomo ya tenía posados en mí sus ojos, que brillaban de manera ardiente y pensativa.
Una expresión de entusiasmo asomó al rostro de Mellyora, que contuvo el aliento y comenzó a hablar como si las palabras no le salieran con la rapidez suficiente.
—Kerensa, nosotros estamos buscando alguien. ¿Querrías ir al rectorado?
Fue como la suspensión de una sentencia. El sueño no se me estaba estropeando. No entraría en el Abbas Saint Larston por la puerta trasera. Tenía la sensación de que, si hacía eso, el sueño jamás se haría realidad.
—¡Al rectorado! —repetí tartamudeando—. ¿Entonces viniste aquí a emplear una criada?
Ella movió la cabeza ansiosamente, asintiendo.
—Sí, necesitamos… alguien. ¿Cuándo estarás lista para empezar?
Haggety, el mayordomo, que ya estaba cerca nuestro, dijo:
—Buenos días señorita Martin. —Buenos días.
—Me alegro de verla en la feria, señorita. La señora Rolt y yo vinimos a buscar dos o tres muchachas para la cocina. —Me miraba ahora con ojillos brillantes—. Esta parece aceptable —agregó—. ¿Cómo te llamas?
Alcé la cabeza con altanería.
—Llega usted demasiado tarde —dije—. Ya estoy contratada.
* * *
Ese día flotaba en el aire una sensación de irrealidad. Yo tenía la impresión de que esto no me estaba ocurriendo realmente, de que pronto despertaría y me encontraría en el talfat, soñando como siempre, o riendo con abuelita Be.
Verdaderamente caminaba junto a Mellyora Martin, que me había comprometido para trabajar en el rectorado… ella, una muchacha de mi misma edad.
El señor Haggety y la señora Rolt se habían mostrado tan sorprendidos, que callaron, boquiabiertos, cuando Mellyora se despidió con cortesía. Cuando nos alejamos nos miraban fijamente y oí a la señora Rolt murmurar:
—¡Pues qué me dice usted de eso!
Al mirar a Mellyora, sentí una vaga alarma; intuí que ella empezaba a arrepentirse de una acción apresurada. Estaba segura de que ella no había ido a la feria a contratar a nadie, que había obrado siguiendo un impulso para salvarme de ir a trabajar al Abbas, tal como había procurado salvarme de las burlas de los muchachos cuando me había encontrado en la pared.
—¿Está bien? —pregunté.
—¿Qué cosa?
—¿Que tú me contrates?
—Estará bien.
—Pero…
—Nos arreglaremos —replicó; era muy bonita cuando sonreía, y el desafiante centelleo de sus ojos la hacía más bonita todavía.
Muchos se volvían para mirarnos mientras pasábamos entre las multitudes, frente al del baratillo, que voceaba los méritos de sus mercancías, cómo una botella de esto o de aquello curaría todos los males del mundo; frente al ganso que se asaba y al puesto de obsequios. Presentábamos un gran contraste… ella tan rubia, yo tan morena; ella tan pulcra, y yo, aunque limpia, pues me había lavado el cabello y la bata corta el día anterior, tan mal vestida; ella con sus brillantes zapatos negros, yo descalza. Y a nadie se le ocurriría pensar que ella me había contratado.
Me condujo al linde del campo donde se hallaba instalada la feria, y allí estaban la jaca y el cochecito que, yo lo sabía, pertenecían al rectorado; en el asiento del conductor estaba esa institutriz de edad madura a quien yo había visto con frecuencia en compañía de Mellyora.
Cuando nos acercamos, ella se volvió diciendo:
—¡Dios me valga, Mellyora! ¿Qué significa esto? Como presumí que el "esto" era yo, alcé bruscamente la cabeza y fijé en la institutriz mi más altanera mirada.
—Oh, señorita Kellow, debo explicar… —comenzó a decir Mellyora con un temblor de turbación en la voz.
—En efecto —fue la respuesta—. Hazlo, por favor.
—Esta es Kerensa Carlee. Acabo de contratarla.
—¿Acabas de… qué?
Me volví hacia Mellyora con una mirada de reproche. Si ella había estado haciéndome perder el tiempo… si había estado jugando a quién sabe qué simulación… si aquello era acaso algún juego…
Sacudió de nuevo la cabeza. Otra vez ese inquietante hábito de leer mis pensamientos.
—Todo está bien, Kerensa —dijo—. Déjalo en mis manos.
Me hablaba como si fuese yo una amiga y no una muchacha empleada; habría podido estimar a Mellyora si tan sólo hubiera podido librarme de esa amarga envidia. La había imaginado necia, mansa, bastante obtusa. Sin embargo, no era así. En Mellyora había muchos bríos, como yo iba a comprobarlo.
Ahora era su turno de mostrarse altanera, cosa que logró muy bien.
—Sube, Kerensa. Señorita Kellow, le ruego que nos lleve a casa.
—Vamos, Mellyora…
Esta señorita Kellow era un verdadero dragón; conjeturé que tendría poco más de cuarenta años; sus labios eran apretados, vivaces sus ojos. Sentía una extraordinaria simpatía hacia ella porque, pese a su actitud de superioridad, sólo era, después de todo, una criada.
—Esto —replicó Mellyora, siempre como una joven dama arrogante— es una cuestión entre mi padre y yo.
Así recorrimos el camino hasta Saint Larston. Ninguna de nosotras habló mientras pasábamos frente a las cabañas y la herrería, y llegábamos a la iglesia gris, con su alta torre y el camposanto de lápidas que se caían. Atrás estaba el rectorado. Cuando la señorita Kellow detuvo el coche ante la puerta, Mellyora dijo:
—Ven conmigo, Kerensa.
Bajé junto con ella mientras la señorita Kellow conducía el coche a los establos. Yo pregunté:
—No tenías ningún derecho a emplearme, ¿verdad?
—Claro que tenía derecho —replicó ella—. Si no lo hubiese hecho, tú habrías ido al Abbas, y eso lo habrías odiado.
—¿Cómo lo supiste?
—Lo imaginé —sonrió ella.
—¿Cómo sabes que no voy a odiar esto?
—Por supuesto que no. Mi padre es el mejor hombre del mundo. Cualquiera sería feliz en esta casa. Aunque tengo que explicárselo. —Vaciló, indecisa en cuanto a qué hacer conmigo. Luego dijo—: Acompáñame.
Abrió la puerta y entramos en un gran salón, donde había un florero con narcisos y anémonas encima de un cofre de roble. En un rincón, un reloj de pared marcaba las horas, y frente a la puerta había una ancha escalinata.
Mellyora me hizo señas de que la siguiera y ambas subimos la escalera. En el rellano, ella abrió una puerta de un tirón, diciendo:
—Espera en mi dormitorio hasta que yo te llame. La puerta se cerró ante mí y quedé sola. Jamás había estado antes en una habitación como esa. En la ventana grande había suaves cortinas azules, y sobre el lecho un cubrecama azul. En el muro había cuadros, y lazos de amor en el empapelado celeste, Lo que más me llamó la atención, empero, fue la pequeña biblioteca que vi junto a la cama. ¡Los libros que Mellyora leía! Me hacían recordar el abismo que nos separaba, de modo que les di la espalda y miré por la ventana. Debajo de mí estaba el jardín del rectorado; más o menos medio acre, con césped y macizos de flores. Y trabajando en el jardín se encontraba el reverendo Charles Martin, el padre de Mellyora. En ese momento vi aparecer a Mellyora, que corrió derecho hacia él y se puso a hablar con seriedad. Yo observaba con atención, sabiendo que se discutía mi destino.
El reverendo Charles se mostraba sorprendido. Mellyora se mostraba enfática. Estaban discutiendo; ella le tomó una mano y siguió hablando con vehemencia. Mellyora imploraba por mí; me pregunté por qué se interesaba tanto.
Pude ver que ella estaba ganando; él no podía negar nada a su encantadora hija. Resignado, asintió con la cabeza y ambos echaron a andar hacia la casa. Pocos minutos después se abría la puerta y allí estaba Mellyora, con esa sonrisa de triunfo.
El reverendo Charles se acercó a mí y, con esa voz que utilizaba en el pulpito, dijo:
—Así que vienes a trabajar con nosotros, Kerensa. Espero que seas feliz aquí.
CAPÍTULO 02
Pronto empecé a comprender qué gran oportunidad me había brindado Mellyora, y aunque más tarde me iban a suceder cosas extrañas, ese primer año en el rectorado me pareció, mientras lo viví, el período más excitante de mi vida. Supongo que esto se debió a que fue entonces cuando llegué a comprender que podía empezar a elevarme a otro mundo.
Mellyora era mi oportunidad. Entendí que yo la atraía tal como ella a mí. Había descubierto en mí ese enorme anhelo de escapar de un entorno que odiaba, y eso la fascinaba.
Naturalmente, yo tenía algunos enemigos en la casa. De ellos, la más formidable era la señora Kellow. Muy estirada, hija también de un párroco, estaba constantemente parapetada en su dignidad, ansiosa por demostrar que solamente la mala suerte la había obligado a ganarse la vida. Tenía afecto por Mellyora, pero era una mujer ambiciosa, y yo, que poseía dicha cualidad en exceso, era rápida para observarla en otros. Igual que yo, ella estaba insatisfecha con su suerte y se proponía mejorarla. Estaba además la señora Yeo, cocinera y ama de llaves, que se consideraba la jefa del personal, incluyendo a la señora Kellow. Entre estas dos había una contienda que me beneficiaba, pues aunque la señora Yeo no lograba entender, según decía, por qué se me había llevado a esa casa, no me tenía tanta inquina como la señora Kellow, y a veces era propensa a ponerse de mi lado simplemente porque hacerlo era estar contra la señora Kellow. Estaban el palafrenero, Tom Belter, y el caballerizo, Billy Toms; se inclinaban a verme de modo más favorable, pero yo no quise saber nada de las familiaridades que ellos se tomaban con Kit y Bess, las criadas, cosa que pronto puse en claro; aun así, no me guardaban rencor y se inclinaban a respetarme por ello. Kit y Bess me miraban con respetuoso temor; esto se debía a que yo era la nieta de abuelita Be; a veces me hacían preguntas sobre abuelita; querían su consejo acerca de sus amoríos, o alguna hierba que les mejorase el cutis. Yo pude ayudarlas, lo cual hizo más cómoda la vida para mí, porque a cambio ellas solían cumplir alguna de las tareas que se me habían asignado.
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