Durante mis primeros días en el rectorado, vi pocas veces a Mellyora; entonces pensé que ella, después de efectuar su buena acción, había dejado allí la cosa. Fui puesta a disposición de la señora Yeo, quien, una vez que dejó de quejarse por mi innecesaria presencia, me encontró tareas que cumplir. Las llevé a cabo sin protestar durante esos primeros días.
Aquel primer día, cuando Mellyora condujo al párroco a su dormitorio, yo le había preguntado si podía ir corriendo a contar a mi abuelita dónde iba a estar, y la autorización fue concedida con presteza. Mellyora había ido conmigo a la cocina, donde ella misma llenó una cesta con sabrosa comida, que yo debía llevar a mi pobre hermano, el que se había caído del árbol. Por eso me hallaba en un estado de cierta exaltación cuando llegué a la cabaña para contar el resultado de haberme ofrecido en la feria de Trelinket para trabajar.
Abuelita me estrechó en sus brazos, tan cercana al llanto como nunca la había visto.
—El párroco es un buen hombre —manifestó—. No lo hay mejor en todo Saint Larston. Y su hija es buena chica. Te irá bien allí, mi amor.
Le hablé de Haggety y de la señora Rolt, que casi me habían contratado, y ella rió junto conmigo cuando le conté cuan aturullados quedaron al verme partir con Mellyora. Abrimos la cesta, pero yo no quise comer nada. Dije que era para ellos; yo comería muy bien en el rectorado.
Esto era, de por sí, un sueño hecho realidad, porque ¿acaso no me había imaginado haciendo la dama dadivosa?
El regocijo se esfumó durante esos primeros días, cuando no vi a Mellyora y me pusieron a fregar tiestos y cacerolas, a dar vueltas al asador o a preparar verduras y limpiar pisos. Pero estaba la compensación de comer bien. Allí no se comía leche aguada con pan. Pero recuerdo haber oído, durante esos primeros días, un comentario que me dejó atónita. Estaba limpiando el piso de pizarra de la casa refrigerante, donde se guardaban la mantequilla, los quesos y la leche, cuando entró Belter en la cocina, a hablar con la señora Yeo. Le oí dar un sonoro beso a la cocinera, lo cual me puso más alerta.
—Suéltame, jovencito —dijo la señora Yeo, riendo entre dientes.
Él no la soltó y hubo un ruido de forcejeo y de respiración agitada. Luego ella dijo:
—Siéntate, pues, y termina ya. Las doncellas te verán.
No convendría que ellas sepan qué clase de hombre eres, señor Belter. .
—No, ése es nuestro secreto, ¿eh?, señora Yeo.
—Suéltame. Suéltame. —Y luego—: Tenemos aquí a esa muchacha, la nieta de la abuelita Be, ¿lo sabías?
—Sí, la he visto. Colijo que es más lista que una carreta llena de monos.
—Oh, es bastante lista. Lo que me extraña es… ¿por qué la tenemos aquí entonces? Al párroco ya le resulta bastante difícil alimentarnos a todos, Dios lo sabe. Entonces trae a esta otra… que come bastante cuando se sienta a la mesa. Es mejor para eso que para trabajar, esto te lo digo yo.
—¿Las cosas van mal entonces?
—Ah, ya sabes, si el párroco tiene medio penique regala uno entero.
Pronto ambos hallaron algo que les interesaba más que los asuntos del párroco o que mi llegada; pero yo seguí pensando mientras limpiaba el piso. En el rectorado, todo me había parecido lujoso; causaba asombro pensar que en esa casa les resultara difícil salir del paso monetariamente.
Yo no lo creía, en realidad. No eran más que habladurías de los sirvientes.
* * *
No hacía una semana que estaba yo en el rectorado, cuando hice realidad mi enorme buena suerte. Se me había enviado a limpiar el cuarto de Mellyora mientras ella estudiaba sus lecciones en la biblioteca con la señorita Kellow. Tan pronto como quedé sola en la habitación, fui a la biblioteca y abrí uno de los libros. En él había láminas con leyendas abajo. Las miré con fijeza, procurando entender qué eran. Me sentía colérica y frustrada, como alguien que está encerrado en una prisión mientras las cosas más interesantes del mundo ocurren afuera nomás.
Me preguntaba si podría aprender sola a leer sacando uno de aquellos libros y mirándolo, aprendiendo la forma de las letras, copiándolas y recordándolas. Olvidé totalmente la limpieza del piso. Me senté en el suelo, saqué un libro tras otro, procurando comparar las letras para obtener algún indicio de lo que ellas significaban. Me encontraba allí sentada cuando Mellyora entró en la habitación.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
Cerrando apresuradamente el libro respondí:
—Estoy limpiando tu habitación.
—Qué absurdo —rió ella—. Estabas sentada en el piso, leyendo. ¿Qué leías, Kerensa? Yo ignoraba que supieras leer.
—Te estás riendo de mí —exclamé—. Basta ya. ¡No pienses que porque me contrataste en la feria, me has comprado!
—¡Kerensa! —dijo ella con altanería, tal como había hablado a la señorita Kellow. Entonces sentí que me temblaban los labios y su expresión cambió de inmediato—. ¿Por qué mirabas los libros? —inquirió con dulzura—. Dímelo, por favor. Quiero saberlo.
Fue ese "por favor" lo que me hizo soltar bruscamente la verdad.
—No es justo —dije—. Yo podría leer si alguien me enseñara cómo hacerlo.
—¿Así que quieres leer?
—Por supuesto, quiero leer y escribir. Quiero eso más que nada en el mundo.
Sentándose en la cama, cruzó sus lindos pies y contempló sus relucientes zapatos.
—Bueno, eso es muy fácil —declaró—. Hay que enseñarte.
—¿Quién me enseñará? —Yo, pues supuesto.
Ese fue el principio. Ella me enseñó, sí, aunque más tarde admitió que pensaba que yo me cansaría pronto de aprender. ¡Cansarme! Yo era infatigable. En el desván, que yo compartía con Bess y Kit, solía despertarme al amanecer y escribir las cartas, copiando las que me había puesto Mellyora como modelo; muchas veces robaba velas del aparador de la señora Yeo y las hacía arder durante la mitad de la noche. Amenazaba a Bess y Kit con terribles desgracias si me delataban, y como yo era la nieta de abuelita Be, ellas accedían dócilmente a guardar mi secreto.
Mellyora estaba asombrada por mis avances, y el día en que yo escribí mi nombre sin ayuda, la emoción la subyugó.
—Es una vergüenza que tengas que hacer este otro trabajo —dijo—. Deberías estar estudiando.
Pocos días más tarde, el reverendo Charles me hizo llamar a su estudio. Era muy delgado, de ojos bondadosos y una piel que parecía tornarse cada día más amarilla. Las ropas le quedaban demasiado grandes, y su cabello castaño claro estaba siempre revuelto y desaliñado. No se preocupaba mucho por sí mismo; se preocupaba sobremanera por los pobres y por las almas de las personas; y más que nada en el mundo, se preocupaba por Mellyora. Se notaba que pensaba en ella como en uno de los ángeles sobre quienes él estaba predicando siempre. Ella podía hacer con él exactamente lo que quería; por eso fue afortunado para mí que ella hubiese heredado de su padre esa preocupación por los demás. El reverendo siempre parecía estar algo inquieto. Yo había creído que esto era porque pensaba en todas las personas que irían al infierno, pero después de que oí la conversación entre Belter y la señora Yeo, se me ocurrió que quizás estuviese inquieto por todo lo que se comía en esa casa y cómo iba a pagarlo él.
—Me dice mi hija que te enseñó a escribir, Kerensa. Eso es muy bueno. Eso es excelente. Quieres leer y escribir, ¿verdad Kerensa?
—Sí, mucho.
—¿Porqué?
Sabiendo que no debía revelarle la verdadera razón, dije mañosamente:
—Porque quiero leer libros, señor. Libros como la Biblia.
Eso le agradó.
—Entonces, hija mía —dijo—, ya que tienes la capacidad, debemos hacer todo lo posible por ayudarte. Mi hija sugiere que mañana participes, junto con ella, en sus lecciones con la señorita Kellow. Diré a la señora Yeo que te excuse de las tareas que deberías estar haciendo en ese momento.
No traté de ocultar mi júbilo, porque no era necesario hacerlo; él me palmeó el hombro.
—Ahora, si descubres que preferirías cumplir tus tareas con la señora Yeo en vez de las que te fije la señora Kellow, debes decirlo.
—¡Jamás lo haré! —respondí con vehemencia.
—Anda, pues —agregó él—, y reza con empeño para que Dios te guíe en todo lo que hagas.
* * *
Esa decisión, que jamás se habría tomado en ninguna otra casa, causó consternación en ésta.
—¡Jamás oí cosa semejante! —refunfuñaba la señora Yeo—, Tomar a esa clase de persona y convertirla en estudiosa. Óiganme bien, hay quienes, dentro de poco, irán a parar al Asilo de Bodmin… y me refiero a gente que no está muy lejos de este cuarto donde estoy. Les digo que el párroco está perdiendo su sano juicio.
Bess y Kit cuchicheaban, diciéndose que aquel era el resultado de un conjuro que abuelita Be había lanzado sobre el párroco. Ella quería que su nieta fuese capaz de leer y escribir igual que una dama. Eso demostraba, ¿verdad?, lo que abuelita Be podía lograr si quería. Yo pensé: " ¡esto será bueno también para abuelita!"
La señorita Kellow me recibió pétreamente; advertí que me iba a decir que ella, una aristócrata empobrecida, no se rebajaría al punto de enseñar a alguien como yo sin presentar lucha.
—Esto es una locura —dijo cuando me presenté.
—¿Por qué? —quiso saber Mellyora.
—¿Cómo crees que podemos continuar con tus estudios si tengo que enseñar el ABC?
—Eso ya lo sabe ella. Ya sabe leer y escribir. —Protestó… vigorosamente.
—¿Qué piensa hacer? —inquirió Mellyora—. ¿Dar un mes de notificación?
—Es posible que lo haga. Quisiera que sepas que di lecciones en la casa de un baronet.
—Lo ha mencionado usted más de una vez —replicó mordazmente Mellyora—. Y ya que tanto lamenta haber dejado esa casa, tal vez deba tratar de encontrar otra parecida.
Era capaz de mostrarse incisiva cuando tenía algo que defender. ¡Qué adalid era!
—Siéntate, pequeña —dijo la señorita Kellow.
Obedecí con suma docilidad porque ansiaba aprender todo lo que ella pudiera enseñarme.
Trató de estropearlo todo, por supuesto; pero mi deseo de aprender y demostrar que ella se equivocaba era tan grande, que dejé asombradas no sólo a Mellyora y la señorita Kellow, sino a mí misma. Habiendo ya dominado el arte de leer y escribir, fácilmente podía perfeccionarme sin ayuda de nadie. Aprendía hechos interesantes acerca de otros países y lo sucedido en el pasado. Pronto pude igualar a Mellyora; mi plan secreto era superarla.
Pero tenía que luchar constantemente contra la señorita Kellow, que me odiaba y constantemente procuraba demostrar lo estúpido que era perder tiempo en mí, hasta que descubrí un modo de hacerla callar.
La había observado con atención pues ya había aprendido que si se tiene un enemigo, conviene saber tanto como se puede descubrir a su respecto. Si es necesario atacar, hay que buscar las partes vulnerables. La señorita Kellow tenía un secreto. La atemorizaba la inseguridad; no le gustaba ser soltera, en lo cual veía cierta mancha en su femineidad. La había visto dar un respingo ante la referencia "solteronas" y empecé á comprender que tenía la esperanza de casarse con el reverendo Charles.
Cada vez que yo estaba sola con ella en el aula, su actitud hacia mí era desdeñosa; jamás elogiaba lo que yo hacía; si tenía que explicar algo suspiraba con impaciencia. Me causaba antipatía. La habría odiado si no hubiese sabido tanto sobre ella y comprendido que era tan insegura como yo.
Un día, cuando Mellyora había salido del aula y yo estaba guardando nuestros libros, se me cayeron algunos. Ella lanzó su desagradable risa, diciendo:
—Ese no es modo de tratar los libros.
—¿Acaso pude evitar que se me cayeran?
—Hazme el favor de ser más respetuosa cuando me hablas.
—¿Por qué motivo?
—Porque ocupo aquí un puesto importante, porque soy una dama… algo que tú nunca serás.
Deliberadamente deposité los libros sobre la mesa. Le hice frente y clavé en ella una mirada tan despectiva como la de ella a mí.
—Por lo menos —dije, recurriendo al dialecto y el acento que estaba aprendiendo a dejar—, colijo que yo no andaría persiguiendo a un viejo párroco, esperando que él se case conmigo.
—¡Cómo te atreves! —exclamó palideciendo, pero mis palabras la habían golpeado, tal como me lo había propuesto yo.
—Oh, sí que me atrevo —repliqué—. Me atrevo a molestarla como usted lo hace conmigo. Escúcheme ahora, señorita Kellow; tráteme bien y yo la trataré bien. No diré una sola palabra sobre usted… y usted me dará lecciones como si yo fuera hermana de Mellyora, ¿entiende?
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