No contestó; no podía; le temblaban demasiado los labios. Salí entonces, sabiendo que la victoria era mía. Y en efecto, así fue. En adelante ella hizo lo posible por ayudarme a aprender, y dejó de molestarme; y cuando me desempeñaba bien, ella lo decía.

Me sentí tan poderosa como Julio César, cuyas proezas me fascinaban.

* * *

Nadie podía haberse regocijado tanto como Mellyora por mis avances. Cuando yo la aventajaba en las lecciones, ella se alegraba genuinamente. Me cuidaba como a una planta que ella estuviera cultivando; cuando no me desempeñaba tan bien, me hacía reproches. Yo estaba descubriendo que ella era una muchacha extraña… no el simple ser que yo imaginaba. Podía ser tan decidida como yo (o casi) y su vida parecía estar regida por lo que ella consideraba bueno o malo, algo probablemente infundido por su padre. Era capaz de cualquier cosa —por atrevida o audaz que fuese— si estaba convencida de que era correcta. Ella gobernaba en la casa porque no tenía madre y su padre chocheaba Por ella. Por eso, cuando ella dijo que necesitaba una acompañante, una criada personal, yo pasé a ser eso. Era, como se lamentaba continuamente la señora Yeo, algo como ella jamás había oído, pero ya que el rectorado parecía un manicomio, decía ella, no se podía esperar que supiera lo que iba a pasar después.

Se me asignó un cuarto junto al de Mellyora, y pasaba mucho tiempo con ella. Arreglaba sus ropas, las lavaba, compartía sus lecciones e iba de paseo con ella. Le gustaba mucho enseñarme y me enseñó a montar, llevándome en su jaca a dar vueltas por el prado.

No se me ocurría pensar en lo inusitado que esto era.

Simplemente creía que un sueño mío se había vuelto realidad, tal como me había dicho abuelita.

Aunque Mellyora y yo teníamos la misma estatura, yo era mucho más delgada que ella, y cuando me daba vestidos que ella ya no quería, me bastaba con achicarlos para que me quedaran bien. Recuerdo la primera vez que fui a la cabaña con un vestido azul y blanco, de guinga, medias blancas y relucientes zapatos negros… todos regalos de Mellyora. Portaba al brazo una cesta, porque cada vez que visitaba la cabaña llevaba algo.

La única nota discordante en un día perfecto habían sido los comentarios de la señora Yeo, que cuando yo preparaba la cesta, dijo:

—La señorita Mellyora se parece mucho al párroco… es muy afecta a regalar lo que no puede.

Procuré olvidar ese comentario. Me dije que no era más que otro regaño de la señora Yeo, pero fue como una minúscula nube negra en un cielo de verano.

Al cruzar el poblado vi a Hetty Pengaster, la hija del hacendado. Antes del día en que me ofrecí para trabajar en la feria de Trelinket, yo había pensado en Hetty con envidia. Era la única hija del hacendado, aunque éste tenía dos hijos varones —Thomas, que era agricultor como él, y Reuben, que trabajaba para los constructores Pengrant, y que era aquel joven que había creído ver a la séptima virgen cuando se derrumbó el muro del Abbas y. en consecuencia había sido "enredado por los duendes". Hetty érala mimada de la casa, linda y regordeta, con una opulencia que hacía sacudir la cabeza proféticamente a las ancianas, diciendo que los Pengaster debían cuidar que Hetty no tuviese un crío en la cuna antes de tener un anillo en el dedo. Entendí a qué se referían ellas; estaba en el modo en que Hetty caminaba, en las miradas de reojo que lanzaba a los hombres, en los labios gruesos, sensuales. Siempre se ponía cinta en el cabello castaño rojizo y sus vestidos eran siempre ostentosos y de escote bajo.

Estaba casi comprometida con Saul Cundy, que trabajaba en la mina Fedder. Esta sería una extraña unión… pues Saul era un hombre serio, que debía de ser unos diez años mayor que Hetty. Sería un matrimonio aprobado por la familia de ella, ya que Saul no era un minero vulgar. Se le llamaba "capitán Saul" y estaba facultado para emplear hombres; era evidentemente un líder y difícilmente se le habría creído la clase de persona que cortejaría a Hetty. Tal vez la misma Hetty pensara esto, y quisiera divertirse un poco antes de disponerse a un sosegado matrimonio. En ese momento se burló de mí diciendo:

—Vaya, si es Kerensa Carlee… toda engalanada y lista para conquistar.

En un tono que había aprendido de Mellyora, repuse:

—Estoy visitando a mi abuela.

—¡Ooooh! No me diga, señora mía. Tenga cuidado, no se ensucie las manos con gente como nosotros.

Mientras seguía de largo la oí reír, y no me importó en lo más mínimo. A decir verdad, quedé complacida. ¿Por qué había envidiado alguna vez a Hetty Pengaster? ¿Qué importancia tenía una cinta en los cabellos, zapatos en los pies, comparados con la capacidad de escribir y leer, y de hablar como una dama?

Pocas veces me había sentido tan feliz como entonces, cuando seguí camino hacia la cabaña. Encontré sola a abuelita, cuyos ojos brillaban de orgullo cuando me besó. Por más que yo aprendiera, jamás dejaría de amar a abuelita y de anhelar su aprobación.

—¿Dónde está Joe? —pregunté.

Abuelita estaba alborozada. ¿Conocía yo al señor Pollent, el veterinario, que hacía buenos negocios allá por Molenter? Pues había venido a la cabaña. Había oído a alguien decir que Joe era hábil con los animales, y le venía bien alguien así… alguien que pudiese trabajar para él.

Lo adiestraría y tal vez hiciese de él un veterinario.

—¿Entonces Joe fue a ver al señor Pollent?

—Bueno, ¿qué te parece? Era la ocasión de toda una vida.

—Veterinario… Yo pensaba que fuese médico. —La de veterinario es una excelente profesión, hermosa.

—No es lo mismo —respondí melancólicamente.

—Bueno, al menos es un comienzo. Durante un año ganará su manutención, luego se le pagará. Y Joe está feliz como un rey. No piensa en otra cosa que en esos animales.

Repetí las palabras de abuelita:

—Es un comienzo.

—También me quita un peso del espíritu —admitió ella—. Ahora que los veo a los dos asentados, digamos, estoy tranquila.

—Abuelita, creo que una puede conseguir lo que desea —dije—. Quién habría pensado que yo estaría aquí, con zapatos de hebilla y un vestido de guinga con encaje en el cuello.

—Quién lo habría pensado —repitió ella.

—Yo lo soñé, y tanto lo ansié que llegó… Abuelita, está allí, ¿verdad? El mundo entero… ¿allí está si una sabe cómo hacerlo suyo?

Abuelita puso su mano sobre la mía.

—No olvides, preciosa, que la vida no es siempre tan fácil. ¿Y si otra persona tiene ese mismo sueño? ¿Si quiere el mismo trozo del mundo que quieres tú? Has tenido suerte. Todo se debe a la hija del párroco. Pero no olvides que eso fue fortuna; y hay buena fortuna y mala fortuna.

No escuchaba, en realidad. Estaba demasiado contenta. Es cierto; me apesadumbraba un poco que Joe hubiese ido tan solo al veterinario. De haber sido el doctor

Hilliard, yo me habría sentido como una maga que hubiese hallado las llaves del reino en la Tierra.

Con todo, para Joe era un comienzo; y ahora había más para comer en la cabaña. La gente iba a ver a abuelita. Creían de nuevo en ella. ¡Miren a esa nieta suya introduciéndose en el rectorado! ¡Miren a ese nieto! El señor Pollent yendo en persona a la cabaña para preguntar " ¿podría yo adiestrarlo, por favor?" ¿Qué era eso sino brujería? ¡Magia! Llámenlo como quieran. Cualquier anciana capaz de hacer eso podría quitarle a uno las verrugas, podría darle el polvo adecuado para curar esto o aquello, podría ver en el futuro y decirle a uno lo que debía hacer.

Por eso abuelita prosperaba también.

Todos prosperábamos. Nunca se habían vivido tales épocas.

Cantaba sola cuando emprendí el regreso al rectorado.

* * *

Mellyora y yo estábamos juntas mucho tiempo, ahora que yo era una acompañante apropiada para ella. Yo la imitaba en muchos aspectos… andando, hablando, quedándome quieta cuando hablaba, manteniendo baja la voz, conteniendo mi impaciencia, siendo fría en lugar de acalorada. Era un estudio fascinante. La señora Yeo había dejado de refunfuñar; Bess y Kit habían dejado de extrañarse; Belter y Billy Toms ya no me gritaban al pasar; inclusive me llamaban señorita. Y hasta la señorita Kellow era cortés conmigo. No tenía ninguna tarea en la cocina; mi obligación era cuidar las ropas de Mellyora, peinarla, pasear con ella, leer con ella y para ella, hablar con ella. Era la vida de una dama, me aseguraba yo. Y hacía sólo un año que me había ofrecido en la feria de Trelinket para trabajar.

Pero me faltaba lograr mucho. Siempre me sentía un poco deprimida cuando Mellyora recibía invitaciones y salía de visita. A veces la acompañaba la señorita Kellow, a veces su padre; yo jamás. Ninguna de estas invitaciones, naturalmente, incluía a la criada de Mellyora, su doncella o lo que se quisiera llamarla.

A menudo Mellyora iba con su padre a la casa del médico; en muy pocas ocasiones iba al Abbas; jamás iba a la Casa Dower, porque según me explicó, el padre de Kim era capitán de mar y casi nunca estaba en casa, y durante las vacaciones nadie esperaba que Kim recibiera gente; pero cuando iba al Abbas solía encontrarlo allí, porque era amigo de Justin.

Cuando regresaba de una visita al Abbas, Mellyora estaba siempre cabizbaja, y conjeturé que ese lugar significaba algo para ella también… o la gente que allí vivía. Yo podía ver razones para esto. Debía de ser maravilloso entrar audazmente en el Abbas como huésped. Algún día me sucedería eso; de ello estaba segura.

Un domingo de Pascua, aprendí más acerca de Mellyora de lo que antes había sabido. Los domingos eran, naturalmente, días de mucho trajín en el rectorado, debido a tantas ceremonias religiosas. El sonido de las campanas continuaba durante casi todo el día, y como estábamos tan cerca, parecía oírse dentro mismo de la casa.

Yo siempre iba al servicio religioso matinal, del que disfrutaba, principalmente —debo admitirlo— porque me ponía un sombrero de paja de Mellyora y uno de sus vestidos; y sentada en el banco del rectorado me sentía majestuosa e importante. También amaba la música, que siempre me ponía en un estado de regocijo, y me gustaba alabar y dar gracias a Dios que hacía realidad los sueños. Los sermones me resultaban aburridos, pues el reverendo Charles no era un orador inspirado, y cuando, durante ellos, estudiaba a la congregación, mis ojos iban invariablemente a posarse en los bancos del Abbas.

Estos se encontraban al costado de la iglesia, apartados de los demás. Habitualmente había en la iglesia unos cuantos criados de la casa. La fila delantera, donde se debía sentar la familia, estaba casi siempre vacía.

Inmediatamente detrás del banco del Abbas estaban las bellas ventanas de cristal, que según decían algunos, eran de los mejores en Cornualles… azules, rojos, verdes y malvas que resplandecían al sol; eran exquisitas y un Saint Larston las había donado a la iglesia cien o más años atrás; en las dos paredes, a ambos lados de los bancos, había monumentos dedicados a antepasados de los Saint Larston. Inclusive en la iglesia, se tenía la impresión de que los Saint Larston eran dueños de ella, como de todo lo demás.

Toda la familia estaba en el banco aquel día. Supongo que porque era la Pascua. Allí estaba Sir Justin, cuya cara parecía más purpúrea (tal como la del párroco parecía más amarilla) cada vez que yo lo veía; allí estaba su esposa, Lady Saint Larston, alta, de nariz algo ganchuda, con aspecto muy imperioso y arrogante, y los dos hijos, Justin y Johnny, que no habían cambiado mucho desde aquel día en que yo me los había encontrado en el jardín tapiado. Justin se mostraba frío y sereno; se parecía más a su madre que Johnny. Comparado con su hermano, Johnny era bajo, y carecía de la dignidad de Justin; sus ojos recorrían sin cesar la iglesia como si buscase a alguien.

Me encantaba el servicio religioso de Pascua y las flores que decoraban el altar; me encantaba el jubiloso canto de Hosanna. Me parecía saber cómo debía ser alzarse de entre los muertos; durante el sermón, mientras observaba a los ocupantes de los bancos del Abbas, pensaba en el padre de Sir Justin encaprichado con abuelita, y en cómo ella iba a verlo en secreto por el bien de Pedro. Me preguntaba qué habría hecho yo en el lugar de abuelita.

Entonces me di cuenta de que, a mi lado, también

Mellyora observaba el banco del Abbas; su expresión era arrobada, totalmente absorta… y miraba directamente a Justin Saint Larston. Había en su cara un resplandor de placer y se la veía más linda de lo que yo la había visto jamás. Tiene quince años, me dije, suficiente para estar enamorada, y lo está del joven Justin Saint Larston.