Lord Hepburn extendió la mano y Baen le dio un fuerte apretón mirándolo directamente a los ojos.

– Milord -dijo.

– Vamos, hombre, dime Logan -replicó lord Hepburn con una sonrisa. Le agradaba el escocés-. ¿Cuál es tu clan?

– Mi padre es Colin Hay.

– Y engendra hijos robustos, por lo que veo. ¿Hay otros como tú en Grayhaven?

Ciertamente, Logan se dio cuenta enseguida de que Baen era un bastardo porque su apellido era MacColl. Sin embargo, el joven parecía tener una buena relación con su padre.

– Dos más. Mis hermanos Jamie y Gilbert Hay.

– ¿Elizabeth te ha hecho probar mi whisky? Muchacha, ordena que lo traigan de inmediato. Hay doce escoceses sedientos en el salón.

– ¡Tavis y Edmund no beberán! -exclamó Rosamund con firmeza-. Son muy jóvenes todavía. Además, ese whisky tuyo les retrasará el crecimiento, querido Logan.

– ¡Ay, mamá! -protestaron los mellizos al unísono.

– Su madre tiene razón -dijo Logan y los niños hicieron silencio.

James Hepburn, de catorce años, se quedó en silencio. Observó cómo el criado llenaba cuatro vasos y se los alcanzaba a los caballeros. El primero se lo sirvió a Baen MacColl, el segundo a su padre, el tercero a su hermano Alexander, de diecisiete años, y el último a él. Nadie protestó. Jamie tomó el vaso de peltre e, imitando a su padre, lo levantó para brindar. Luego bebió el contenido de un solo trago, jadeando ostensiblemente mientras el licor le quemaba el estómago como una brasa candente. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no dijo una palabra.

Logan Hepburn sonrió orgulloso. Los hijos que había engendrado con Rosamund eran muchachos valientes, fuertes y rebosantes de vitalidad, a diferencia de su hijo mayor, que no veía la hora de abandonar Claven's Carn e ingresar en una orden religiosa. Antes de partir a Friarsgate había tenido una áspera discusión con Johnnie. Lord Hepburn quería que su heredero se hiciera cargo de Claven's Carn durante su ausencia, pero el joven planeaba hacer un retiro espiritual en una abadía cercana. Logan se sintió decepcionado y se consoló pensando que al menos Jeannie, su primera y difunta esposa, no se desilusionaría al ver en qué se había convertido su hijo.

Rosamund solía reprender a su marido por su intransigencia. Había experimentado una decepción similar cuando su hija mayor renunció a Friarsgate, de modo que entendía tanto la posición de su esposo como la de su hijastro. Era importante amar las propias tierras, pero Johnnie amaba más a Dios y había que aceptarlo. Además, Logan tenía otros cuatro varones y Alexander, el mayor de ellos, era idéntico a su padre en todo sentido, especialmente en su devoción por Claven's Carn.

– Tiene un gusto horrible, ¿verdad? -comentó Elizabeth a su hermano Jamie respecto del whisky que acababa de beber.

– ¡No! ¡Es grandioso! -replicó James Hepburn con orgullo.

– ¡No mientas! -Elizabeth comenzó a reír y los demás la imitaron.

– Te pusiste rojo como sangre de oveja -observó Edmund Hepburn.

– Y te lloraban los ojos -dijo Tavis, su gemelo.

– Pero a mí me ofrecieron whisky y a ustedes no, ¡malditos enanos!

– ¿Y saben por qué? Porque soy más hombre que ustedes dos juntos -contraatacó Jamie.

– Al menos no tenemos las mejillas llenas de granos como tú-replicó Tavis, el más díscolo de los mellizos, levantando los puños en actitud beligerante-. ¡Vamos, Jamie, golpéame! ¡Golpéame si te atreves! -y Se puso a saltar frente a su hermano con la intención de provocarlo.

– ¡Basta! -gritó Rosamund y luego añadió, dirigiéndose a su hija-: Los niños son mucho más difíciles que las niñas, recuérdalo siempre.

– El tío Thomas no tiene un gran concepto de las niñas -objetó Elizabeth con malicia-. Prefirió pasar el invierno en el incómodo salón de mi casa a quedarse en su confortable palacete con las adorables mujercitas de Banon, o pequeños demonios, como le escuché decir a cierto caballero.

– ¡Pobre Tom! -se compadeció Rosamund-. ¿Son realmente tan malas?

– No sé si son malas, pero son muchas -contestó lord Cambridge.

– Jamás te quejaste de mis tres hijas -le recordó su prima-. Es más, te has ocupado de malcriarlas y consentirlas descaradamente, primo querido.

– Las hijas de Banon se la pasan fastidiando todo el tiempo. Gritan y pelean por cualquier cosa. Si a Katherine Rose le regalan una cinta azul y a Thomasina Marie una roja, Katherine Rose quiere la roja. Pero Thomasina, obviamente, no se la da. Además, Jemima Anne, Elizabeth Susanne y Margaret se ponen a llorar como marranas porque no han recibido ninguna cinta. Y todo porque al buen tonto de su padre no se le ocurrió comprar cintas de un mismo color en la feria y sólo se acordó de sus hijas mayores. Mientras unas discuten las otras lloran, siempre es así. No pueden permanecer un segundo calladas y Banon no parece darse cuenta del bullicio. Me hice construir un ala privada en Otterly, pero el constructor cometió el error de colocar una puerta que comunica con el resto de la casa. Banon y su familia no respetan mi privacidad -refunfuñó lord Cambridge.

– Ahora el tío Thomas está levantando toda un ala nueva sin comunicación con los otros sectores de la casa -informó Elizabeth-. Y le dijo al constructor que lo mataría y lo cortaría en pedacitos si volvía a colocar una puerta. -Y se echó a reír.

– ¡Cómo te divierten mis desgracias! -exclamó lord Cambridge, compungido-. Tu casa es tranquila; la mía, no. Sin embargo, adoro a Banon y también a sus crías aunque con cierta moderación. En cuanto a Robert Neville, es encantador, un caballero de carácter dulce y sumamente educado. Solemos cabalgar juntos y jugar al ajedrez. Es una excelente compañía.

– ¿Pasarás por Otterly cuando viajes al sur? -preguntó Rosamund.

– No, debemos apresurarnos a llegar a Londres para que el sastre haga las reformas del nuevo guardarropa que me ha confeccionado. Y tal vez tengamos que conseguirle nuevas prendas a Elizabeth. Pero pasaremos por Brierewode, pues nos queda de camino.

– ¿Podrías llevarle unas cartas a Philippa, de mi parte?

– Por supuesto, querida -replicó Thomas Bolton-, y cuando regrese te contaré todos los chismes de su familia y de la corte.

El párroco de Friarsgate, el padre Mata, llegó a la casa y bendijo la comida. Luego Elizabeth se dirigió a su alcoba para probarse uno de los fabulosos atuendos que usaría en la corte. El vestido constaba de un corpiño de seda rosa decorado con cristales centelleantes y una falda de un tono rosa más intenso. El cuello era cuadrado y ribeteado con las mismas piedrecillas transparentes, motivo que se repetía en los puños de las largas mangas. La cofia francesa cubría graciosamente la cabeza de Elizabeth, y llevaba adosado un velo rosa pálido de seda transparente salpicada de lunares de plata.

– ¡Oh, es increíble! -Rosamund nunca había visto a su hija en tan suntuosos atavíos-. Quiero ver los zapatos.

Elizabeth estiró uno de los pies y mostró un zapato de punta cuadrada forrado en seda rosa y también adornado con cristales.

– ¡Qué hermosura! -suspiró su madre-. Tom, recuerdo la primera vez que fuimos a la corte y cómo insistías en que tuviera un guardarropa nuevo. Y luego les aconsejaste lo mismo a Philippa, a Banon, y ahora a Elizabeth. ¡Has sido un ángel para todas nosotras, querido primo! -Los ojos se le llenaron de lágrimas pensando en los viejos tiempos.

– Los zapatos me hacen doler -se quejó Elizabeth rompiendo el clima nostálgico-. Pero el tío me prohíbe usar botas, aunque las oculte debajo de las faldas, porque, según él, se van a ver cuando baile. Pero yo no bailo…

Thomas Bolton empalideció de golpe.

– ¡Por Dios! -gritó llevándose dramáticamente la mano al corazón-. Sabía que había olvidado algo. ¡No le enseñé a bailar! Es imprescindible que aprenda. El rey no soporta a las jóvenes que no saben danzar. ¿Te acuerdas, Rosamund, de cuando Enrique bailó contigo? Y también lo hizo con Philippa. ¿Cómo se me escapó algo tan fundamental para la educación de Elizabeth?

– Tío querido -lo calmó la sobrina-, no importa si bailo o no. El rey apenas reparará en mí.

– Te equivocas, tesoro, el rey se fijará muy bien en ti. Eres joven, bella y, ante todo, la hija de Rosamund. Es mi deber presentarte a Su Majestad, pues así lo exigen las inmutables leyes de la etiqueta. Y se han dicho muchas cosas de mí, querida, pero nadie ha puesto en duda jamás mis modales exquisitos -sentenció Thomas Bolton-. ¡Debes aprender a bailar! Y empezaremos ya mismo, aprovechando que tu madre está aquí. Ella y yo te enseñaremos algunas danzas de la corte. Soy un experto bailarían, mi querida, ya lo verás.

– Necesitamos música -le recordó Rosamund.

– Iré a buscar a los muchachos de la aldea que saben tocar -se ofreció Maybel-. No son tan buenos como los músicos de la corte, Pero servirán.

– Así que vas a aprender a bailar, Elizabeth. ¡Cómo nos vamos a divertir! -se burló Alexander con malicia.

Elizabeth le sonrió dulcemente y luego preguntó a su madre:

– ¿No crees que Alex también debería aprender, mamá? Tío Tom será mi compañero y tú bailarás con tu hijito. No querrás que ese muchacho sea un ignorante en los asuntos mundanos, pues algún día tendrá que ir a la corte de su rey.

– Es una idea excelente, Elizabeth -replicó Rosamund. Sabía que su hija estaba bromeando, pero aun así, se alegró al comprobar que era capaz de defenderse.

Jamie, Tavis y Edmund Hepburn rieron por lo bajo cuando Baen MacColl sonrió con satisfacción ante los gestos de malestar de Alexander. No debió cometer la torpeza de creer que su hermana mayor no le devolvería el golpe. Elizabeth Meredith era una joven aguerrida.

– ¿Quién dice que iré a la corte del rey Jacobo? -protestó Alexander-. ¡Papá, dile a mamá que no necesito clases de baile! Jamás lograrán que me contonee y haga cabriolas como un estúpido petimetre.

– No, hijo. Creo que deberías aprender a bailar. Uno nunca sabe lo que puede depararle el destino. Y cuando hayas aprendido perfectamente, les enseñarás a tus hermanos, pues en el futuro alguno de ellos podría decidir tentar suerte en la corte. -El señor de Claven's Carn dijo esto último casi riendo. Guiñó el ojo a su hijastra, felicitándola por su inteligencia.

Maybel apareció en el salón junto con los músicos, que llevaban dos flautas de caña, un tambor y un címbalo. Era una banda de lo más rústica, pero no había nada mejor en la aldea. El cuarteto comenzó a tocar una melodía y lord Cambridge condujo a su prima al centro del salón, donde bailaron con gran elegancia. Rosamund se sorprendió de recordar los pasos de las danzas cortesanas más difíciles después de tantos años. Muy pronto el rostro se le enrojeció debido al esfuerzo y se echó a reír. Al cabo de un rato, lord Cambridge paró la música.

– Ahora es tu turno, Elizabeth. Alexander, baila con tu madre.

Con renuencia, los dos hermanos se levantaron de la mesa y se dispusieron a cumplir la orden del tío. Lord Cambridge indicó a los músicos que volvieran a tocar. Elizabeth descubrió con asombro que le resultaba muy fácil imitar los pasos de su madre, y en pocos segundos se vio bailando con su tío como si lo hubiera hecho toda la vida. En cambio, Alexander iba a los tumbos, se enredaba con los pies de Rosamund y estuvo a punto de derribarla. Regresó a su lugar mascullando que la danza era una total pérdida de tiempo para un hombre de verdad. Al mal humor se sumó la vergüenza cuando sus hermanos menores comenzaron a bailar imitando sus torpes movimientos. Muy pronto el salón entero estalló en carcajadas por las travesuras de los niños.

– Con su permiso, milord -dijo Baen MacColl.

– Por supuesto -repuso lord Hepburn y, con una amplia sonrisa, le cedió a su esposa.

– ¿Sabe bailar, caballero? -preguntó Rosamund sorprendida.

– Mi madrastra me enseñó los rudimentos básicos. Estos pasos son muy difíciles, y puede que tropiece un poco, pero quisiera hacer el intento, si usted está dispuesta a ser paciente.

– Admiro su espíritu de aventura, Baen MacColl -replicó Rosamund, guiándolo mientras danzaban.

Al cabo de un rato, lord Cambridge sugirió:

– Cambiemos de pareja, queridos, y veamos cómo se las ingenia Elizabeth para bailar con un compañero más torpe, pues no todos son tan diestros como yo en la corte.

Entregó a la joven a Baen MacColl y tomó la mano de Rosamund.

– Siempre fuiste la más graciosa de las bailarinas -elogió a su prima-. Recuerdo cómo maravillabas a todos en palacio hace muchísimos años.

– ¡No tantos! -bromeó Rosamund.

– Me temo que sí -sonrió Thomas Bolton-. Estoy envejeciendo, tesoro Pero confieso que nunca fui tan feliz en mi vida. No obstante, creo que esta será mi última visita a la corte de Enrique VIII. Una vez que hayamos conseguido un buen candidato para Elizabeth, me retiraré del mundanal ruido y me recluiré en Otterly.