– No te creo una palabra, Tom. ¿Pretendes convencerme de que ni lera irás a Londres para renovar tu guardarropa?

– Así es, tesoro. Los años empiezan a pesarme y me he puesto barrigón. Ya no tengo la esbelta figura de antaño.

Baen MacColl sonrió al escuchar el diálogo entre Rosamund y su primo. La calidez y el amor que reinaba en la familia eran genuinos y le provocaban cierta envidia.

– No estás prestando atención a los pasos -tronó la voz de Elizabeth-. ¿En qué estás pensando, Baen?

– En cuánto se aman los miembros de tu familia.

– Es cierto -sonrió la joven.

– Y por eso obedeces los deseos de tu madre y tu tío -observó el escocés.

Elizabeth asintió.

– Tal vez encuentres un marido en la corte. -Baen no tardó en arrepentirse de haber pronunciado esas palabras.

– Lo dudo, pero no se quedarán satisfechos hasta que les demuestre que he hecho todo lo posible. El problema es que ninguno de los hijos de mis hermanas puede heredarme, y mamá no quiere legar Friarsgate a sus vástagos escoceses. Su posición es clara y firme: las tierras deben ser inglesas.

– ¿No quieres enamorarte ni tener hijos?

– Nunca me puse a pensar seriamente en el tema. Nací en Friarsgate y fui la hija menor de mi padre. Crecí sin que me prestaran mucha atención, pues mamá tuvo que ausentarse varias veces. Pero finalmente me llegó la oportunidad de ser la dueña y señora de estas tierras cuando Philippa renunció a Friarsgate. A mí sí me interesaba la finca. Si contraigo matrimonio, Baen, mi esposo querrá imponer su autoridad y no estoy dispuesta a cedérsela a nadie. ¿Cómo podría un extraño administrar estas tierras? ¿Cómo podría saber todo lo que yo sé? No solo hay que cuidar las ovejas sino también comercializar los tejidos que fabricamos. Mi esposo querrá que tenga hijos y me ocupe de la casa. Maybel se encarga de las tareas domésticas, pues a mí me fastidian. Si todo eso sucediera, Friarsgate se vendría abajo en poco tiempo. De modo que prefiero quedarme soltera, a ver cómo se derrumba todo lo que amo.

– Tal vez encuentres a alguien que valore Friarsgate tanto como tú y a quien puedas enseñarle a administrarlo. Según he escuchado, tu propio padre provenía de la corte y, sin embargo, sentía adoración por estas tierras.

– Mi padre era un ser excepcional. Se enamoró de mamá mucho antes de saber que se casaría con ella y protegería estas tierras de los invasores Los tiempos eran distintos cuando papá vino a Friarsgate, Baen. Era un caballero que había servido a los Tudor desde su más tierna infancia. Era un hombre leal con un férreo sentido del deber. Sé por mi tío que ahora la corte no solo está atestada de jóvenes nobles que buscan congraciarse con el rey, sino también de hijos de ricos mercaderes. Ninguno de ellos se fijará en una muchacha dueña de una propiedad situada en Cumbria, y aun cuando logre seducir a algún incauto, no querrá venir al norte para ocuparse de mí o de mis tierras. No pienso residir en otro lugar que no sea Friarsgate, Baen, y mi madre rechazará a cualquier candidato que se niegue a vivir aquí. Igual que yo, por supuesto.

– Un cortesano sería un perfecto esposo para ti -dijo Baen mientras se retiraban de la improvisada pista de baile, pues la música había cesado-. Podrías dedicarte a cuidar Friarsgate y él se quedaría en la corte escalando posiciones.

– Y como se consideraría un hombre rico, vendría a Friarsgate a pedirme dinero y terminaríamos perdiendo las tierras. No, mi destino, cualquiera que sea, no está en la corte del rey Enrique.

– Pero irás de todas formas.

– Sí -suspiró Elizabeth.

– Para complacer a tu familia -continuó Baen.

– Y para sacarles de la cabeza la idea del matrimonio, algo que no deseo ni me hará feliz. Así que iré, pero volveré lo antes posible. Ojalá pueda estar de regreso a mediados del verano. ¡Adoro los veranos en Friarsgate!

– Estoy seguro de que encontrarás un marido. Estás muy hermosa con ese vestido, Elizabeth, y brillas cuando bailas.

– Si crees que adulándome conseguirás un descuento por las ovejas estás muy equivocado -bromeó ella tratando de disimular su turbación. Jamás le habían dicho que era hermosa ni la habían mirado con ojos embelesados. Era una sensación extraña que le provocaba escalofríos.

– Las perlas son una belleza -interrumpió Rosamund acercándose a ellos-. ¿Te las regaló Tom?

– Sí, mamá. Me regaló unas joyas preciosas para mi visita a la corte. ¿Quieres que te las muestre?

– Desde luego, tesoro.

Tomadas del brazo, madre e hija abandonaron el salón. A Rosamund le había inquietado la forma en que el joven escocés miraba a Elizabeth. Baen no tenía derecho a pretender a su hija. Él sabía cuál era su lugar en el mundo. Era un hijo bastardo. Muy querido y mimado, por cierto, pero estaba muy lejos de ser el candidato apropiado para la heredera de Friarsgate. Rosamund temía que Elizabeth, que no estaba habituada a que la cortejaran, no pudiera distinguir si sus intenciones eran honorables o deshonestas. Le pediría a Tom que la vigilara de cerca cuando estuvieran en la corte y también informaría de la situación a Philippa, cuyo agudo sentido del decoro se había desarrollado aun más desde que pertenecía a la nobleza.

"Me quedaré en Friarsgate hasta que Elizabeth parta -decidió Rosamund-. En mi afán de ser una buena esposa para Logan, he descuidado a la hijita menor de mi adorado Owein. Se ha desempeñado tan bien como dueña y señora de estas tierras que nunca tuve en cuenta su ignorancia en materia de hombres. Una peligrosa falta en su educación".

Baen las vio alejarse y se reprendió por haber hablado a Elizabeth de una manera que sabía inadecuada. Pero estaba tan endiabladamente bella con ese vestido. Parecía una rosa perfecta. Una rosa inglesa. Y él era un escocés indigno de una muchacha como Elizabeth Meredith. Había notado que su madre lo miraba con suspicacia y desaprobación. Por primera vez en su vida se avergonzó de su origen. Y comenzó a desesperarse, pues se estaba enamorando de Elizabeth aunque sabía que jamás podría ser suya. Jamás. Dio media vuelta y se reunió con el resto de los hombres.

– ¿Qué razas piensa comprar? -le preguntó lord Hepburn.

– Las Shropshire las Cheviot.

– ¿No le agradan las Merino? Su lana es la más fina de todas. Le convendría comprarlas si desea mejorar los rebaños de su padre.

– Hasta el momento no he oído hablar de esa raza.

– Porque no están a la venta -intervino lord Cambridge-. El primer rebaño se importó de España hace varios años, a instancias de la reina Catalina. Ella y mi prima son viejas amigas. Es un rebaño pequeño muchacho. Sospecho que Elizabeth no se molestó en mostrarte las ovejas porque no te las podía vender.

– Entiendo perfectamente -replicó Baen-. Si tiene tan pocas y son tan valiosas, sería imprudente venderlas. Tal vez en el futuro, cuando el rebaño sea más grande, pueda comprarle algunas.

– Sin duda, querido -replicó Thomas Bolton con una sonrisa.

– Perdona mi intromisión, Tom. No quise ser indiscreto -dijo Logan Hepburn.

– Despreocúpate, muchacho -lo tranquilizó lord Cambridge.

Alexander fue el primero en romper el incómodo silencio que siguió a ese diálogo.

– ¿Cuándo iremos a casa, papá? ¿Mañana?

– Sí, hijito, mañana. -Volviéndose a Tom Bolton, dijo-: Johnnie se quedó para cuidar la propiedad y supongo que no habrá hecho ningún estropicio en el breve lapso que pasamos aquí. Espero sacarle de la cabeza esa tontería de hacerse sacerdote y que entienda de una buena vez cuáles son sus verdaderas obligaciones.

– Tienes cinco hijos varones, Logan. Si Johnnie desea servir a Dios, ¿por qué se lo prohíbes? Estoy seguro de que Jeannie aprobaría su decisión. Era una mujer muy comprensiva. Mi primo Richard lo recibirá con gusto en St. Cuthbert.

– ¡Por Dios, Tom! ¡Es el primogénito! -estalló Logan.

– Y el menos apropiado para ser el próximo amo de Claven's Carn alegó lord Cambridge-. Sabes muy bien que Alexander es el candidato ideal para sucederte. Eres un hombre testarudo que complica las cosas inútilmente, mi querido. El hecho de tener un hijo que desea ser sacerdote no afectará tu orgullosa masculinidad. ¿Qué opina usted padre Mata?

El párroco, pariente bastardo de Logan Hepburn, escuchaba en silencio lo que hablaban los demás. Mirándolo a los ojos, le dijo:

– Deja que Johnnie haga su voluntad, Logan. Si su vocación es la iglesia, permítele ser sacerdote.

– Pero la gente dirá que intento separar a mi primogénito de los hijos de Rosamund.

– Quienes te conocen se regocijarán por tu generosidad con Johnnie y quienes no te conocen dirán lo que se les antoje. Logan, pones en peligro tu alma al impedir que tu hijo se dedique a servir al Señor.

– ¿Hablarías con el prior Richard? -preguntó Logan, aparentemente convencido.

– Desde luego. Cuando Elizabeth se haya marchado a Londres, iré a la abadía y recomendaré a mi sobrino. Díselo tan pronto como regreses a Claven's Carn, Logan, y reconcíliate con él lo antes posible.

– Lo haré.

A la mañana siguiente Logan y sus hijos emprendieron el regreso a Claven's Carn, en tanto que Rosamund permanecería en Friarsgate para despedir a su hija. Ayudó a Elizabeth a empacar la ropa en los baúles a fin de entretenerla y evitar que estuviera a solas con Baen MacColl. Maybel y Rosamund instruyeron a Nancy sobre cómo debía comportarse en la corte y cuáles serían sus obligaciones. La doncella tenía un don natural para la peluquería y le mostró a Rosamund los distintos peinados que podía hacer, usando a Elizabeth como modelo.

Solo a la noche vieron a Baen MacColl quien, para alivio y regocijo de Rosamund, se mantuvo distante sin dejar de ser cortés. Era evidente que sabía cuál era su lugar. La familia jamás permitiría que Elizabeth se enamorara de un hombre de su clase; por otra parte, él no debía enamorarse de ella y, menos aun, dejarse llevar por sus impulsos y cometer alguna tontería. Los casos de novias raptadas todavía eran frecuentes en las fronteras entre Inglaterra y Escocia.

Por fin llegó la mañana del 10 de abril. El sol brillaba; el cielo era diáfano. Elizabeth apenas había dormido la noche anterior; no porque estuviera excitada por el inminente viaje, sino más bien por temor, una emoción que no solía frecuentarla. Ese malestar la irritaba sobremanera. Además, no soportaba el incesante parloteo de su madre, Maybel y Nancy. Su fastidio fue tan intenso que sintió deseos de gritar.

– ¿Estás segura de haber guardado en el baúl más pequeño todo lo que necesitará tu ama durante el viaje? -preguntó Rosamund a la doncella por décima vez.

– Sí, milady -respondió Nancy con paciencia.

– ¿Y el cepillo de dientes?

– Sí, milady

– ¿Y las medias de seda?

– Sí, milady.

– ¿Y una enagua de franela adicional?

– Sí, milady.

– Mamá, Nancy es muy eficiente, no te preocupes. Las dos hemos revisado todo el equipaje hasta el hartazgo. Ya está todo listo.

– ¿Y el alhajero? ¿Dónde está el alhajero?

– En uno de los baúles, junto con los corpiños y las mangas. Mamá, vas a enfermarme si continúas fastidiando con tus malditas preguntas. Hago este viaje con el único propósito de complacerte. ¿Lo entiendes?

– Regresarás cuando hayas conseguido un buen candidato, Elizabeth.

– Sí, mamá -fue la réplica de la joven.

– Vamos, hija mía, no estés tan nerviosa.

– Necesito salir a caminar por la pradera -anunció de pronto Elizabeth.

– ¡Pero el sol aún no ha aparecido!

– Pues lo hará de un momento a otro y hoy quiero ver la salida del sol. Pasarán varias semanas antes de que vuelva a contemplar el amanecer en mis propias tierras.

La joven huyo corriendo de la alcoba. Afuera el aire era fresco y vivificante; el cielo, claro y luminoso, y los primeros rayos comenzaban d asomar por encima de las colinas. Las ovejas pastaban en los prados que rodeaban la casa, y al mirarlas Elizabeth se echó a llorar. No quería irse. ¡Y no se iría! No le importaba mortificar a su madre. ¡No iría a la corte! Friarsgate era la fuente de su fuerza y vitalidad y necesitaba estar allí.

– Despídete de todos pequeña – escuchó que le decía MacColl-. Luego junta fuerza y haz lo que tengas que hacer. No eres una cobarde, Elizabeth Meredith.

La joven se dio vuelta y se arrojó en los brazos de Baen, que la estrecho con fuerza mientras ella no paraba de llorar. Sin decir una palabra, le acarició la cabeza para consolarla. El llanto fue disminuyendo de a poco. Él esperó a que recuperase la calma y recién entonces aflojó el abrazo. Elizabeth lo miró a los ojos y él advirtió que las oscuras pestañas, ahora empapadas de lágrimas, contrastaban con el rubio de la cabellera.

– Gracias -susurró Elizabeth, y se encaminó a la casa.