– ¡Nunca le conseguiremos un marido! ¿Qué hombre honorable y de buena cuna va a soportar una mujer semejante, tío?

– No lo sé -dijo lord Cambridge, mientras le hacía un guiño a Elizabeth para que no se desanimara-. Mañana partiremos a la corte y comenzaremos a averiguarlo. A veces ocurren acontecimientos mágicos en el día de la primavera, queridas sobrinas.

– Acaso yo sea como tú, tío. Quizás esté destinada a la soledad, a vivir sin ningún compañero.

Philippa parecía al borde del desmayo.

– No, primor -respondió Thomas Bolton-. No creo que tu caso se parezca en nada al mío. En algún lugar del mundo hay un hombre dispuesto a amarte, a tomarte como esposa y a sentirse satisfecho de ser el compañero de tu pequeño reino. SÍ no lo encontramos aquí, lo hallaremos en otro lugar. Philippa, corazón, no desesperes. Todo saldrá bien. ¿Acaso no soy el tío que ha hecho magia para casar a Rosamund y a sus hijas? -Se acercó a sus sobrinas y les dio un cariñoso abrazo-. Vamos, mis tesoros, debemos decidir qué prendas luciremos mañana. Es preciso deslumbrar a todos.

CAPÍTULO 05

Flynn Estuardo contempló las grandes extensiones de césped del palacio de Greenwich, donde se llevaban a cabo los festejos del Día de Mayo. El tiempo era perfecto para celebrar el inicio de la primavera. Habían colocado el famoso palo de mayo, de cuya punta colgaban cintas multicolores, y un grupo de bellas jóvenes bailaba alrededor. Flynn reconoció a algunas de las bailarinas, pero no a todas. El rey se paseaba saludando a los huéspedes. Llevaba un traje de su color preferido, el verde Tudor, y lo acompañaba Ana Bolena. Su vestido también era verde, y su gruesa y negra cabellera, que enmarcaba su rostro felino, le cubría parte de la espalda. Su oscura cabeza estaba adornada por una corona de flores. Si bien Enrique Tudor se mostraba jovial como en todas las festividades, su jovialidad se acentuaba cuando se hallaba junto a su favorita.

Aunque no era diplomático, Flynn Estuardo estaba en la corte de Inglaterra al servicio de su medio hermano, el rey Jacobo V de Escocia. Oficialmente, su trabajo consistía en transmitir los mensajes que intercambiaban el rey Enrique y su sobrino escocés. Extraoficialmente, era los ojos y los oídos del monarca. Jacobo Estuardo no confiaba en ninguno de los Tudor, incluida su propia madre, ahora casada con su tercer marido, Enrique Estuardo, lord Methven. Empero, confiaba en Flynn, pues no solo era su medio hermano, sino que siempre había demostrado su lealtad a la casa de su difunto padre. Un hecho que desconcertaba a muchos, porque Jacobo IV nunca lo había reconocido oficialmente como su hijo, aunque había insistido en que el joven llevara su nombre.

– Flynn, mira hacia allá -murmuró su amigo Rees Jones al tiempo que señalaba a una muchacha.

– Sí, una auténtica belleza -coincidió Flynn- ¿Quién es?

– No tengo la menor idea. Es nueva en la corte. Pero está con alguien que yo conozco: la condesa de Witton. ¿Quieres que te la presente?

– ¿De dónde conoces a la condesa de Witton?

– Somos parientes lejanos. Mi abuelo materno era hermano de su padre, Owein Meredith, un galés. Es una mujer deliciosa, aunque algo remilgada.

– En otras palabras, estás considerando la posibilidad de seducirla -dijo el escocés.

– Philippa St. Claire no se dejaría seducir. Es una de las damas de honor de la reina, por quien siente devoción. No. Me agrada su honestidad y su ingenio. Ahora bien, querido Flynn, si deseas conocer a la exquisita criatura que la acompaña, es mejor apurarse, pues la sangre nueva siempre atrae a los caballeros de la corte.

Los dos hombres se pasearon por los jardines con aire distraído hasta llegar al sitio donde se encontraban Philippa, Thomas Bolton y Elizabeth.

– ¡Querida prima! -exclamó Rees, fingiendo sorpresa ante el encuentro-. ¿Cómo estás y quién es esta encantadora joven que te acompaña?

Philippa extendió la mano para que se la besara y replicó:

– ¡Rees, qué alegría verte por aquí! Esta es mi hermana menor, la señorita Elizabeth Meredith. Vino a la corte acompañada por mi tío, lord Cambridge, de quien te he hablado en otras ocasiones. Elizabeth también es tu pariente.

Philippa le dio un leve empujón a su hermana para recordarle que debía ofrecer la mano al caballero.

Elizabeth comprendió de inmediato y actuó en consecuencia. Lord Cambridge se sintió aliviado al notar que la crema, aplicada durante semanas, había surtido efecto, pues la mano de su sobrina se veía suave y elegante.

– ¿Y por qué somos parientes, señor? -preguntó Elizabeth.

– Compartimos un bisabuelo -dijo, y luego de dar las explicaciones del caso, agregó-; Debo confesar que el éxito de tu padre en la corte me facilitó las cosas.

– No recuerdo realmente a mi padre. Era muy pequeña cuando murió. Pero me dijeron que era un hombre bueno y honorable. Según dicen, me parezco a él.

– Entonces murió en plena juventud -dijo Rees.

– Sí. Se cayó de un manzano.

– ¡Elizabeth! -exclamó Philippa mortificada.

– Temo que mi hermana considera bochornosa la manera como murió nuestro padre. Tal vez si hubiera perecido en el campo de batalla o en la cama, a causa de una de esas dolencias románticas en las que el paciente se va extinguiendo como una vela, lo encontraría más aceptable -murmuró Elizabeth.

– ¿Qué estaba haciendo trepado a un manzano? -preguntó Rees, haciendo caso omiso de Philippa.

– Ayudaba a nuestros campesinos a recoger la cosecha. A nadie en Friarsgate se le había ocurrido jamás subirse a la copa del árbol y sacudirla para hacer caer la fruta. Recogían hasta donde alcanzaban, y dejaban que el resto se pudriera o se lo comieran los animales carroñeros. Según me dijeron, mi padre lo consideraba un desperdicio injustificable.

– En suma, se comportó hasta el final como un auténtico galés, pues el derroche, por mínimo que sea, constituye una aberración para los galeses -opinó Rees, y se volvió hacia su acompañante-: Primas, milord, permítanme presentarles a mi amigo Flynn Estuardo.

Flynn besó primero la mano de la condesa de Witton, luego la de Elizabeth y, por último, hizo una cortés reverencia a Thomas Bolton.

– Flynn es el mensajero personal del rey Jacobo ante la corte del rey Enrique -explicó Rees.

– ¡Ah! -dijo lord Cambridge observando al joven-. Entonces usted es el espía.

El escocés se echó a reír.

– No, mis funciones no son tan atractivas, milord, aunque es comprensible que usted dé por sentado que soy un espía. Algunos lo hacen.

Sus ojos ambarinos centelleaban. Medía más de un metro ochenta y su cabeza estaba cubierta por una espesa cabellera rojiza.

– Usted es igual a su padre. El parecido es notable.

– ¿Lo conoció?

– Tuve ese privilegio, milord -replicó el joven con voz calma.

El inglés lo había sorprendido, pues a causa de su sofisticado aspecto lo había tomado por uno de esos cortesanos afectados que abundaban en la corte Todos sabían que era medio hermano del rey de Escocia, pero nadie hablaba del tema.

– Pasé muchas horas deliciosas en la corte de Edimburgo y en su compañía. Era un caballero extraordinario y, por cierto, muy singular -dijo lord Cambridge.

– ¡Tío! -exclamó Philippa, sin poder disimular su incomodidad.

– Querida niña, mi amigo está muerto y el triunfo de Enrique VIII es incuestionable. Hablar bien de Jacobo Estuardo, el cuarto de la dinastía, no puede hacer daño a nadie -repuso Tom, al tiempo que palmeaba el hombro de su sobrina.

– Gracias, milord. Condesa, ¿me permite dar un paseo con su hermana?

– Por supuesto -repuso Philippa.

Y aunque Flynn no era un candidato digno de tener en cuenta, ni una persona con quien convenía involucrarse, no había razón alguna para negarle el permiso.

– Pero no se alejen de mi vista, por favor.

– Desde luego, señora -dijo el escocés, haciendo una reverencia y ofreciéndole el brazo a Elizabeth.

"Al menos tiene buenos modales y es amigo de Rees Jones -pensó Philippa-. Y mi hermana debe comenzar su búsqueda por alguna parte."

– Usted, al igual que yo, no parece pertenecer a esta corte -comentó Elizabeth, mientras se alejaban.

– Con ese vestido, nadie diría eso. El celeste le sienta de maravillas.

– Eso dice mi tío.

– Usted no se parece en nada a su hermana.

– No. Mis dos hermanas se parecen a mi madre. Y yo, según dicen, soy el vivo retrato de mi padre. ¿Por qué está aquí?

– Soy la heredera de una propiedad bastante valiosa. Todavía no me he casado y me han traído a la corte con la esperanza de que encuentre un marido.

– Una muchacha tan bella como usted debería estar casada desde hace rato.

Elizabeth se echó a reír.

– ¿Por qué? -le preguntó con picardía, mirándolo a la cara-. ¿Solo porque me consideran bella y rica? Mi hermana se horrorizaría si me escuchara hablar de esta manera, pero mi madre cree que sus hijas deben elegir por sí mismas en lo tocante al matrimonio. Es insólito pero es así.

– Y como no hay ningún candidato que le guste, la han enviado a la corte para ampliar, digamos, el coto de caza. Pues bien, encontrará aquí a una multitud de jóvenes, y no tan jóvenes, deseosos de tener por esposa a una bella heredera.

– No encontraré a nadie. El hombre con quien me case debe estar dispuesto a vivir en Friarsgate y a ayudarme en el manejo de la finca, de la que soy responsable desde que cumplí catorce años. Compartiré las responsabilidades con él, pero jamás delegaré mi autoridad. Ahora mire a su alrededor y dígame si alguno de esos perfumados petimetres resulta adecuado para mí.

– ¿Entonces, por qué vino a la corte si piensa que es una pérdida de tiempo?

– Para complacer a mi familia, especialmente a mi madre.

– ¿Qué ocurrirá cuando vuelva sin haber encontrado un pretendiente?

– Mi madre se preocupará y se enojará, supongo. Mi padrastro, el lord de Claven's Carn, intentará desposarme con el hijo menor de alguno de sus amigos. Pero finalmente se calmarán -dijo Elizabeth lanzando un suspiro-. Sé que debo casarme si quiero tener un heredero algún día, aunque el asunto no me hace ninguna gracia. -Luego levantó la vista y lo miró a los ojos-: Usted hace muchas preguntas y yo se las respondo casi sin darme cuenta, pese a que no debería hacerlo. Al fin y al cabo, somos dos extraños.

– Ya no lo somos, Elizabeth Meredith -repuso Flynn. Y después de una pausa agregó, tuteándola-. ¿Te gustaría conocer a otros jóvenes? Tal vez tu hermana no los encuentre del todo aceptables, pero si tu estadía en la corte va a ser breve, necesitarás un poco de diversión.

– Si digo que sí, ¿me prometes que estaremos fuera de la vista de Philippa?

Él asintió con la cabeza y sonrió.

– ¡Adelante, entonces! -exclamó ella.

– Eres una muchacha difícil, ¿verdad? -dijo Flynn con ánimo de provocarla.

Elizabeth le contestó con una risita sarcástica, mientras él la conducía, para su sorpresa, al sitio donde se hallaba sentada Ana Bolena, rodeada por un grupo de caballeros.

– Señorita Bolena, permítame presentarle a la hermana de la condesa de Witton, recién venida a la corte -dijo Flynn Estuardo.

Ana Bolena la observó con atención. Elizabeth era muy bella y se vestía con mucha elegancia. El corpiño y los puños de su traje de seda celeste estaban bordados en hilos de plata y perlas. La enagua era de brocado y llevaba una toca ribeteada con perlas. Era, justamente, el tipo de perfecta beldad inglesa que podía atraer al rey, y Ana se sintió molesta. Su respuesta a la presentación fue sumamente parca: asintió apenas con la cabeza, en tanto que la peligrosa rubia se inclinaba ante ella en una graciosa reverencia.

– Entonces es usted una Meredith -dijo sir Thomas Wyatt.

– Sí, milord.

– ¿Su padre era sir Owein Meredith?

– Lo era, que en paz descanse -replicó Elizabeth.

– ¿Ha venido a la corte a pescar un marido? -le preguntó con descaro.

– La que desea practicar el arte de la pesca es mi familia, no yo -repuso alegremente la joven.

Ana Bolena se echó a reír y los demás la imitaron. Esa joven no se dejaba intimidar en lo más mínimo por los aristócratas y los poderosos que la rodeaban. Era fresca y espontánea, pero también demasiado bella.

– ¿Es usted rica? -quiso saber George Bolena, el hermano de Ana.

– Lo soy. ¿Acaso está interesado en pedir mi mano y venir a Cumbria para desposarme?

Era evidente que se estaba burlando de él.

– ¿Cumbria? -George la miró horrorizado-. ¿No es allí donde se crían ovejas, señorita Meredith?

– Efectivamente, señor. Yo crío Cheviots, Shropshire, Hampshire y Merinos.

– ¿Las ovejas tienen nombres?

– Las ovejas, consideradas individualmente, no, pero las razas a las que pertenecen, sí.