– Si mi hermana nos viera juntos ahora, pensaría que no me comporto como una dama formal.
– Oh, tú eres una dama, Elizabeth. Pero, en cuanto a la formalidad coincido con tu hermana: no tienes idea de lo que eso significa. Sin embargo, prefiero a una mujer honesta y franca. Y tú eres ambas cosas. El engaño, la hipocresía, te son desconocidos.
– Soy una campesina -replicó la joven con serenidad.
– Ten cuidado con los seductores -le advirtió-, pues suelen ser los hombres más respetables y los que gozan de mayor estima.
– ¿Y por qué se molestarían en seducirme si pueden casarse conmigo? -preguntó con candor.
– Quieren tu riqueza, preciosa, pero no las responsabilidades inherentes. Si logran seducirte y lo divulgan, entonces te tendrán en sus garras y ningún otro querrá desposarte.
– Como le ocurriría a uno de mis propios corderos en un pastizal repleto de lobos, perros cimarrones y osos -se lamentó la joven-. No comprendo qué ve Philippa en esta maldita corte.
– Yo cuidaré tus espaldas, Elizabeth. Frecuenta a la señorita Bolena y no salgas sola con nadie.
– ¿Te agrada?
– Sí, me agrada -repuso, sabiendo exactamente a quién se refería-. Pero tiene amistades peligrosas, capaces, me temo, de causarle la muerte tanto a ella como a los ambiciosos que la rodean. En realidad, no puede confiar en nadie, pero ¡por amor de Dios, la pobre necesita una amiga!
– Yo seré su amiga -replicó Elizabeth. Y se dio cuenta de que lo decía en serio.
CAPÍTULO 06
Flynn Estuardo partió rumbo al palacio; Elizabeth recogió sus prendas y regresó a la casa de Thomas Bolton para entregárselas a Nancy
– Ese joven gusta de usted -dijo la criada.
– Nos conocimos recién esta mañana.
– Digamos entonces que le gustó lo que vio. ¿Por qué, si no por amor, un hombre navegaría a través del Támesis en barca para traerle su ropa? Al menos se ha hecho un amigo en la corte, señorita.
Al atardecer, lord Cambridge regresó a su casa de Greenwich. Se sentó junto a su sobrina para cenar en el salón, desde donde tenía una vista espléndida del río. Se sumó luego William Smythe y Elizabeth les contó de la inesperada visita de Flynn Estuardo.
– Jamás hubiese imaginado que encontraría una persona tan amable en la corte. Philippa se pondrá feliz cuando sepa que recuperé mis bellas mangas. ¿Y por qué no volvió, tío Thomas? ¿Sigue enojada conmigo?
– Ha resuelto encontrarte marido a toda costa, mi querida. Como una tigresa, anda al acecho del hombre adecuado. Pero hoy estuviste muy aguda en tus observaciones. Me temo que no haya en la corte ningún caballero digno de ti. Sin embargo, disfrutemos del mes de mayo antes de volver al norte. Sé que tu madre va a sentirse desilusionada. Parece que el destino tiene otros planes para ti. -Se volvió hacia su secretario-: ¿Y qué tal fue tu día, Will? ¿Exitoso?
– Cerré un trato con un comerciante francés en Londres que vende el hilo de seda que buscábamos. Dice que le gusta hacer negocios con gente honesta como nosotros, pues la mayoría de sus clientes siempre lo estafan. Nos enviará la mercadería directamente a Friarsgate.
– ¿Cuándo? -quiso saber Elizabeth-. ¿Llegará a tiempo para el inferno, cuando los campesinos comienzan a trabajar en los telares?
– Sí, señorita.
– Estuve pensando en un nuevo color.
Lord Cambridge soltó una carcajada.
– Querida, nada de negocios en la corte, te lo ruego.
– Muy bien, tío. ¿Pero qué te parece la idea de un nuevo verde?
– ¡Qué criatura maligna! Depende del verde que elijas. Ahora, cuéntame del joven de sangre real que te ha visitado hoy. ¿Acaso tienes debilidad por los escoceses como tu madre, corazón mío?
– ¿No piensas que es un hombre apropiado para la heredera de Friarsgate?
– Sí, pero tal vez no del todo. No posee tierras ni título. ¿Crees que será un buen compañero para tu vida?
– Creo que su lealtad al rey interferiría demasiado con mis intereses -respondió, pensativa-. Hoy por la tarde, hablamos largo y tendido. Es un excelente conversador, pero le debe al rey Jacobo su posición y su honor. No me parece lo suficientemente maduro para formar una familia. Y me pregunto si alguna vez lo estará, tío.
– Sin embargo, no lo descartemos. Quizá se haya cansado de vivir fuera de casa -sugirió lord Cambridge.
– A mí me dijo que su hogar estaba allí donde pudiera servir al rey.
– Ese comentario no presagia nada bueno -notó William Smythe-. Tal vez, milord, no sea el hombre adecuado para la señorita Elizabeth.
– Me entristece volver al norte admitiendo mi derrota -dijo lord Cambridge.
– Tal vez la condesa de Witton encuentre al candidato que buscamos -intentó tranquilizarlo Will-. Ella es la persona indicada para encontrar nuestra aguja en el pajar.
Pero Philippa estaba en problemas. No lograba encontrar ningún caballero que quisiera vivir en el norte. Para colmo, su hermana no hacía nada para mejorar la situación, juntándose con Ana Bolena y su grupito de jóvenes adulones.
Elizabeth seguía al pie de la letra el consejo de lord Cambridge y se estaba divirtiendo. Todos la veían demasiado atareada y desatenta respecto de sus asuntos personales. Sin embargo, la joven opinaba distinto. Ella era la dama de Friarsgate y, como tal, debía cumplir con sus responsabilidades. Ahora, no obstante, estaba en la corte y un nuevo mundo se abría ante sus ojos. Para su asombro, disfrutaba siendo frívola, aunque solo fuera por un mes. No se cansaba de la excitación constante de la vida palaciega. Incluso la encontraba refrescante.
– Eres la única dama de la corte que puede seguirme el ritmo -le dijo Ana Bolena una semana más tarde mientras paseaban por los jardines del palacio-. ¿A qué se debe?
– Es que estoy acostumbrada al trabajo duro, a diferencia de las damas de la corte. Sin embargo, querida Ana, me pregunto si alguna vez duermes. -Hacía unos días que habían comenzado a tutearse.
– Dormir es una pérdida de tiempo, Bess -Ana Bolena había bautizado a Elizabeth con ese apodo y ella se lo había permitido-. ¡Tengo tanto que hacer, tanto que ver, tanto que ser!
– Pero tienes toda la vida por delante, Ana.
– No lo creas. Cumpliré veinticinco en noviembre, eso es prácticamente la vejez, y ni siquiera estoy casada -suspiró-. Como sabes, estuve prometida con Harry Percy, descendiente de los Northumberland. Ya podría estar felizmente casada. Pero el maldito Wolsey se interpuso y lo alejó de mí.
– ¿Por qué?
– Porque el rey me deseaba, aunque todavía no obtuvo lo que busca. Nunca seré su amante y, mientras la reina no desaparezca de la escena, no me casaré con él. Al menos, ya me vengué de Wolsey.
– ¿Y dónde está ahora?
– Lo enviaron a York, porque es el arzobispo, pero no creo que vaya a llegar más allá de Cawood. No importa. Dejó de ser el alcahuete del rey. Es increíble, Bess. Un hombre de la iglesia espía de Su Majestad. Si no se hubiese entrometido entre Harry y yo, hoy sería una esposa fiel y madre de muchos niños. Pero nunca consigo vivir mi propia vida. Quien dirige todo es mi tío, el duque de Norfolk -suspiró la joven-. Todo el mundo me detesta y espera que el rey me deje.
– Yo no te odio, Ana.
– Me conoces muy poco pero seguramente has oído hablar de mí.
– Sí, he escuchado los rumores -admitió Elizabeth-, pero ahora que te conozco, Ana, me doy cuenta de que es mentira lo que se dice por ahí.
– Siempre dices lo que piensas, qué maravilla. No sabes cuánto envidio tu soltura. Yo, en cambio, debo medir cada palabra por temor a que sea usada en mi contra o malinterpretada.
– Es que tuvimos una educación muy diferente. Cuando cumpliste nueve años, viajaste a Francia con el séquito de la princesa María. Yo en cambio, corría descalza por los campos de mi madre arreando las ovejas. Cuando cumpliste doce, empezaste a servir a la reina Claudia de Francia, y yo aprendía a administrar la empresa familiar. A los diecisiete, te uniste a la corte del rey Enrique. Cuando cumplí catorce, me hice cargo de las tierras de Friarsgate. Soy campesina por decisión propia y por la educación que recibí. Tú eres una dama noble, una cortesana. En mis tierras nadie entendería una palabra si hablara como lo hacen aquí -dijo Elizabeth con una sonrisa-. Mi familia ha intentado suavizar mis toscos modales, pero creo que no lo han conseguido. Me da gusto saber que mi franqueza no te ofende, pues no puedo fingir ser quien no soy. No está en mi naturaleza.
– Claro que no me ofendes. Eres la única persona en quien puedo confiar, Bess Meredith. Mi tío, el duque, quiso saber por qué te frecuentaba tanto. Yo le confesé que me gustaba tu honestidad. Y si no fuera porque tu sobrino es uno de sus pajes e hijo del conde de Witton, de seguro no aprobaría nuestra amistad.
– Y, además, porque mi estadía en la corte será breve -agregó Elizabeth guiñándole un ojo-. He visto al duque. Es un caballero muy apuesto.
– Sí, es espléndido. Es el jefe de nuestra familia y debería obedecerlo en todo. -La joven se estremeció-. Pero no siempre le hago caso. Por ejemplo, sé que debo seguir al rey porque cuento con su protección. Y aunque a mi tío no le guste, no tiene otra opción que resignarse. El rey es quien manda sobre sus súbditos.
– Enrique es bueno contigo a pesar de que no son amantes.
Ana Bolena se quedó perpleja.
– ¿Por qué dices eso?
– Tú lo has dicho antes.
– La gente cree que somos amantes, pero no repetiré la historia de mi pobre hermana María. Yo no podría permitir que mis hijos nacieran sin saber la identidad de su padre.
– Haces lo correcto, Ana. Algún día, el rey va a divorciarse. Hace poco que llegué, pero sé que te ama. Se nota por la manera en que te mira.
– Cuando nos casemos -dijo Ana con un dejo de temor en la voz deberé darle un saludable hijo varón. ¿Qué pasará si no lo logro? ¿Correré la misma suerte que Catalina de Aragón? ¿Qué será de mí? Pero no pensemos en eso. Por supuesto que le daré un hijo al rey si llegamos a casarnos.
– Y serás la reina de Inglaterra.
– Sí, lo sé -respondió Ana Bolena con una sonrisa-. Y haré lo que quiera, y ya nadie, ni siquiera mi tío el duque podrá darme órdenes, Bess. Y quien ose insultarme, será castigado. ¿Qué tiene de bueno ser reina si no puedes ajustar tus propias cuentas? -rió con cierta maldad.
– Deberás ser una buena reina.
– Supongo que sí. La madre del rey tiene que comportarse de manera irreprochable -murmuró Ana Bolena, pero sus ojos brillaban con malicia mientras hablaba. De pronto, cambió de tema-. Como te dije, cumpliré veinticinco en noviembre. ¿Y tú?
– Cumpliré veintidós el 23 de este mes.
– ¿Tu cumpleaños es en mayo? -gritó Ana-. Debemos celebrarlo, querida Bess. Le pediré al rey que organice un baile de disfraces. Hay que encontrar un tema. ¡Ah! Ya sé. Yo seré un hada campesina y mis invitados vendrán disfrazados de animales. Haremos confeccionar magníficos trajes. Es maravilloso nacer durante el mes de mayo. -De un salto se levantó del banco donde estaban conversando-. ¡Ven conmigo, ahora mismo! Apenas faltan dos semanas para tu cumpleaños y tenemos mucho que hacer.
El rey estaba reunido con los consejeros, pero eso no le importaba a Ana Bolena. Al pasar rozó a los guardias e irrumpió en la sala, arrastrando a Elizabeth de la mano. La dama de Friarsgate recorrió el recinto con la mirada y vio gestos adustos, incluido el del duque de Norfolk.
Sin embargo, el rey sonrió y le tendió los brazos a Ana.
– ¿Qué ocurre, mi amor?
– Pronto será el cumpleaños de Bess Meredith, milord. Quería pedirle permiso para organizar un baile de disfraces.
– Y vaciarle el monedero -escuchó Elizabeth decir a alguien mientras reía por lo bajo.
Ana Bolena soltó la mano de su amiga. También ella había oído el comentario, pero fingió ignorarlo.
– Dado que Bess es una mujer de campo, pensé que lo más apropiado sería organizar una fiesta campestre y que todos nos disfracemos de animales. Habrá baile y un torneo de arquería para hombres y mujeres. ¿Qué te parece, milord? -Ana clavó sus ojos negros en los ojos celestes del rey, y le dedicó su seductora sonrisa felina.
– Es una magnífica idea, querida -dijo Enrique VIII entusiasmado y, volviéndose hacia Elizabeth, agregó-: Si me permites la pregunta, ¿cuántos años cumples, Elizabeth Meredith?
– Su Majestad puede preguntar lo que desee -le respondió con una amplia sonrisa e inclinándose en una graciosa reverencia-. Pero tal vez no la responda. Y si me presiona, admitiré que soy tan vieja como mi nariz y mucho más vieja que mis dientes.
Todos estallaron en carcajadas y el rey sonrió complacido.
– No hay duda, eres una auténtica hija de tu madre, muchacha, y debes decírselo. -Se dirigió a Ana Bolena-: Ahora, mi amor, retírate. Si quieres que gocemos de unas merecidas vacaciones y pasemos un verano placentero en Windsor, debes permitirme cumplir con mis obligaciones de soberano.
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