– ¿Alguna vez ella está en palacio? Me refiero a su madre.
– Pocas veces. Los escoceses nunca la aceptaron. Por un lado, creo que amaba a su marido; por el otro, sus lealtades estaban a menudo divididas, pues también amaba a su hermano, Enrique de Inglaterra. Tras la muerte de Jacobo IV, se percató de que nadie iba a protegerla y decidió ser leal a sí misma, lo que es comprensible. Primero se caso con Angus, a quien sólo le interesaba el poder, y cuando tomó conciencia de ello se divorció de inmediato. Ahora está casada con un hombre mucho menor que ella, pero Margarita Tudor es una mujer fascinante, debo admitirlo, y este Estuardo la adora.
– Eres muy astuto.
– Un espía debe serlo -contestó con ironía. -Pero me dijiste que no eras espía. Él lanzó una carcajada.
– Todo extranjero que vive en la corte de los Tudor espía por una u otra razón, mi corderita, pero ninguno de nosotros lo admitirá, por cierto.
– A mi juicio, aquí no sucede nada digno de repetir.
– No -coincidió Flynn-, al menos no por ahora. Pero de vez en cuando ocurre algo que vale la pena comunicarle a mi rey.
– De modo que no estás interesado en los aspectos mundanos de la corte.
– En absoluto. Notificar cuántas veces el rey fue al excusado no es de gran interés, desde luego, a menos que sea muy viejo o se esté muriendo -dijo Flynn. Después prefirió cambiar de tema y le preguntó-: ¿Estás dispuesta a participar en un concurso de tiro al blanco, dentro de tres días?
– Por supuesto, eres un magnífico instructor.
– Quizá necesitemos practicar de nuevo -sugirió el escocés.
– SÍ quieres besarme, Flynn Estuardo, olvídate del arco y de toda esa parafernalia y busquemos un lugar privado donde podamos abrazarnos -replicó maliciosamente Elizabeth.
– ¿Tratas de seducirme, corderita? Si esa es tu intención, es mi deber complacerte -le dijo, encantado de ver el rubor que cubría las mejillas de la joven ante sus descaradas palabras.
– ¡No, no! Tampoco deseo seducirte, pero me gusta besarte y no has intentado hacerlo desde el día en que me enseñaste a usar el arco. ¿Acaso no me encuentras digna de tus atenciones?
– Oh, corderita, te encuentro más que digna -replicó y, tomándola de la mano, la condujo al bosquecillo que separaba el palacio de la casa de lord Cambridge.
– Si vamos al jardín de mi tío, tendremos la privacidad necesaria -ronroneó la joven, mientras buscaba la llave de la puerta en el bolsillo oculto de su vestido rosa.
Él se detuvo ante sus temerarias palabras y la empujó contra un árbol añoso.
– Estoy empezando a pensar que eres un tanto ligera de cascos, corderita -Y apartando un mechón de pelo de la mejilla de Elizabeth, le advirtió-: No deberías dedicarte a semejantes juegos, a menos que estés preparada para pagar el precio.
– Según me han dicho, en los juegos del amor suelen ganar los dos amantes -replicó la dama de Friarsgate en voz baja.
Él la apretó aún más contra el árbol y ella pudo oler el aroma tan masculino que despedía su cuerpo. Se sintió mareada, presa de un deseo que jamás había experimentado.
– ¿Quién te lo dijo? -le preguntó con una sonrisa insinuante, al tiempo que sus labios le rozaban la frente.
– Mi madre.
– Una mujer muy sensata, por lo que veo.
Entonces, la tomó de la barbilla y, obligándola a levantar el rostro, le dio un beso apasionado.
Elizabeth cerró los ojos. Los labios de Flynn eran cálidos, secos, firmes. El contacto la deleitaba incluso ahora, cuando Flynn la forzaba, dulcemente a abrir la boca. Al principio se sobresaltó, pero él la sostuvo con firmeza mientras su lengua buscaba la suya, y aunque ella trató de evitarlo, él no se dio por vencido hasta que se enroscaron en una tierna, íntima caricia. Elizabeth se estremeció como si un fuego líquido corriera por sus venas. Sintió que le flaqueaban las piernas y se preguntó cómo se las ingeniaba para mantenerse de pie, y luego comprendió que era él quien la sostenía. Suspiró y apartó la cabeza.
– Fue lindo -murmuró con voz ronca.
Él se echó a reír.
– Pareces tener un talento innato para besar, corderita.
– Me gusta aprender. Hasta hace poco, nadie me había besado.
– ¡Ah, tu otro escocés! -replicó Flynn
– ¿Debería sentirme celoso?
Ahora fue Elizabeth quien soltó la carcajada.
– Ninguno de los dos debería sentirse celoso. Si yo te beso y permito que me beses es porque me gusta.
– Procura no hablar con tanta desaprensión, Elizabeth. Sé que no te andas con vueltas cuando dices la verdad y que eres una de las pocas personas cuyas palabras concuerdan con sus pensamientos. Sin embargo, otros podrían malinterpretarte y creer que eres una libertina. Yo no lo pienso, desde luego, pero soy un hombre honesto y pocos cortesanos lo son. Ten cuidado y trata de no aparentar lo que no eres. Sobre todo tomando en cuenta tu amistad con Ana Bolena, la amiguita del rey.
– ¿Por qué no estás casado? -le preguntó la joven, cambiando súbitamente de tema-. ¿Tienes una amante, como casi todos los Estuardo?
– No estoy casado porque no tengo nada que ofrecer a una esposa. Aunque mi padre era rey, soy un bastardo más bien pobre. Poseo un nombre, sí, pero no tengo tierras ni casa propia. Sirvo a mi medio hermano con amor y lealtad. Digamos que no estoy hecho para casarme. Y así como no puedo mantener a una legítima consorte, menos aún permitirme el lujo de una amante. La amantes, corderita, resultan más caras que las esposas.
– Piensas que tu hermano recompensará tus servicios. Lo mismo pensó mi padre con respecto a los Tudor, aunque al menos ellos le concedieron la mano de mi madre, quien, en aquellos tiempos, era la dama de Friarsgate. Lo que tú necesitas es una esposa rica, una esposa con tierras.
Pero ¿qué demonios estaba diciendo? ¿Acaso le proponía a ese hombre que se casara con ella porque la había besado? Le agradaba su compañía y sus besos eran excitantes. Después de todo, esa era una razón tan válida para casarse como cualquier otra. Y sus parientes insistían en que debía contraer matrimonio. Flynn Estuardo, un hombre pobre y de buena familia, jamás se atrevería a cortejarla, de modo que ella debería cortejarlo a él.
– Una esposa escocesa con tierras -la corrigió amablemente, poniendo el acento en la palabra "escocesa"-. Siempre serviré a mi rey, corderita. Mi lealtad va más allá de nuestros lazos de sangre. Soy escocés, corderita, y nunca podré ser nada salvo un escocés.
– Me gustaría besarte de nuevo -le anunció Elizabeth, deslizando los brazos alrededor de su cuello-. ¿Te gustaría que te besara de nuevo Flynn Estuardo?
Era obvio que él rechazaba cualquier sugerencia, directa o indirecta de convertirse en su marido, pero tal vez ella podría convencerlo de lo contrario. Al fin y al cabo, su padrastro era escocés y eso no parecía molestar a nadie, excepto, quizás, al rey Enrique Tudor.
Clavó los ojos en el bello rostro de Flynn y le sonrió de un modo tan aductor que el joven no pudo menos de menear la cabeza y echarse a reír Y ella se sintió terriblemente humillada.
– Eres una coqueta hecha y derecha, Elizabeth Meredith, y has aprendido las costumbres de la corte. No estoy seguro de que eso me guste, sobre todo en tu persona. Sin embargo, sería un tonto si no aceptara lo que me ofreces con tanta libertad -dijo, y luego la besó.
Pero esta vez el beso no fue dulce ni inocente, sino apasionado, exigente, casi brutal. Elizabeth estuvo a punto de desmayarse de placer y le devolvió los besos hasta que le dolieron los labios. Después Flynn besó sus párpados cerrados, la curva adorable del cuello y el comienzo de sus jóvenes senos que parecían querer saltar del corsé. Y de pronto se detuvo con un gemido y la liberó de su abrazo.
Elizabeth apretó su cuerpo contra el tronco del árbol para no caer, La cabeza la daba vueltas y apenas podía respirar.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó cuando recuperó el aliento, pues se veía pálido y apesadumbrado.
– No puedo jugar contigo a los amantes.
– ¿Por qué no?
– Porque eres una virgen rica, inglesa y con amigos poderosos, y yo quiero algo más que besos. No puedo tenerte, corderita. Nuestros respectivos reyes mantienen una relación aparentemente cordial, pero siempre existe la posibilidad de que se desencadene una guerra entre ellos.
– En la frontera abundan los matrimonios entre ingleses y escoceses.
– Pero tú eres la heredera de Friarsgate, Elizabeth -le respondió suavemente-. No perteneces a la nobleza pero tus tierras, tus rebaños y tus tejidos te confieren un poder que ni siquiera comprendes. Quien se case contigo será recompensado con creces. El padre del rey casó a tu madre con uno de sus caballeros más leales. Y lo hizo con el propósito de preservar para Inglaterra la parte de la frontera donde vives. Cuando llegaste a la corte, se acordaron de la vieja historia y ahora está en boca de todos.
– ¡Mi padre amaba a mi madre! -exclamó Elizabeth.
– Sí. Según dicen, apenas la vio se enamoró de ella. Me sorprende que este rey no haya recompensado a alguno de sus lacayos concediéndole tu mano. Pero si se te ocurriera casarte con un escocés, te lo prohibiría Y Por razones muy válidas. Es su deber para con Inglaterra, y también es el tuyo.
– El rey no se atrevería a arreglar mi matrimonio, pues conoce demasiado bien a mi madre. Ella jamás me permitiría casarme con alguien que no estuviera dispuesto a venir al norte ni me ayudara a administrar Friarsgate -protestó Elizabeth, encolerizada-. ¡Y nadie me obligará a contraer matrimonio con un hombre a quien no quiero! ¡Nadie!
– No soy un granjero y carezco de toda vocación para esos menesteres -repuso Flynn con brutalidad-. Soy un cortesano, así como tu hermana, la condesa de Witton, es una dama de la corte. Sólo me vivifica el aire que rodea a los poderosos. Me encantan sus intrigas, sus proyectos, sus conspiraciones. Me aburriría si viviera en el campo, corderita, como tú te aburres en palacio.
– ¿Entonces por qué me besaste, Flynn Estuardo?
– Porque eres bella, tentadora y quieres que te seduzcan.
– Pero tú no me sedujiste -contraatacó Elizabeth-. De hecho, siempre te has comportado como un caballero.
– La seducción lleva tiempo, muchacha. El lobo debe ganarse primero la confianza de la corderita. Y solo cuando ha logrado engatusar por completo a la inocente criatura, arremete -dijo Flynn, mientras la atraía hacia sí y la miraba a los ojos-. ¿Acaso quieres ser mi ruina? ¿Piensas que si te seduzco y se lo cuentas a la señorita Bolena me obligarán a casarme contigo? No, corderita. Me encerrarán en la Torre y tal vez mi hermano interceda por mí, en cuyo caso me enviarán a mi país, deshonrado. O quizá Jacobo V prefiera desentenderse y entonces languideceré para siempre en prisión. En cuanto a ti, volverás a casa con tu tío. Y él confeccionará la lista de los candidatos del norte para que la familia pueda elegirte un marido. Siempre y cuando mi semilla no haya echado raíces en tu cuerpo, desde luego. Como bien sabes, la semilla de los Estuardo es muy potente y podrías parir a un bastardo.
– A quien educaría para que fuese un buen inglés. Y entonces tendría un heredero, una perspectiva más agradable que casarme con un hombre a quien no amo -dijo Elizabeth con aire desafiante.
Él rió de nuevo, y al hacerlo arrugó los ojos de una manera encantadora.
– No seré tu carnero reproductor, corderita. Tampoco permitiré que durante tu estancia en la corte hagas tonterías. Aquí no hay nadie para ti, pero quizá, cuando regreses a Friarsgate, mires a alguno de tus vecinos con más generosidad -dijo, acariciándole el rostro con ternura-. Yo no sería un compañero dócil, corderita. Estaría siempre pegado a tus talones y no tendrías tiempo de ocuparte de nada, salvo de mí.
Luego le dio un dulce y prolongado beso que la dejó sin aliento. Finalmente, Elizabeth se apartó y, sacando la llave del bolsillo, abrió la puerta y traspuso el umbral.
– ¡Eres un reverendo tonto, Flynn Estuardo! -gritó, dando un portazo, al tiempo que lo escuchaba desternillarse de risa del otro lado de la pared del jardín. Elizabeth entró en la casa hecha una furia. Era un hombre insoportable y ella se había comportado como una tonta. ¡Pero sus besos eran tan deliciosos!
Necesitaba pensar y optó por meterse en la cama.
– ¿Te sientes mal? Tu fiesta de cumpleaños se celebrará dentro de dos días. No puedes darte el lujo de enfermarte -se preocupó Philippa.
– Creí que no aprobabas la decisión de la señorita Bolena -repuso Elizabeth con malevolencia.
– No, pero como el rey también aprueba el festejo, lo considero un honor. Si no estás lo bastante sana para concurrir, se sentirán muy frustrados.
– No pienso ir a menos que estés a mi lado, hermana. Dependo de ti y de tus conocimientos acerca de las costumbres de la corte.
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