– ¿Te reconoceré?

– Desde luego.

– Adiós, entonces.

El día del vigesimosegundo cumpleaños de Elizabeth Meredith amaneció cálido y sin una sola nube en el cielo. Philippa y Thomas Bolton la despertaron, cada uno con un ramo de flores.

– ¡Qué gesto tan encantador! -exclamó la joven, sonriendo.

– ¿Estás lista para afrontar el día? -preguntó lord Cambridge con brillo pícaro en la mirada.

– Estoy lista. Y Philippa ha prometido acompañarme, ¿no es cierto, hermana?

– Ya me probé mi disfraz -dijo la condesa de Witton-. Es asombroso, pero Tom se las ha ingeniado para que el traje me siente a la perfección, aunque no me haya visto durante más de tres años.

– Tú no cambias, querida -repuso lord Cambridge.

– ¿Y si hubiera engordado?

– Tonterías. No está en tu naturaleza, mi ángel.

– ¿Viste mi disfraz, Philippa? -preguntó Elizabeth.

– Sí, y te quedará muy bien. Es demasiado audaz, pero ingenioso. Y te servirá para burlarte de los cortesanos que se han burlado de ti. Al rey le encantará la broma, y a mamá, cuando se lo cuente.

– Nunca me he avergonzado de ser quien soy.

– Y tampoco permitas que te avergüencen, jamás -dijo Thomas Bolton, presa de un súbito ataque de orgullo.

Luego, ambos salieron del dormitorio y Nancy le trajo el desayuno. La bandeja contenía un cuenco de frutillas frescas con crema batida, un plato de bollos, manteca, miel y vino aguado. Ella hubiera preferido huevos revueltos y carne, pero el cocinero consideró que ese desayuno se adecuaba más a su disfraz. Elizabeth comía lentamente, saboreando cada bocado, sin preocuparse de que debía vestirse lo antes posible e ir a Greenwich. Cuando, finalmente, hubo satisfecho su apetito, Nancy ya tenía preparada la bañera.

– ¿Cómo me peinaré? -le preguntó a la doncella-. No con el cabello suelto, supongo.

– Lo recogeré en una redecilla tejida con hilos de oro. No querrá que su hermosa cabellera reste importancia a su magnífico disfraz.

Luego de bañarse, enfundó sus piernas en unas medias de seda clara luego se puso una camisa de hombre, también de seda, y los calzones, por cuyos numerosos tajos se asomaban mechones de lana de oveja. Sobre la camisa, un jubón sin mangas de piel de cordero con los rulos a la vista. Al igual que los calzones, por los tajos de las mangas aparecían mechones de lana. Completaba el conjunto una casaca del mismo material, bordada con cuentas de cristal. Nancy colocó varios moños a rayas rosas y blancas en el cabello de Elizabeth. Después se arrodilló para calzarle los zapatos de cuero negro, semejantes a las pezuñas de los ovinos, y una vez terminada la tarea, la nueva dama de Friarsgate se puso de pie.

– ¡Oh, señorita! ¡Es tan gracioso!

– ¿Tienes la máscara?

La doncella se la alcanzó y Elizabeth se colocó sobre el rostro una linda cabeza de cordero, sostenida por una banda elástica.

– ¿Cómo me veo? Nancy no pudo disimular la risa.

– Si se apareciera en la pradera vestida de ese modo, de seguro espantaría a los rebaños. Pero hoy hará las delicias del rey y de la corte. Iré a ver si lord Cambridge y la condesa Philippa están listos.

La joven se miró en el espejo y sonrió. El disfraz era perfecto. La fiesta se celebraba en su honor, el de una simple heredera rural del norte. No en honor de una dama aristocrática de impresionante linaje y apellido rimbombante, sino en el de la hija de uno de los caballeros más leales de Enrique VIII. Se preguntó qué pensaría su padre, a quien ni siquiera recordaba, de todo ello. Cuando Nancy volvió para avisarle que la estaban aguardando, Elizabeth bajó las escaleras y se unió a ellos en el vestíbulo.

– ¡Querida muchacha! El traje es aun mejor de lo que había supuesto -exclamó Thomas Bolton, regocijado.

Se lo veía espléndido, con un disfraz igual al de su sobrina pero confeccionado en seda y en cuero de oveja negros. La casaca también estaba decorada con cristales. Llevaba una máscara plateada y se había puesto cuernos de carnero en los costados de la cabeza.

– ¿Y tú qué opinas, Philippa? -le preguntó a su hermana, quien lucía bellísima en un vestido de seda iridiscente azul turquesa, que remataba en un gran volado cuyo diseño imitaba la cola de un pavo real. La máscara estaba confeccionada con plumas de esa misma ave y su gloriosa cabellera color caoba le cubría los hombros.

– Es muy atrevido -dijo con preocupación-. Las piernas son demasiado visibles. Me pregunto si deberías mostrarlas tan descaradamente… Luego lo pensó mejor y, riéndose de sí misma, añadió-:

– ¡Pero qué importancia tiene! No hay aquí ningún caballero digno de tu persona. Y la heredera de Friarsgate será recordada por su agudeza y por la ingeniosa broma que le gastó a la corte. La mayoría solo se pondrá máscaras, pero otros llevarán maravillosos disfraces.

Lord Cambridge dio la orden de partir, y tras cruzar el bosquecillo que se extendía más allá del muro de piedra, llegaron a los jardines del palacio y se encaminaron al sitio donde se hallaban sentados el rey y Ana Bolena. La joven tenía un atuendo color verde Tudor -el color favorito de Enrique- y una máscara que representaba a una rana. Philippa, quien, tal como lo habían planeado, precedía a su hermana y a Thomas Bolton, se detuvo ante el rey, le hizo una profunda reverencia e incluso fue capaz de sonreír cuando saludó no solo al monarca, sino a su compañera.

– Mi señor -dijo con gentileza sacándose la máscara para que pudiera reconocerla.

– ¡Encantadora! -exclamó Enrique-. Eres un perfecto pavo real, condesa.

Philippa hizo otra reverencia y se apartó con gracia para dar paso a su hermana y a su tío, que se encontraban a cierta distancia. Ambos se inclinaron en señal de respeto y luego se acercaron al trono bailando una alegre danza. Después volvieron a inclinarse y se quitaron las máscaras.

– Saludamos a Su Majestad y a la señorita Ana Bolena -dijo lord Cambridge.

– ¡Bravo! ¡Bravo! -Enrique estaba tan entusiasmado ante el espectáculo que comenzó a aplaudir-. ¡Nunca había visto disfraces como éstos, son fascinantes!

– Esperábamos que fueran de su agrado, Su Majestad -dijo Elizabeth.

– Es una linda manera de burlarse de la corte, Elizabeth Meredith replicó el rey echándose a reír.

– Es una manera de puntualizar que soy lo que soy -repuso la joven con malicia.

– Si en esta corte hubiera un hombre apropiado para ti, arreglaría yo mismo el matrimonio, pero eres más parecida a tu madre que tus hermanas, y debes regresar a Friarsgate para encontrar tu destino.

– Al igual que mi madre, soy la más humilde servidora, de Su Majestad -dijo Elizabeth haciendo una graciosa reverencia.

Enrique Tudor lanzó una carcajada.

– Como su madre, usted es mi más humilde servidora solo cuando le conviene, señorita Meredith.

Ana Bolena se puso de pie y, apartándose del rey, enlazó su brazo al de la joven.

– Ven, demos una vuelta por los jardines para lucir nuestros disfraces. Cuan osada has sido al ponerte esos calzones que te dejan las piernas al descubierto. ¿Ves a ese hombre que nos está mirando desde el otro extremo del jardín? Es mi tío, el duque de Norfolk. Un caballero muy apuesto pero proclive a las intrigas. Teme que el rey pierda interés en mí, en cuyo caso no podrá sacar provecho alguno de mi relación con Enrique, además de arruinar su reputación.

– ¿Piensas en serio que el rey se divorciará y se casará contigo?

– Sí, de una manera o de otra terminará por liberarse de Catalina la española y seré su esposa. Y todos lo saben -repuso Ana con total convencimiento, mientras observaba a las damas y caballeros que se paseaban por los jardines y la saludaban con respetuosas inclinaciones de cabeza al pasar a su lado-. De hecho, ya soy la reina, aunque todavía no tenga derecho a ostentar ese título -agregó en voz baja.

Comenzaron las festividades. El cielo era diáfano y los rayos del sol se reflejaban en las tranquilas aguas del río. Ana había organizado varias regatas: en las primeras competirían las embarcaciones pertenecientes a los nobles y solamente al final participaría la barca del rey Los cortesanos se reunieron en la orilla, apostando y gritando, mientras las cuatro barcas se desplazaban velozmente por el río, sus coloridos estandartes flotando en la brisa. Los remeros, con el torso desnudo, se inclinaban sobre los remos, flexionando una y otra vez sus musculosos brazos con el propósito de ser los primeros en alcanzar la meta. En la última regata participaron la barca del rey y la de Thomas Howard, duque de Norfolk. En el momento en que la barca real dejó atrás a la del tío de Ana, la multitud prorrumpió en exclamaciones de júbilo. Las mesas, repletas de comida, se colocaron junto al palacio repletas de las exquisiteces que había prometido Ana. Y cuando todos hubieron comido, los criados limpiaron las mesas y se llevaron los restos para dárselos a los pobres que aguardaban a las puertas del palacio. Luego reaparecieron con grandes cuencos de frutillas frescas y de crema batida, junto con obleas, mazapán y confituras acarameladas. El vino y la cerveza fluían a raudales de los enormes barriles colocados cerca de las mesas.

Al finalizar la tarde, se anunciaron los concursos de tiro al arco; primero participarían las damas y después los caballeros. Elizabeth se desempeñó bastante bien, pero fue su hermana quien ganó el premio, que consistía en un broche de oro con un corazón de rubí. El rey en persona se lo entregó. Philippa estaba de lo más complacida y le hubiera gustado que Crispin estuviese allí para compartir su triunfo. Luego le tocó el turno a los caballeros; por primera vez en el día Elizabeth vio a Flynn Estuardo, que ganó fácilmente el concurso, pues era muy diestro con el arco. El premio, una bolsa con monedas de oro, le fue entregado por Ana Bolena.

Al anochecer, se encendieron las farolas y los músicos empezaron a tocar. Había comenzado el baile. Elizabeth se sintió halagada cuando Flynn la eligió como compañera en una danza campestre. Ambos bailaban muy bien y hacían una buena pareja.

– ¿Te parece sensato permitir que bailen juntos? -preguntó Philippa a Thomas Bolton.

– No tiene la menor importancia. Ella fantasea con la idea de conquistarlo. Pero es un escocés, y además no le conviene. Elizabeth lo sabe, pues no tiene un pelo de tonta. Y en pocos días regresará a Friarsgate. ¿Viajarás con nosotros, mi ángel?

Philippa meneó la cabeza.

– Iré a Woodstock a ver a la reina.

– No me parece una buena idea.

– Tal vez no, pero iré de todos modos. Si nadie se entera de mis planes supondrán que he vuelto a casa, lo que haré de inmediato, luego de visitar a la reina. No puedo abandonarla, tío.

– A mi juicio, es una mujer tonta y demasiado orgullosa. No puede ganar esta batalla y al final Enrique Tudor se saldrá con la suya -, dijo lord Cambridge, y se dedicó a mirar a los bailarines.

Ya había caído la noche cuando el rey tomó su laúd y empezó a cantar un rondó que había compuesto para la señorita Bolena. A Elizabeth le gustó la melodía, y tan pronto como aprendió la letra, su voz se sumó a la del rey. Enrique Tudor sonrió, pues aún recordaba la voz clara y potente de Owein Meredith y le complacía comprobar que Elizabeth la había heredado. El rondó parecía incluso más bello cuando la suave voz femenina se unía a la suya. Un día inolvidable, pensó el rey, y se sintió como un muchacho de veinte años.

– Cantas muy bien -le dijo a Elizabeth cuando la melodía terminó.

– Espero que a Su Majestad no le haya molestado. No pude evitarlo. En casa solemos cantar por las noches, para entretenernos.

– Tienes un talento natural para la música, Elizabeth Meredith.

El baile había finalizado, pero los músicos seguían tocando.

– Gracias, Su Majestad, y gracias, señorita Bolena, por este maravilloso día. Nunca lo olvidaré.

– Me complace tu amistad con mi Ana.

– La generosidad de la señorita Bolena para conmigo me honra -repuso Elizabeth. Y luego de hacer una reverencia, se retiró de la presencia del rey.

Mientras cruzaba los jardines, se le acercó de pronto un caballero con máscara de lobo.

– Hola, corderita -la saludó Flynn Estuardo. Elizabeth se echó a reír.

– ¿Acaso has venido a comerme? -le preguntó en un tono provocativo.

– Ojalá me estuviera permitido hacerlo -respondió el joven, con cierta tristeza.

– Pero eres un escocés leal.

– Sin embargo, considerando el lugar donde vives y las costumbres de tu familia, mi nacionalidad no debería impedirnos seguir siendo amigos, corderita -dijo, tomándola del brazo-. Jamás seremos enemigos, Elizabeth Meredith, pese a las diferencias entre nuestros países.

– No nunca seremos enemigos, pero…

Flynn le selló los labios con sus dedos y por un momento se miraron en silencio