Ana volvió a exhibir su sonrisa felina.
– Sí. Vino a mi encuentro, me hizo una reverencia y me dijo que estabas en cama. Fue difícil para ella, pero sus modales son realmente impecables, Bess. ¿Todavía apoya a la reina?
– "Apoya" no es el término correcto, Ana -replicó la joven procurando proteger a su hermana-. Debes recordar que mi madre no solo ha sido amiga de la reina Catalina desde la infancia, sino que la ayudó en su época más difícil, antes de casarse con el rey. Cuando Philippa cumplió doce años se convirtió en una de sus damas de honor, y a partir de ese momento su único deseo fue servir a la reina. Y así lo hizo hasta que se casó. Siente lealtad hacia Catalina, y es comprensible. Si no le fuera fiel, no la respetaría como la respeto, pero incluso Philippa se impacienta ante la tozudez de la reina en lo concerniente al divorcio.
– Y cuando yo sea reina, ¿crees que sentirá la misma lealtad hacia mi persona?
– ¿Cómo se te ocurre? -respondió Elizabeth con candor-. Pero respetará tu posición, de eso puedes estar segura. Es ambiciosa en lo que respecta al futuro de sus hijos.
– Te extrañaré, Bess, pues nadie me habla con tanta franqueza como tú. ¿Debes volver a tus desoladas tierras del norte?
– Me marchitaré como una flor de otoño si no regreso pronto a casa. Y Friarsgate no es para nada desolado. Es bellísimo, Ana. Sus colinas, moteadas de blanco por las ovejas que pastan en las laderas, descienden hasta el lago. Me encanta despertarme con el canto de los pájaros, envuelta en la fresca brisa de Cumbria que entra por las ventanas. Sí, debo volver a casa.
– Hacer lo que uno desea es un privilegio que siempre envidié. Yo, en cambio, debo hacer lo que me ordenan. Pero, cuando sea reina, solo obedeceré al rey.
– Ana, quisiera pedirte un favor -dijo Elizabeth-. ¿Le preguntarías al rey si mi tío y yo podemos abandonar la corte antes de su partida? No veo la hora de regresar a Friarsgate.
– Se lo preguntaré, te lo prometo.
– ¿Preguntarme qué? -quiso saber Enrique VIII, que acababa de entrar en los aposentos privados de la señorita Bolena. Las mejillas de Ana se tiñeron de rubor cuando él se inclinó y la besó en la boca.
– Bess desea retornar a sus tierras. Aunque la voy a extrañar, comprendo su necesidad de estar donde se siente más feliz, pues a mí me ocurre lo mismo y solo soy feliz cuando estoy contigo. Nos quedaremos en Greenwich varios días más y, según el protocolo, cualquiera que haya participado en las festividades de la corte debe permanecer en ella hasta que el rey parta. ¿Le darías permiso para irse antes que tú, Enrique? Te suplico que lo hagas.
El rey se acercó a Elizabeth y, tomándola de la barbilla, levantó su rostro para mirarla a los ojos.
– Te pareces físicamente a tu padre, pero tienes el corazón de tu madre no puedes negarlo. Como Rosamund, te marchitas lejos de Friarsgate. Te noté muy pálida estos últimos días, Elizabeth Meredith. A diferencia de tu hermana, la condesa de Witton, no eres una criatura de la corte. Por cierto, tienes nuestro permiso para partir cuando lo deseen. Dile a tu tío que venga a despedirse hoy, y luego podrán abandonar Greenwich con nuestra bendición. -Enrique Tudor extendió la mano y la joven se la besó.
Ana observaba la escena, y aunque consideraba a Elizabeth una auténtica amiga, no se sentiría apenada por su partida. Su mera presencia tenía la virtud de despertar en el rey ciertos recuerdos que ella prefería que olvidara. No deseaba verlo sumergido en un pasado más dichoso que el presente que ambos compartían. Si se divorciaba de una buena vez, entonces se casarían, le daría hijos y vivirían por siempre felices.
– Gracias, Su Majestad -dijo Elizabeth. Después besó a Ana en ambas mejillas, y tras agradecerle su amistad y desearle lo mejor, hizo una reverencia y abandonó la alcoba.
Cuando se encontró con lord Cambridge, le comunicó la noticia.
– ¡Querida muchacha! Eres tan persuasiva como tu madre cuando decides desplegar tus encantos. Es temprano, y si apuramos a la servidumbre, estaremos en condiciones de partir mañana por la mañana. Dejaré la casa abierta para Philippa, pues probablemente se quedará en la corte hasta que se traslade a Windsor a mediados de junio. ¡Pero tú, Will y yo regresaremos a Friarsgate, Elizabeth! Con un poco de suerte, llegaremos allí la noche de San Juan y veremos las fogatas ardiendo en las colinas. Y ahora iré a despedirme del rey.
La joven cruzó corriendo el bosquecillo que separaba el palacio de la mansión Bolton, y lo primero que hizo cuando entró en la casa fue buscar a Nancy en las cocinas.
– Mañana nos iremos a Friarsgate, si logramos empacar a tiempo nuestras pertenencias.
– ¿Nosotros también? -preguntó Lucy, la doncella de Philippa.
– No -repuso Elizabeth-. Ya conoces a tu ama.
– Sí. ¡Dios, cómo le gusta la vida en la corte! Dejó a su hijita recién nacida para ayudarla a buscar marido, señorita Meredith. Lamento que no haya encontrado ninguno.
– Pues yo no lo lamento. Friarsgate es mío y no lo compartiré con nadie. Estaré arriba, Nancy, y no te demores.
Lucy meneó la cabeza, mientras la miraba alejarse.
– No es una joven muy llevadera que digamos, ¿verdad?
– Te equivocas, Lucy. Es amable y comprensiva, pero solo piensa en sus tierras. Friarsgate consume todas sus energías, así como la corte consume las de tu ama. Subiré ya mismo o arrojará la ropa en los baúles, en su apuro por irse de aquí.
Y mientras las dos jóvenes empacaban a toda velocidad, Thomas Bolton encontró a Philippa preparándose para jugar al tenis con una amiga.
– Tu hermana se las ingenió para que el rey nos permitiera partir lo antes posible. La casa es tuya hasta que la corte vuelva nuevamente a Richmond. Y sabes que mi casa de Londres también está a tu disposición. Ven a cenar con nosotros esta noche. Conozco a Elizabeth y sé que nos obligará a ponernos en marcha antes del amanecer.
Philippa meneó su cabeza color caoba.
– Lamento haber fracasado en mi misión, tío. Nuestra familia se sentirá defraudada.
– Ni tú ni yo hemos fracasado, sobrina. La tarea encomendada trascendía nuestras fuerzas. No somos Hércules, querida muchacha, sino simples mortales. Elizabeth no tiene tu sofisticación y tampoco se contenta con ser esposa y madre, como Banon. Quien se case con ella tendrá que ser un hombre muy especial.
Philippa suspiró, sabiendo que lord Cambridge estaba en lo cierto.
– Te deseo buena suerte en la búsqueda del Santo Grial. Porque de eso se trata, ¿verdad? -dijo lanzando una risita candorosa, como si la presumida dama de la corte no hubiera podido sepultar del todo a la ingenua niña que había sido.
– ¡No digas eso, mi ángel! ¡Al Santo Grial nunca lo encontraron!
Philippa se echó a reír y lo abrazó con fuerza.
– Te extrañaré, tío. Y volveré temprano para compartir nuestra última cena.
– ¡Excelente! Y ahora debo despedirme de nuestro nobilísimo monarca -dijo lord Cambridge alejándose a toda prisa de la cancha de tenis.
– ¡Por Dios, Tom! -exclamó Enrique Tudor-. No hay nadie capaz de hacer una reverencia como la tuya. Eres el caballero más elegante de] reino, y has venido a despedirte, supongo.
– Así es, Su Majestad. Por mucho que lamente la ansiedad de mi sobrina por regresar al norte, me veo obligado a acompañarla. Rosamund se disgustaría si viajara sola.
– ¿Y cuándo piensas volver a palacio?
– Esa es una pregunta difícil de responder, Su Majestad. Tengo sesenta años y viajar ya no me produce el mismo placer que antaño. Temo haberme convertido en uno de esos gatos gordos que prefieren dormitar junto a la propia chimenea en vez de treparse a los árboles o retozar por los tejados -admitió Thomas Bolton con una sonrisa irónica y ladeando un poco la cabeza.
– Extrañaremos tu estilo y tu ingenio, pero comprendemos la situación. Cuentas con nuestro permiso, Tom, y esperamos verte de nuevo.
El rey extendió una mano llena de anillos y lord Cambridge se la besó. Luego dirigió su atención a la señorita Bolena. Al besar su elegante mano y advertir que tenía seis dedos, se inclinó y le susurró unas palabras al oído.
Ana sonrió de oreja a oreja, algo insólito en ella, y lo besó en la bien rasurada mejilla.
– Gracias, milord. Es la solución perfecta. No sé cómo no se me ocurrió antes.
– A veces, mi querida señora, la respuesta más obvia es la más difícil de hallar. Le deseo la mejor de las suertes. -Thomas Bolton hizo una última reverencia y abandonó el cuarto.
– ¿Qué te dijo? -le preguntó el rey mientras se encaminaban al salón donde acababan de servir el almuerzo.
– Me sugirió que usara las mangas un poco más largas para disimular el dedo de la mano izquierda. Su instinto en lo relativo a la moda es sorprendente, Enrique -repuso complacida, pues el hecho de poseer ese pequeño apéndice adicional la había avergonzado desde la infancia.
Cuando Lord Cambridge salió del palacio, presintió que jamás volvería a la corte. Deseaba pasar el resto de su vida en Cumbria, disfrutando de los pequeños placeres cotidianos. Después de todo, se lo merecía. Ya no era joven y comenzaba a sentir el peso de los años. Especialmente en las rodillas, se dijo para sus adentros, y estuvo a punto de echarse a reír. Burlarse de sí mismo era la manera más eficaz de soportar los achaques de la vejez.
Philippa llegó a la hora de la cena y meneó la cabeza al ver que los baúles ya estaban en el carro. Era solo cuatro años mayor que su hermana, pero en cuanto a su actitud frente a la vida, le llevaba cien años de ventaja. Ella era una mujer moderna que sabía cómo lograr que sus hijos escalaran posiciones en la sociedad. Elizabeth, por el contrario, se contentaba con ser una terrateniente responsable. Ninguna de las dos iba a cambiar, pero la condesa quería que su hermana menor se casara y fuera feliz en su matrimonio.
– Se acostarán temprano, pues mañana partirán antes del alba, supongo -dijo Philippa en un tono ligeramente burlón.
– Y tú comerás a las apuradas para no perderte la fiesta del palacio -contraatacó Elizabeth.
– No, esta noche me quedaré con ustedes. Si deciden acostarse luego de la cena, entonces concurriré a las celebraciones de la corte. Además, mañana regresarás a la casa de Londres, navegando en la confortable barca de Tom, de modo que el viaje no te resultará extenuante. Solo al día siguiente, cuando hayas cabalgado durante horas, recordarás que tienes un trasero -la provocó su hermana.
Lord Cambridge hizo una mueca de dolor.
– ¡No menciones el sufrido trasero, querida! Algún día habrá una manera más cómoda de viajar. Ojalá viva para verlo, pero evitaré seguir bajando. De Otterly a Friarsgate y no más lejos, queridas sobrinas. ¡Lo juro!
– Oh, dentro de unos años te aburrirás de la pacífica Cumbria y no podrás resistir el deseo de volver a la corte. Y cuando las cinco hijitas de Banon se conviertan en muchachas casaderas, no tendrás más remedio que volver al sur para encontrarles marido, lo que te resultará mucho más sencillo que en mi caso -rió Elizabeth.
– Aún no me he dado por vencido, sobrina -repuso con aire enigmático.
William Smythe no tardó en unirse a ellos y pasaron una agradable velada. Comieron una espléndida cena y las hermanas cantaron juntas como lo habían hecho durante la infancia. Luego Will y lord Cambridge jugaron una partida de ajedrez mientras las jóvenes conversaban
– Si te casas, debes saber ciertas cosas acerca de los hombres y las mujeres. No me atrevería a encomendarle esa tarea a mamá. Escúchame bien, y no repitas a nadie lo que voy a decirte.
– No gastes saliva, hermana. Sé todo cuanto necesito saber.
– Supongo que lo aprendiste de las ovejas. Pero las ovejas no son personas. -Elizabeth se limitó a lanzar una risita de complicidad, y Philippa exclamó-: ¡Banon! Banon ha hablado contigo y te lo ha contado todo con pelos y señales. Bueno, me alegra que lo hiciera. La ignorancia no es una bendición, aunque supongo que serás lo bastante sensata como para simular ignorancia la noche de bodas.
Elizabeth no se molestó en responderle. Podía ser ignorante pero no quería discutir esos temas con su hermana mayor.
– Es hora de acostarme -dijo levantándose del sofá y besándola en ambas mejillas-. Adiós, querida. Partiremos al alba y no creo que estés despierta cuando nos vayamos. Gracias por todo. Estar contigo fue maravilloso, hermana. Las dos hemos madurado y, afortunadamente, nos hemos vuelto más sabias con el correr del tiempo.
– Sí. Dale a mamá mis cariñosos saludos y dile que venga a Brierewode a conocer a sus nietos.
– Mamá no viajará al sur, pero si los trajeras al norte, podría conocerlos. Te extraña, Philippa, y nunca superó lo que hiciste, aunque yo sea una castellana mucho más eficiente de lo que tú hubieras sido. Cuando tu hija sea mayor, ven a vernos, te lo suplico.
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