Ya había caído la noche y la dama de Friarsgate se sentía extenuada, de modo que optó por retirarse. Entonces, lord Cambridge relató la visita a la corte desde su punto de vista.
– Le encontraré un marido, aunque ella preferiría que no lo hiciese, tiene veintidós años y, sin embargo, no sabe nada del amor. Pero aún joven y es hora de que aprenda.
– Llamarás a Rosamund? -preguntó Edmund.
– Todavía no. Dejemos que disfrute de su regreso a Friarsgate. Rosamund y Logan la atosigarían con reproches. Terminará por casarse y tener hijos, se los aseguro, pero no hay razones para apurarla.
– ¿Te acuerdas del escocés que estuvo aquí durante el invierno? Su padre ha escrito y dice que las ovejas que compró para Grayhaven parecen adaptarse muy bien a sus tierras. Además, desea enviar a su hijo de nuevo a Friarsgate, con el permiso de Elizabeth, por supuesto. El muchacho quiere aprender todo lo relativo a los tejidos y a los telares.
– ¿De veras? -dijo lord Cambridge considerando que la noticia era sumamente auspiciosa para sus planes-. ¿Y qué le respondiste? -le preguntó simulando indiferencia.
– Le escribí que podía mandar a su hijo, pero que si deseaba aprender con nuestros tejedores, entonces debería permanecer todo el otoño y posiblemente, parte del invierno.
– Me parece muy sensato. El muchacho es bastante agradable e inteligente, si mal no recuerdo.
– ¿Cuándo piensas volver a Otterly?
– Dentro de unos pocos días mandaré a Will para ver si las refacciones avanzan. No regresaré hasta que mi casa esté terminada. Will y yo queremos gozar de privacidad. Y por mucho que adore a mi querida Banon, sus niñas son demasiado ruidosas y activas para un hombre de mis años.
– Si Elizabeth se casa y tiene hijos, ya no podrás esconderte en Friarsgate -bromeó Maybel-. ¿Estás seguro de poder casarla?
– ¡Sí! y lo haré por su propio bien, por el bien de Rosamund y, especialmente, por el bien de Friarsgate! Elizabeth debe contraer matrimonio, Maybel. En cuanto a mí, me sentiré como los dioses en mis nuevos apartamentos, ahora inexpugnables para la familia Neville.
Pero volveré de vez en cuando a Friarsgate. Estos dos meses fuera de Otterly me han matado, literalmente hablando, de modo que me iré a la cama a recuperarme de tanto ajetreo. Buenas noches, Maybel.
– Buenas noches, Edmund.
Mientras se alejaba del salón, su mente no dejaba de dar vueltas Su sobrina necesitaba un marido. Un hombre capaz de amar a Friarsgate tanto como ella y de hacerle creer que seguiría siendo la dueña absoluta de sus tierras. En suma, un hombre semejante a su padre, sir Owein Meredith. Y el único hombre que hasta el momento reunía esas condiciones era Baen MacColl.
Le constaba que se habían sentido atraídos el uno por el otro. ¿Podría atizar nuevamente ese fuego hasta convertirlo en un gran amor? ¿Y el escocés amaría a Elizabeth lo suficiente para dejar de lado las diferencias que separaban a sus respectivos países? Baen MacColl no era Flynn Estuardo. Y aunque fuese el primogénito del amo de Grayhaven y su lealtad hacia él fuese inquebrantable, no dejaba de ser un bastardo y, en consecuencia, no heredaría un centavo. ¿Su padre estaría dispuesto a darle la libertad a cambio de un próspero y respetable futuro? El prior Richard estaba en lo cierto: iba a necesitar un milagro. Sin embargo, esa idea no lo disuadió. Había tenido una vida plena y había sido generoso con todos. Seguramente el Señor le concedería ese milagro.
Thomas Bolton se arrodilló junto a la cama y rezó con más fervor que nunca, sabiendo que lo hacía por una causa justa: Baen MacColl y Elizabeth Meredith estaban hechos el uno para el otro.
CAPÍTULO 09
– Te enviaré de nuevo a Inglaterra, Baen -anunció Colin Hay, amo de Grayhaven, a su hijo mayor.
Era un hombre corpulento, de más de un metro noventa de altura, cabello negro y ojos verdes. Pese a sus cincuenta y cinco años, era apuesto y de aspecto juvenil. Parecía el hermano de Baen y no su padre.
– He escrito a Friarsgate y me han respondido enseguida. Te quedarás todo el verano y el otoño, e incluso más tiempo si es necesario -continuó.
– ¿Por qué? Acabo de regresar a casa, papá.
Baen era unos centímetros más alto que su padre, pero había heredado su amplia frente, la nariz larga y recta y una boca generosa. La gente solía confundirlos a la distancia.
– Quiero interiorizarme más sobre esos tejidos de los que me hablaste. Las campesinas de Friarsgate trabajan todo el invierno en los telares y obtienen unos tejidos que aportan excelentes ganancias. Aprenderás todo lo que haya que saber sobre esa industria, pues tengo la intención de instalar una empresa similar en Grayhaven. Te encomiendo la tarea a ti, Baen, porque tus hermanos carecen de talento para el comercio o la industria.
– ¿Cuándo debo partir?
Baen se preguntaba si la encantadora Elizabeth Meredith habría regresado a sus tierras y si habría contraído matrimonio. Sabía que no debía hacerse ilusiones con ella, pero le resultaba imposible olvidarla. Recordaba sus dulces labios, su cabello dorado y sus luminosos ojos verdes. Lanzó un suspiro y se preguntó si acaso Elizabeth también pensaba en él.
– Puedes partir mañana mismo. Y retornarás cuando hayas aprendido absolutamente todo sobre el tema.
Al día siguiente, Baen salió de Grayhaven en compañía de su perro Friar. Llevaba vino y pasteles de avena. Cabalgaba desde el alba hasta que caía la oscuridad. Por las noches, su caballo pastaba en los campos donde se detenían para descansar. Baen dormía abrigado por una gruesa capa de lana y su fiel perro. Friar cazaba conejos y además ahuyentaba a los intrusos o a los animales salvajes. Cuando subió a la cima de la colina que dominaba el valle de Friarsgate y miró el paisaje, experimentó una extraña sensación. Era como si contemplara su propio hogar. Friar, que también había reconocido el lugar, se puso a ladrar ruidosamente y a corretear de un lado a otro, presa de la excitación.
El padre Mata vio a Baen MacColl al salir de la iglesia y le dio una cálida bienvenida.
– Me alegra volver a verte, jovencito. Edmund está en la casa con Elizabeth. Hoy es el día en que cuentan las ovejas.
– ¿La señorita Elizabeth ya regresó de la corte? -preguntó el escocés mientras se apeaba del caballo-. ¿Y la acompaña un apuesto prometido?
– ¡Oh, no, muchacho! Por desgracia no consiguió esposo -contestó el sacerdote meneando la cabeza.
– Tal vez encuentre alguno entre los vecinos de Friarsgate -acotó Baen sin mucha convicción.
– Los pocos vecinos que tenemos viven muy lejos -replicó el párroco con gesto sombrío-. No sé qué hará lady Rosamund ahora. Siempre pensó que su hija se casaría y daría a luz a un nuevo o una nueva heredera de Friarsgate, pero parece que eso no va a ocurrir. ¡Ay, muchacho, qué será de estas tierras! Rosamund se enfurecerá con su hija cuando se entere. Todavía no le han comunicado la noticia para evitar la discordia. Y me parece bien, pues el enojo y los reproches no ayudarán a resolver el problema.
Llegaron juntos a la casa y un mozo de cuadra se encargó del caballo de Baen. Entraron en el salón donde se hallaba lord Cambridge, quien al verlos se puso de pie y prodigó una amplia sonrisa a Baen MacColl.
– ¡Es un placer verte de nuevo, mi querido! ¡Bienvenido a Friarsgate! Ven, siéntate a mi lado. Es una suerte que aún me encuentre aquí Y pueda gozar de tu compañía. Los albañiles que están construyendo la nueva ala de Otterly avanzan a paso de hormiga.
Baen se sentó junto a Thomas Bolton y un sirviente les sirvió vino. El sacerdote había desaparecido del salón.
– Me comentó el padre Mata que la visita a la corte fue un fracaso- dijo Baen-. Lo lamento mucho, aunque recuerdo que a usted no le agradaba la idea y que se avino a ir al palacio sólo para satisfacer el deseo de la madre de la señorita Elizabeth.
– Esa estratagema surtió efecto con las hermanas mayores y mi prima tenía la esperanza de que también sirviera para Elizabeth. Pero no fue así.
– ¿Y qué hará ahora, milord?
– Estoy meditando en ello. Pero cuéntame, muchacho, ¿por qué te ha enviado tu padre? ¿Vienes a comprar más ovejas?
– Él quiere que me interiorice en el negocio de la lana. Como soy su hijo bastardo y no podré recibir nada en herencia, trata de conseguirme un trabajo para que me gane la vida. Es un buen hombre, me ama y se preocupa por mi futuro. Hay muchísimas cosas para repartir en Grayhaven, pero Jamie y Gilbert tienen prioridad.
– Estoy seguro de que tu padre es una buena persona -observó lord Cambridge. Las palabras de Baen reavivaron sus esperanzas. Si el señor de Grayhaven amaba a su bastardo y se preocupaba por su futuro, podría aceptar un arreglo que lo beneficiara. Tal vez Colin Hay no se opondría a que su primogénito se hiciera súbdito de Inglaterra. Lo primero que tenía que hacer era fomentar el idilio que había nacido entre Baen MacColl y Elizabeth durante el invierno. Había notado que a su sobrina le gustaba el escocés y esperaba que Flynn Estuardo no le hubiera roto el corazón de manera irremediable. En segundo lugar, debía convencer a Rosamund de que aprobara ese matrimonio. En principio, el joven contaba con dos ventajas a su favor: sería un amante esposo de su hija y la ayudaría a ocuparse de Friarsgate.
Maybel entró en el salón para saludar a Baen, que se puso de pie y se acercó a la anciana.
– ¡Bienvenido, muchacho! Ni bien me enteré de tu llegada, ordené que te prepararan una habitación en el piso de arriba, pues tengo entendido que pasarás un largo tiempo entre nosotros. ¿Este es el cachorrito que te llevaste de aquí hace unos meses? -preguntó dándole palmadita a Friar-. Parece que lo has cuidado muy bien.
– Así es. Nos hemos hecho grandes amigos y por nada del mundo me separaría de él. Está tan guapa como siempre, señora Maybel, si me permite el elogio -dijo con un brillo en los ojos y le besó las manos
Maybel se echo a reír.
– Vamos, muchacho -replicó Maybel, ruborizada, y le dio una cariñosa palmadita-. Eres un perfecto bribón.
– Mañana es la Fiesta de San Juan, Maybel. ¿Bailará conmigo alrededor de las fogatas?
– ¡Claro que sí! Y todas las mujeres sentirán envidia al verme acompañada por un joven tan apuesto.
– ¡Bienvenido a Friarsgate, Baen MacColl! -saludó Elizabeth entrando en el salón. Los ojos le brillaban y su tío se dio cuenta de que estaba realmente contenta de ver al escocés.
"Ajá. Es obvio que la atracción persiste -pensó lord Cambridge-, y con un empujoncito más se convertirá en un amor duradero. ¿Qué importa que sea escocés? Su padre sin duda aprobará que se case con una joven como Elizabeth, pues será un matrimonio muy provechoso para su hijo. Baen finalmente se establecerá y vivirá con holgura por el resto de su existencia. Es un hombre que ama la tierra. ¿Cómo no se me ocurrió antes?". La situación que se desplegaba en su mente lo hizo casi ronronear de placer. Había prometido conseguirle marido a Elizabeth e iba a cumplir su promesa, aunque nadie estaba enterado todavía.
– ¡Trajiste a Friar! -exclamó Elizabeth y se arrodilló en el piso para mimar al perro.
– Insistió en venir -Baen se arrodilló junto a ella y acarició el lomo de Friar.
– Lo has cuidado muy bien.
– Se está convirtiendo en un excelente pastor.
Ambos se pararon al mismo tiempo.
– Le diré a Maybel que te muestre tu cuarto. Tenemos espacio de sobra. En un ratito servirán la comida. Tío, el barco hizo varios viajes a los Países Bajos desde que fuimos a la corte. Los tejidos que fabricamos el último invierno son muy solicitados pero, como siempre, hay quejas por la escasez de lana azul de Friarsgate. El próximo invierno deberíamos aumentar la producción. Edmund dice que este año obtendremos una generosa cantidad de lana. En breve comenzaremos a esquilar las ovejas.
Baen se retiró del salón junto con Maybel. Estaba asombrado por las palabras de Elizabeth. La joven acababa de llegar de la corte y todas sus aventuras palaciegas parecían haber quedado en el olvido, opacadas por la pasión que sentía por sus tierras y su empresa textil. Subió la escalera precedido por Maybel, que se desplazaba muy despacio.
– Las rodillas -se quejó- ya no me responden como antes. -Llegaron a un oscuro corredor. La anciana lo atravesó deprisa, se plantó frente a una puerta y la abrió-. Este es tu cuarto, jovencito. Es amplio y ofrece más privacidad que una cama en el salón. Cuando termines de instalarte, vuelve al reunirte con nosotros -dijo, y cerró la puerta.
Baen miró a su alrededor. Aunque no era muy espaciosa, la alcoba parecía confortable y estaba limpia. En una de las paredes había un pequeño hogar, y frente a él, una cama con cortinas de lino color natural, que colgaban de unas finas argollas de bronce. A los pies del lecho había un cofre de madera y, a la derecha, una ventana. Sobre una mesa vio una jofaina de bronce y una jarra de porcelana llena de agua. Baen guardó las alforjas en el cofre, se lavó el rostro y las manos, tal como le había enseñado Ellen, su madrastra, y luego bajó al salón. Elizabeth y su familia estaban sentados a la mesa. Se quedó parado unos segundos, vacilante.
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