– ¡Siéntate a mi lado, querido! -lo invitó lord Cambridge sacudiendo la mano-. Debes de estar famélico después de tanto viaje.

– Me vendrá de maravilla una buena comida. Hace días que no ingiero otra cosa que galletas de avena.

Thomas Bolton le sirvió un plato de carne con verduras y le alcanzó un trozo de pan. Como la familia ya había dicho las oraciones, se persignó y empezó a comer. Untó mantequilla en una gruesa rebanada de pan y le agregó varias lonjas de jamón y un trozo de queso. A cada rato los sirvientes le llenaban la copa con cerveza negra. No dijo una Palabra, tan concentrado estaba en saciar su apetito. Y, por supuesto, no se olvidó de alimentar a su perro, que estaba debajo de la mesa junto a sus pies y le reclamaba pedazos de carne.

– Me encantan los hombres de buen apetito -dijo lord Cambridge cuando vio que Baen estaba satisfecho.

– A mí también -coincidió su sobrina y tomó un durazno-. No hay nada más ofensivo para la dueña de casa y para el cocinero que la gente melindrosa con la comida.

Elizabeth pensó que era maravilloso estar de vuelta en Friarsgate podía usar ropas cómodas que le permitían respirar y calzar sus bofas en lugar de los primorosos pero torturantes zapatitos de la corte.

– Tengo entendido que tu padre desea saber cómo fabricamos y comercializamos nuestras telas -dijo a Baen.

– Así es -replicó el joven, mientras admiraba su belleza.

– Mañana cabalgaremos juntos y examinaremos los rebaños antes de la esquila. En las próximas semanas te mostraré cómo almacenamos y preparamos la lana antes de hilarla. Esa tarea nos mantiene ocupados en el otoño. Después, durante el invierno, hilamos la lana, luego la teñimos y por último la enrollamos en los carretes. Algunos la tiñen antes de hilarla, pero yo prefiero el procedimiento inverso. Es un trabajo muy arduo y requiere mucho temple. ¿Crees que tus campesinas serán capaces de hacerlo?

Baen asintió, aunque en su fuero íntimo dudaba de que los hombres y las mujeres del clan de su padre tuvieran la paciencia necesaria para semejante empresa. De todos modos, estaba firmemente decidido a aprender todo lo que Elizabeth le enseñara, aunque más no fuera para estar cerca de ella.

El salón le resultaba de lo más acogedor, con el fuego encendido y los perros durmiendo a pata tendida. De pronto se dio cuenta de que lord Cambridge y su secretario se habían retirado. Maybel y Edmund roncaban profundamente en sus respectivas sillas. Él y Elizabeth estaban solos.

– ¿Te gustó la vida de la corte? -Baen sabía la respuesta, pero estaba ansioso por iniciar una conversación seria.

– Un poco. Los trajes son fabulosos, las charlas son divertidas, pero no soportaría vivir allí todo el tiempo. La gente se la pasa jugando í tratando de congraciarse con Enrique Tudor. Me resultó bastante aburrido ese mundo, pero al menos hice amistad con una amiga del rey: la señorita Ana Bolena.

– Dicen que es una bruja -comentó Baen.

– Son meras habladurías -rió Elizabeth-. Todos están de acuerdo en que el rey necesita un heredero y debe divorciarse de la reina Calina. Lo que los desconcierta es que se haya enamorado de Ana y prefiera casarse con una inglesa común y corriente y no con una princesa de Francia.

– ¿Cómo es ella?

– Es muy llamativa, aunque, debo decirlo, no es hermosa. Y tiene un gran corazón, pero su tío, el duque de Norfolk, ejerce un enorme dominio sobre ella y la manipula a su antojo. Ana está asustada, aunque no lo demuestra, por supuesto, pues sabe ocultar muy bien sus temores. Siento mucha pena por ella.

– ¿A quién más conociste en la corte?

– A otro escocés como tú, al medio hermano de Jacobo V.

– ¿Y qué hacía allí?

– Es el mensajero personal del rey Jacobo, el contacto entre las cortes de Inglaterra y Escocia. Se llama Flynn Estuardo y congeniamos desde un principio porque era un marginal, como yo.

– ¿Lo besaste? -preguntó Baen, celoso.

– Sí -admitió Elizabeth con una leve sonrisa-. Varias veces.

– ¿Y a quién más besaste?

– A nadie más. Sólo a Flynn. No soy una mujer ligera.

– Pero besaste a un extraño al que apenas conocías.

– Es que tengo debilidad por los escoceses -replicó con picardía-. Ahora, iré a la cama. Mañana tengo que madrugar. Buenas noches, Baen, me alegra que hayas vuelto.

El joven se quedó sentado. Él también se alegraba de haber regresado.

Pero debía controlar sus emociones cuando estaba con Elizabeth Meredith. Ya era bastante mayor y sabía que no era un candidato potable fara ella, aunque le gustaría serlo. No tenía nada que ofrecerle; sólo el amor que crecía en su corazón. Elizabeth merecía un hombre que pudiera brindarle algo más que su tierno corazón. Se quedó mirando el fuego durante varios minutos antes de retirarse.

Maybel abrió los ojos. No había estado dormida. Había escuchado observado la escena por la rendija de los párpados. Había visto la expresión del rostro de Baen. Una expresión atormentada. A menos que se equivocara, el muchacho sentía algo más que afecto por Elizabeth ella, que jamás había sido tocada por el amor, parecía ignorarlo. Maybel no sabía si debía preocuparse o no. Decidió observarlos atentamente a partir de ese momento, e incluso pensó en hablar del asunto con Thomas Bolton.

– Despiértate, viejo -dijo a su esposo dándole un codazo-. Es hora de acostarnos.

Edmund despertó con un gruñido y, somnoliento, se encaminó a los tumbos a la alcoba. Se desplomó en la cama y cayó dormido antes de apoyar la cabeza en la almohada.

Al día siguiente, Elizabeth y Baen se levantaron temprano y salieron a inspeccionar los rebaños en los prados de Friarsgate. Las ovejas estaban bien gordas y cubiertas con una gruesa capa de lana, y los corderos nacidos el pasado invierno habían crecido gracias a la leche de sus madres y a la hierba que comían con fruición. Los carneros que cuidaban los rebaños se hallaban un poco alejados del resto y parecían monarcas velando por su reino.

– Tienes unas pasturas excelentes -comentó Baen-. No me extraña que los animales se vean tan saludables. Estas praderas son mil veces más exuberantes que los campos de las Tierras Altas. Friarsgate es un lugar mágico, Elizabeth.

– ¿Verdad que sí? -replicó la joven con orgullo-. Este sitio es único, no hay otro igual en la Tierra. Nunca volveré a irme de aquí.

Retornaron a la casa al caer la tarde. Las fogatas de San Juan comenzaban a arder en las laderas de las colinas. Los criados habían colocado varias mesas frente a la casa y se aprestaban a servir la comida. Todos los pobladores de Friarsgate habían sido invitados a la celebración.

Luego de cenar, los niños juntaron las últimas ramas para la enorme hoguera que se iba a encender enseguida y que se hallaba a una distancia prudencial de la casa. Los pequeños esperaban con ansiedad y excitación que comenzaran a arder las llamas y se iniciara el gran baile alrededor del fuego. La noche era clara por el crepúsculo del verano, el aire era cálido y húmedo, y algunas estrellas parpadeaban tímidamente en el cielo.

La dama de Friarsgate se puso de pie y preguntó:

– ¿Quién quiere ayudarme a encender el fuego? -Una masa de niños se abalanzó sobre ella, empujándose unos a otros para tener el privilegio de ser el elegido-. ¿A quién escogerías tú, Baen?

El joven paseó la mirada por la bulliciosa multitud infantil y se detuvo en una niñita que había quedado rezagada. Sus ojos transmitían desconsuelo y resignación, como si pensara que era demasiado pequeña para que alguien reparara en su persona. Pero él había reparado en ella. Tenía trenzas rubias como Elizabeth, y Baen imaginó que alguna vez ella había sido igual a esa chiquilla. Luego de abrirse paso entre el tumulto, alzó a la niña y dijo:

– ¿Qué le parece esta hermosa princesa, señorita?

Una sonrisa de felicidad iluminó el rostro de la niña y conmovió el corazón de Baen.

– Excelente elección -aprobó Elizabeth y luego dijo a la niña-: Pon tu mano sobre la mía, Edith, vamos a encender juntas la fogata de San Juan.

A Baen le sorprendió que conociera el nombre de la criatura, y que pudiera mantener el orden pese a la infinidad de niños que se agolpaban en torno a ella. Edith apretó con firmeza la mano de Elizabeth. La antorcha tocó la pila de leños tres veces hasta que una llamarada se elevó al cielo iluminando la noche estival. Todo el pueblo de Friarsgate se puso a aplaudir y a gritar a viva voz.

– Lo hiciste muy bien, palomita -felicitó Baen a Edith, que le sonrió con dulzura.

– Gracias por elegirme, señor -dijo la niña. Luego hizo una reverencia y, orgullosa de su hazaña, salió corriendo en busca de su madre.

– Eres muy cariñoso -murmuró Elizabeth.

– La pequeña quería que la eligieran pero tenía pocas esperanzas, pues era la más rezagada. Es duro ser ignorado cuando uno tiene tantos deseos de que le presten atención. ¿No te pasaba lo mismo con tus hermanas mayores?

– En una época fuimos muy unidas. Pero las cosas comenzaron a cambiar cuando Philippa regresó de la corte. Estaba insoportable la pasaba hablando de lo maravilloso que era ser doncella de la reina quejándose de Friarsgate. No veía la hora de volver al palacio.

– Me gustaría conocerla.

– No creo que te agrade. Ahora es una noble condesa y lo recalca todo el tiempo. De todos modos, debo ser justa con ella y reconocer que fue muy buena conmigo en la corte. Hizo todo lo posible para que me sintiera a gusto.

Los músicos comenzaron a tocar alegres melodías campestres v la gente formó un círculo alrededor de la fogata. Baen tomó la mano de Elizabeth y se unieron al jolgorio. Bailaron con ímpetu mientras el cielo se iba cubriendo de un manto cada vez más oscuro. Los leños crujían y lanzaban chispas al aire. Las danzas se sucedían interminablemente y Elizabeth comenzó a fatigarse. Cuando por fin se ennegreció el cielo, las parejas se fueron alejando del fuego para sumergirse en la oscuridad. El círculo de bailarines se fue achicando y las llamas se alargaban proyectando luces y sombras en la superficie circundante. Elizabeth tomó la mano del escocés y lo condujo a un rincón en tinieblas.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Baen apretándole la mano.

– Nunca estuve con un hombre en la Noche de San Juan. Tengo veintidós años y considero que es hora de vivir esa experiencia.

– ¿Sabes por qué huyen las parejas del fuego?

– Sí, para hacer el amor. ¿Quieres hacerme el amor, Baen?

El joven dio un respingo. No podía verla y la única prueba de que ella estaba a su lado era la mano que aferraba la suya.

– Elizabeth, hace poco me dijiste que no eras una mujer ligera ahora sugieres que demos rienda suelta a nuestra pasión. Antes de avanzar, dime qué pretendes exactamente.

– ¿No deseas besarme?

– Sí, con locura.

– Entonces, ¿por qué no lo haces?

– Una vez me dijiste que los besos llevan a las caricias y las caricias la pasión.

– Quiero que me beses. Tengo veintidós años, soy una vieja doncella con escasas probabilidades de contraer matrimonio. Hoy es la Fiesta de San Juan y deseo ser besada en la oscuridad. Pero no quiero que lo haga cualquier hombre sino uno que me guste y al que admire, como tú Baen MacColl. -Le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él de manera provocativa.

Él sintió los senos de Elizabeth oprimidos contra su pecho, y su delgado cuerpo adherido al suyo, firme y tenso. Cerró los ojos unos instantes para gozar de las sensaciones que ella le causaba. Elizabeth le acarició la boca con los labios.

– Bésame -susurró-, bésame.

Sus bocas se fundieron una y otra vez. Ella suspiró, lanzándole una bocanada de aire cálido en el rostro. Él acarició los rasgos que no podía ver por la densa negrura que los rodeaba. Luego le besó la trente, los párpados, la nariz, las mejillas, el mentón, antes de volver a la invitante boca y beber el dulce néctar de sus labios. La tocaba con ternura, como una prueba de su gran capacidad de control, pues lo que anhelaba en realidad era arrojarla sobre la hierba y poseerla completamente.

– Debemos detenernos -murmuró.

– ¿Por qué? Me gusta besarte.

Suavemente, Baen separó los brazos que rodeaban su cuello y se apartó de ella.

– Porque estoy empezando a sentir deseos de tocar todo tu cuerpo.

– Y yo también -admitió Elizabeth sin la menor timidez.

– Te has convertido en una jovencita desvergonzada -rió Baen-. Ya no sé qué hacer contigo.

– Yo sí. Bésame y acaríciame -propuso con picardía.

– ¿Y si luego queremos algo más que besarnos y acariciarnos? Jamás, e deshonraría, Elizabeth. No sería correcto -replicó con gesto adusto.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó en tono desafiante-. Eres el único que me desea.

– Sabes que no soy digno de ti.