– Si fuera una simple aldeana, ¿me harías el amor en medio de la noche?
Elizabeth se acercó peligrosamente a él y volvió a abrazarlo del cuello. ¿Acaso no era lo bastante atractiva para que él la deseara? Y por qué ansiaba tanto que él le hiciera el amor?
– Elizabeth -dijo Baen con desesperación. El impulso de poseerla crecía con cada segundo que pasaba. ¡Ay, si fuera otra mujer, cuán fácil sería arrojarla sobre la hierba!
– Hagamos como si fuera una muchacha del pueblo. Olvídate de que soy la heredera de Friarsgate. Piensa que soy una linda muchacha que desea juguetear contigo en la Noche de San Juan. ¿Es tan difícil?
Él no era un mojigato ni un adolescente incapaz de refrenar la pasión. La joven quería que la besaran y la tocaran. Era en extremo apetecible y ¡Dios sabía cuánto la deseaba! Sin decir una palabra, la condujo hasta el campo donde se hallaban las parvas de heno, y la acostó en la más alejada de todas. Y allí se besaron apasionadamente hasta quedar exhaustos.
El corazón de Elizabeth latía a un ritmo frenético al sentir cómo el cuerpo firme del escocés la hundía en el dulce heno. Emociones nuevas, desconocidas, agitaban cada fibra de su ser. Sus lenguas anhelantes se enredaban y se acariciaban con deleite. Elizabeth gemía de placer, liberando la extraña pasión que se desarrollaba en su interior.
En un momento sintió una humedad pegajosa entre sus piernas. Baen comenzó a desatarle la blusa con sus hábiles dedos y deslizó una mano bajo la delicada tela para tocar sus pequeños y redondos senos. Ella lanzó un gritito, sorprendida, pero no lo rechazó. Los senos parecían cobrar vida al contacto con las grandes manos del escocés. La carne se tornó firme, tensa, y los deliciosos pezones se irguieron como púas.
– ¡Qué dulzura! -murmuró Baen mientras ella suspiraba de placer-. Nadie te tocó antes, ¿verdad?
– Sabes que soy virgen -atinó a responder Elizabeth, embargada por el placer que le brindaban sus caricias.
– Algunas vírgenes besan y acarician, aunque no permiten que les arranquen la virtud. En cambio tú jamás sentiste la mano de un hombre sobre tu cuerpo.
– No hasta hoy. ¿Y qué más me falta sentir? Enséñame, Baen -imploró la joven, convencida de que iba a desfallecer si él no le daba más. Por toda respuesta, Baen le abrió completamente la blusa, inclinó su oscura cabeza sobre uno de los pechos y comenzó a succionar el pezón.
– Oh, santo Dios! -gritó Elizabeth casi sollozando. Él lamía sus senos con avidez y ella se estremecía de júbilo. Se sentía transportada a un nuevo mundo-. ¡Más, quiero más!
Baen corrió la boca hacia el otro pezón y lo besó tan deliciosamente como al primero, al tiempo que escuchaba los atronadores latidos del corazón de Elizabeth. No pudo refrenar el impulso de deslizar una mano debajo de su falda y tocar su entrepierna con sensuales caricias. Para su sorpresa, ella no opuso la menor resistencia; al contrario, apretó su cuerpo contra la mano que frotaba suavemente su monte de Venus. Cuando Baen sintió en la piel los fluidos de su femineidad, decidió interrumpir el juego amoroso. Temía perder la cabeza y avanzar hasta un punto sin retorno. ¿Qué clase de locura lo había atacado? Él era un hombre mayor, experimentado, y ella era una virgen presa del deseo. Sabía portarse como un caballero, pero le resultaba imposible no ceder a la tentación de poseer ese cuerpo que se le ofrecía tan generosamente.
– Elizabeth, no podemos seguir.
– ¿Por qué? ¡Por favor, no te detengas, Baen! Es maravilloso. Con renuencia, él sacó la mano de debajo de la falda y le dio un rápido beso.
– Te deseo, Elizabeth. ¡Deseo todo tu cuerpo! Pero no quiero perjudicarte. Debes permanecer virgen para el hombre que algún día tendrá la inmensa fortuna de ser tu esposo, pequeña. Lo que hemos hecho no es sino el producto de la fiebre del verano y, por suerte, no llegamos a cometer ninguna tontería. -Volvió a anudar los lazos de la blusa, se paró y la ayudó a levantarse-. Vamos, si nos quedamos más tiempo, la gente empezará a pensar mal de nosotros.
Al principio le costaba caminar a Baen, pero la oscuridad era tan densa que nadie podría notarlo.
A Elizabeth le flaqueaban las piernas y apenas podía moverse por su cuenta. Se colgó del brazo de Baen, y mientras avanzaban juntos por el prado rumbo a la fogata, tuvo una revelación. Jamás se entregaría a un hombre cualquiera, sino a uno que le gustara y al que pudiera amar. Flynn Estuardo era encantador y había conquistado su corazón pero por un breve lapso. Sin embargo, tal como él mismo le había señalado, no era el candidato ideal. Solo se casaría con alguien que amara Friarsgate tanto como ella. ¿Podía ser Baen ese hombre? Se dio cuenta de que ambos tenían más cosas en común de las que había pensado en un principio Comenzó a entender mejor a su madre y sus hermanas, pero ¿serían ellas capaces de comprenderla y de aceptar al marido que eligiera?
– ¿Por qué dices que eres indigno de mí? -inquirió con calma.
– Sabes muy bien que soy un bastardo -empezó a decir Baen.
– También lo eran mis tíos abuelos: Edmund Bolton, el administrador de mis tierras, y Richard, prior de St. Cuthbert. Son hombres buenos a quienes todos respetan pese a su origen. Mi bisabuelo los reconoció y les dio gustoso su apellido. Eso ocurrió antes de casarse con mi bisabuela.
– Mi madre era hija de una campesina -prosiguió.
– Pero tu padre te ha reconocido y es el amo de Grayhaven -replicó Elizabeth-. Papá era un niño galés cuyo primo, administrador de Jasper Tudor, se apiadó de él y logró colocarlo como paje de la corte.
– Tu padre fue armado caballero, ¿verdad?
– Sí, luego de largos años de servir con lealtad y devoción a los Tudor. Pero carecía de tierras, Baen. Cuando conoció a mamá sólo tenía un caballo, la armadura y las armas. Era un hombre pobre.
– Yo sólo tengo a Friar. Todo lo demás pertenece a mi padre, incluso el caballo y la ropa que uso.
– De acuerdo, pero tu padre te ama, te respeta y te dará todo lo que le pidas, sin perjudicar a tus hermanos, quienes por lo que me has dicho, también te aceptan y te respetan.
– Le debo lealtad a mi padre.
– Me alegra oírte decir eso. La lealtad es una de las virtudes que más valoro en un hombre. Así que, por favor, no vuelvas a decirme que eres indigno de mí o de cualquier otra mujer.
– Besas mejor ahora -Baen cambió de tema.
– Gracias a las asiduas lecciones de Flynn Estuardo, supongo -bromeó Elizabeth con malicia.
Apuesto a que nunca te han dado una buena tunda en el trasero gruñó el escocés.
– Ahora estamos a la vista de todo el mundo, Baen. No lograrás asustarme con tus amenazas -replicó con una sonrisa burlona.
– Algún día, pequeña…
– Esperaré ansiosa la llegada de ese día, mi valiente escocés. Dime, ¿azotas traseros tan bien como besas y acaricias?
Baen estalló en una carcajada.
– Ya lo comprobarás, jovencita, pues sospecho que en algún momento deberé hacerlo.
– Es muy probable -coincidió Elizabeth.
Thomas Bolton los observó atentamente mientras regresaban. Los había visto huir del fuego, junto con otras jóvenes parejas. Según Maybel, Elizabeth jamás había hecho algo así. ¿Hasta dónde había llegado el flirteo? Había briznas de paja en el cabello de la joven, pero no tenía la expresión de una mujer satisfecha. El escocés era un auténtico caballero y no había sucumbido a la tentación. Lord Cambridge hablaría con su sobrina a la mañana siguiente. Tenía que averiguar cuáles eran sus sentimientos y si valía la pena seguir adelante con la estrategia que había planeado para resolver los problemas de la familia.
– ¿Estás tramando algo, tío? -preguntó Elizabeth sentándose en un banco junto a él.
– ¿Qué te hace pensar semejante cosa, mi querida?
– Estás frunciendo el ceño, como sueles hacer cada vez que meditas sobre algún problema. La Noche de San Juan no es el momento más propicio para sumirse en serias elucubraciones.
Ya era la madrugada. Comenzaba un nuevo día. "Es mejor que le hable ahora mismo" -pensó Thomas Bolton.
– ¿Te gusta el escocés? -preguntó sin rodeos.
– Nos viste cuando nos alejamos de la fogata -sonrió Elizabeth.
– No me has respondido, tesoro. ¿Te gusta Baen MacColl?
– Sí, tío, ya conoces mi afición por los escoceses.
– ¿Crees que sería un buen marido?
Elizabeth se ruborizó, pero al instante respondió:
– Sí, tío. Sin embargo, no olvides que es escocés y Friarsgate debe pertenecer a Inglaterra. Me gusta flirtear con él, pero tendría las mismas dificultades que con Flynn Estuardo.
– No, no es lo mismo. Flynn es hijo del difunto rey Jacobo IV y medio hermano del actual monarca de Escocia. Él les debe absoluta lealtad a los Estuardo. En cambio, Baen es el hijo bastardo de un hombre cuyas tierras son mucho más pequeñas que las tuyas. Pese a ser el primogénito, no tiene derecho a heredar. Todos los bienes de Colin Hay pasarán a manos de sus dos hijos legítimos.
– Baen es tan fiel a su padre como Flynn a su rey, tío. Él me dijo que carece de propiedades y que todo lo que posee pertenece a su padre.
– ¿Su padre realmente lo ama?
– Sí, mucho.
– Entonces aprovechará toda oportunidad de mejorar la posición de Baen. Conoció a su hijo cuando tenía doce años. Si bien le ha brindado cariño, conocimientos y protección durante veinte años, dudo que se oponga a que él se case contigo.
– Y se convierta en amo de Friarsgate, querrás decir.
– Siempre serás la dama de Friarsgate, tesoro, y Baen parece un hombre bueno e incapaz de usurpar tu lugar.
– Deja que eso lo averigüe yo misma con el tiempo. Él acaba de llegar y vivirá aquí varios meses. Necesito estar segura de que vamos a congeniar, tío. Además, te ruego que no le cuentes a nadie de esta conversación. No quiero que mamá y Logan se enteren todavía.
– En algún momento tendré que comunicar a tu madre que has vuelto a casa. Y sabes que sentirá curiosidad por saber qué haces.
– Dile solamente que se te ha ocurrido una idea y que precisas tiempo para analizarla.
– ¿Quién está tramando cosas ahora? -preguntó lord Cambridge jocoso.
– ¿Crees que Baen se casaría conmigo?
– Sería un tonto si no lo hiciera.
– ¿Volverás pronto a Otterly?
– He enviado a William a averiguar cómo avanza la obra. Me temo que requeriré de tu hospitalidad por un tiempo más, querida. ¿Estás de acuerdo? -le prodigó una dulce sonrisa. Sus brillantes ojos marrones transmitían todo el amor que sentía por ella.
– Por supuesto. Celebro que te quedes más tiempo, tío del alma, necesitaré tus consejos y tu protección cuando mamá y Logan me regañen.
– Terminemos ese asunto de una vez por todas, mi ángel. Mañana mismo le escribiré una carta a tu madre. No podré evitar que venga corriendo a Friarsgate, pero juntos la tranquilizaremos. Y cuando Rosamund haya regresado a Claven's Carn, te dedicarás a seducir al escocés. Dispondrás de parte del verano y de todo el otoño para cumplir tu cometido, pequeña.
– ¡Ay, tío! ¿Qué te hace pensar que intento seducirlo? Soy una virgen decente -declaró Elizabeth algo indignada.
– ¡Ja, ja, ja! Es imposible que no hayas heredado el carácter fogoso de tu madre y tus hermanas. Elizabeth, en tu relación con Baen MacColl, sigue siempre los dictados del corazón y del instinto. Jamás te defraudarán.
– ¡Me sorprendes, tío Tom!
– Lo sé, querida. Rosamund y tus hermanas también reaccionaban como tú ante mis consejos. No tengo esposa ni amantes, tesoro, pero conozco muy bien el amor. -Se levantó del banco-. Hay mucha humedad y las noches de verano no son buenas para este pobre anciano. Iré a la cama.
– Yo también. ¿Cuándo crees que regresará William?
– Dentro de unos días. Mañana enviaré un mensaje a tu madre y lo redactaré de manera tal que entienda que debe venir sola y no con Logan.
– Sería lo mejor. Si mi padrastro se entera de que estoy pensando en casarme con un escocés, me mandará a todos los hijos de sus amigos -suspiró-. No comprendo a ese hombre, tío. Esperó tantos años a mamá y, sin embargo, no entiende que yo también quiera amar y ser amada.
– Es a tu madre a quien tenemos que convencer, mi ángel. Ella se ocupará de explicar a su salvaje escocés que entregarás tu corazón a quien debas entregarlo.
A la mañana siguiente enviaron un mensajero a Claven's Carn y unos días más tarde Rosamund Bolton Hepburn apareció en Friarsgate acompañada solo por el emisario y John Hepburn, su hijastro. Lord Cambridge corrió a saludar a su adorada prima con un cálido abrazo.
– ¡Queridísima mía! -exclamó besándola en ambas mejillas-, Luces radiante como siempre. ¡Bienvenida a casa!
La escoltó hasta el salón donde Maybel aguardaba a la mujer que había criado. Las dos se abrazaron emocionadas y se sentaron a parlotear. Minutos más tarde, la anciana nodriza se levantó del asiento.
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