Tras desmontar de su corcel, lord Hepburn se acercó a saludar a su esposa y a su hijastra. Cuando besó la mano de Rosamund, sus miradas se encontraron y brotó la pasión que aún existía entre ellos. No necesitan palabras para expresarla.
– ¿Has conseguido marido, pequeña? -preguntó sin circunloquios a Elizabeth mientras sus vibrantes ojos azules la miraban con ansiedad.
– No, a ninguno de los petimetres de la corte le interesa Friarsgate, Logan. Mamá te contará las novedades. Si me apresuro, podré llegar a casa para terminar las tareas del día. Adiós, mamá. Gracias por tu visita. ¡Te mucho! -gritó tirando besos al aire y luego hizo girar a su caballo.
– ¡Adiós, querida mía!
Respiró aliviada, pues había logrado eludir el interrogatorio de su padrastro. Su madre se ocuparía de Logan y ella se ocuparía del otro escocés. Baen era orgulloso, como había señalado Rosamund, pero la quería. Elizabeth no era una experta en lo tocante a las relaciones entre hombres y mujeres, pero sabía cuándo un hombre amaba a una mujer. Y tenía la intención de acosarlo hasta que él no pudiera resistirse a sus insinuaciones. Lo tenía en sus manos, aunque él no lo supiera. Sonriendo, espoleó a su caballo y salió disparada como una flecha. Los hombres de Friarsgate la seguían detrás.
Contempló con satisfacción los campos verdes, el heno secándose al sol antes de ser almacenado para el invierno, los rebaños sanos y robustos. Empezarían a esquilar los animales la semana siguiente, después del 24 de junio. Durante el resto del verano y el otoño, las ovejas volverían a recuperar el pelo y podrían protegerse de los fríos invernales. La lana de la última esquila era hilada en hebras cada vez más largas y resistentes. El secreto de los excelentes tejidos de Friarsgate residía en ese procedimiento. Había sido una buena temporada para los rebaños, pues no habían perdido ninguna oveja por enfermedad o por la acción de los depredadores.
Esa noche, el salón parecía más vacío sin Rosamund. Había sido el alma de Friarsgate durante tanto tiempo que su ausencia siempre provocaba cierta tristeza.
Mientras conversaban después de la cena, Edmund comentó que no se sentía bien y de pronto se cayó de la silla. Maybel gritó y Baen saltó para socorrer al hombre desmayado. Lo levantó en andas y lo cargó escaleras arriba hasta la alcoba que compartía el matrimonio. Elizabeth se le había adelantado y le abrió la puerta. Baen acostó al anciano sobre la cama. Maybel lo apartó de un empujón y comenzó a desabrocharle la camisa lanzando gemidos de consternación.
– Dé… Déjenme… solo -musitó Edmund abriendo los ojos.
Con suma delicadeza, Baen corrió a Maybel a un lado y se inclino sobre el enfermo para hablarle al oído.
– ¿Dónde le duele? -le preguntó.
– La cabeza. No… no… puedo moverme.
– Debe descansar, Edmund, y dejar que Maybel lo cuide. Mañana se sentirá mejor. Ha estado trabajando mucho.
– Sí -asintió Edmund y volvió a cerrar los ojos.
– ¿Qué le pasó? -dijo Maybel con tonto implorante-. Siempre fue un hombre fuerte. ¿Qué le pasó?
– No conozco el nombre -respondió Baen-, pero he visto casos parecidos en personas ancianas. Si Dios quiere, recuperará la movilidad de los miembros, pero no será tan fuerte como antes. Manténgalo abrigado y dele vino aguado si tiene sed. El mejor remedio es dormir.
– Prepararé una jarra de vino -ofreció Elizabeth-. Y le agregaré un somnífero para que pueda descansar. Quédate junto a él, enseguida regreso.
– ¡Como si fuera a abandonarlo! -bufó Maybel. Los jóvenes se retiraron de la habitación y bajaron las escaleras a toda prisa.
– ¡Pobre Edmund! -exclamó Elizabeth. Luego llamó a Albert y le ordenó que buscara unas hierbas-. ¿Por qué se habrá puesto así? No es un hombre que suela enfermarse.
– No creo que Edmund vaya a morir, pero es muy improbable que recupere todas sus fuerzas.
– Entonces voy a necesitar tu ayuda, Baen. Tendrás que tomar su lugar y yo misma te enseñaré todo lo que debes saber sobre los rebaños y la lana.
– Haré lo que digas con tal de ayudarte, pero no reemplazaré a Edmund. Sería un agravio de mi parte. ¿Qué va a pensar la gente de Friarsgate si ocupo un lugar que no me corresponde? Van a odiarme, y con razón.
– Él se recuperará muy pronto, si es cierto lo que dices. Además, basta con que yo te dé la venia para que la gente te acepte. ¡Por favor, Baen! Solo hasta que Edmund se cure. No puedo recurrir a nadie más. Edmund jamás necesitó ayuda y a nadie se le ocurrió que llegaría un momento en que ya no podría cumplir con su deber. -Lo miró con ojos suplicantes y llenos de angustia-. ¡Por favor!
– De acuerdo, pero solo hasta que se recupere.
– ¡Gracias! -exclamó; lo abrazó efusivamente y le dio un beso.
– ¡No, no, no, pequeña! -fingió que la retaba al tiempo que la apretaba contra su cuerpo-. ¿Quieres armar un escándalo?
– ¿Por qué?
– ¡Elizabeth! -Logró desprender los brazos de su cuello-. Ahí viene Albert con las hierbas. Más vale que prepares la poción; Maybel debe de estar nerviosa.
Ella tomó el recipiente y le guiñó un ojo al mayordomo, que no pudo evitar sonreír.
– Gracias, Albert -le dijo dulcemente. Luego procedió a hacer la mezcla: agregó unos polvos al vino, colocó un tapón en la botella y la agitó bien-. Llevaré esto a Maybel. Por favor, quédate en el salón hasta que regrese -dijo a Baen-. Tenemos que seguir hablando.
Cuando entró en la alcoba, colocó la botella en una mesita, vertió el líquido en una taza de barro y se la entregó a la vieja nodriza.
– Fíjate que lo beba todo.
Maybel obligó a su esposo a terminar el vino y le entregó la taza a Elizabeth, que la colocó junto a la botella. Edmund se quedó profundamente dormido.
– ¿Qué tiene? -preguntó Maybel con voz trémula-. ¿Qué va a pasar con él? ¿Morirá? ¿Quién te ayudará ahora?
– Tardará en recuperarse pero se pondrá bien, Maybel. Edmund Bolton es pariente de sangre además de empleado. El puesto sigue siendo suyo, pero mientras se reponga, Baen tomará su lugar. Se lo pedí expresamente. ¿Te parece correcta mi decisión, Maybel? Edmund jamás permitió que lo ayudaran ni adiestró a nadie para que lo sustituyera el día de mañana.
– A nadie le gusta pensar que morirá -dijo con la voz estrangulada-. Baen MacColl es un buen muchacho; estoy segura de que mi Edmund aprobará tu elección. Gracias por tu amabilidad, pequeña.
– ¿Amabilidad? ¡Tú y Edmund son mi familia!
Maybel meneó la cabeza.
– Si estuvieras casada, mi esposo y yo nos retiraríamos a nuestra casita. No queremos abandonarte ni que te ocupes sola de Friarsgate -hizo una pausa, como si sopesara lo que iba a decir a continuación-. El escocés es un buen hombre y he notado que se agradan mutuamente. La mayoría de la gente se casa por mucho menos que eso. Si tu madre lo aprueba, Baen MacColl sería la solución a tus problemas.
– Mamá me dio permiso para conquistarlo, Maybel, y es lo que pienso hacer a partir de ahora.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la anciana.
– ¿Y él lo sabe? Parece un hombre independiente.
– Aún no lo sabe, pero se enterará muy pronto. ¿Por qué no bajas al salón y le dices a Baen que estás de acuerdo en que reemplace a Edmund por un tiempo? Se sentirá más tranquilo si sabe que cuenta con tu aprobación. Yo me quedaré cuidando al tío.
– Lo entiendo. No es como esos muchachos que imponen su presencia allí donde nadie los requiere. Le diré que estoy sumamente agradecida por su ayuda y su buena disposición. Enseguida regreso, pequeña.
Elizabeth se sentó junto a la cama. Edmund dormía plácidamente, pero su aspecto era preocupante. La comisura derecha de la boca se le torcía hacia abajo. Las manos estaban rígidas y medio abiertas. No se movía; el único indicio de vida era el pecho que subía y bajaba al compás de la respiración. Ella sufrió una gran conmoción al ver a su tío abuelo en ese estado, tan frágil y vulnerable. Siempre había sido sano y vigoroso, pero ahora tenía más de setenta años.
La joven exhaló un suspiro de tristeza. Nunca había pensado seriamente en el paso del tiempo. Los años no solo transcurrían para ella sino para las personas que estaban a su alrededor. Se dio cuenta de que Edmund y Maybel no estarían a su lado para siempre. Era hora de que descansaran y gozaran de su adorada casita, que no visitaban desde hacía varios días. Elizabeth también se preocupó por el futuro de Friarsgate. Ninguno de sus sobrinos podía heredar las tierras. Por primera vez en su vida, comprendió la importancia del matrimonio. ¿Por qué había rechazado tan obstinadamente la idea del casamiento?
Por cierto, sabía la respuesta. Rosamund había encontrado el amor tres veces en su vida; Philippa y Banon eran muy felices en su matrimonio, y ella no se conformaría con una pareja mediocre, quería gozar de la misma dicha que su madre y sus hermanas. Sin embargo, hasta la llegada de Baen MacColl, había perdido toda esperanza de hallar un hombre a quien pudiera amar y que la amara tal como era: la dama de Friarsgate. Baen parecía reunir esas condiciones. El único problema era convencerlo de llevarla al altar.
La anciana tomó las manos del escocés, las besó y estalló en lágrimas.
– Agradezco a Dios y a la santa Virgen María por poder contar con tu ayuda en estos momentos difíciles, muchacho. Estaríamos perdidos sin ti.
Baen sintió el impulso de abrazar a la afligida mujer.
– Vamos, Maybel, Edmund se pondrá bien. Me quedaré a colaborar hasta que recupere la salud. ¿Cómo está ahora?
– Duerme. Elizabeth lo está cuidando en mi lugar. Debo regresar junto a mi esposo -dijo Maybel apartándose del grato cobijo que le brindaban esos brazos robustos.
– ¿Necesitas algo más? -preguntó lord Cambridge entrando en el salón.
– No, gracias, por ahora no -respondió Maybel antes de subir a su alcoba.
– Es una suerte que estés aquí, querido mío. Todas las mujeres de Friarsgate creen que pueden arreglárselas solas, pero tarde o temprano terminan precisando la ayuda de un hombre. ¡Pobre Edmund! Ya no es un jovencito. Rosamund y yo tampoco, pero él es el mayor de los Bolton.
Elizabeth regresó al salón y ordenó a Albert que sirviera la comida. El padre Mata llegó de la iglesia, donde había estado enseñando latín eclesiástico a sus acólitos. La muchacha le contó lo ocurrido y luego agregó:
– Cene primero y después vaya al cuarto de Maybel. Si no lo obligo a comer, es capaz de pasarse toda la noche junto a la cama de Edmund con el estómago vacío.
Después de decir las oraciones, el párroco devoró uno tras otro los platos que le iban sirviendo los criados: cordero con zanahorias y puerros, trucha con manteca y perejil, pan y queso. Una vez saciado su apetito, se dirigió a las escaleras. Al rato apareció Maybel, se sentó a la mesa por invitación de Elizabeth, comió tan rápido como el padre Mata y regresó a la habitación donde Edmund dormía. Thomas Bolton y Will Smythe jugaron al ajedrez y luego se retiraron del salón, dejando solos a los jóvenes.
– Sentémonos junto al fuego -propuso ella. Le ofreció la silla tapizada de respaldo alto y, sin pudor, se sentó en el regazo del escocés-. ¿Te agrada? -preguntó acurrucándose contra su pecho.
– Sí-asintió Baen rodeándola con sus brazos-. ¿Acaso intentas seducirme? -La delicada fragancia de su cabellera era cautivante.
– Así es. ¿Te molesta?
– Ay, pequeña. No me parece una buena idea -dijo en tono algo sombrío.
– ¿Por qué no? ¿No quieres que te seduzca?
– SÍ no fueras quien eres, sucumbiría con placer a tus maravillosos encantos -replicó. ¿Por qué lo torturaba de ese modo? No debería permitirle semejante conducta. Tenía que resistir.
– Bah, soy una persona común y corriente -objetó la joven. Los brazos de Baen eran cálidos y protectores, y sintió deseos de permanecer allí por siempre.
– Eres una rica terrateniente y yo soy un bastardo de las Tierras Altas. Ya hemos hablado del tema, sabes muy bien a lo que me refiero. -Baen trató en vano de separarla de su regazo.
– Claro que lo sé, pero tus argumentos carecen de sentido -dijo desatándole los lazos de la camisa-. Yo soy rica e inglesa y tú eres pobre y escocés. Conozco muy bien la cantilena y, aun así, no comprendo por qué no podemos satisfacer nuestro deseo. -Metió la mano debajo de la camisa y acarició la suave piel de su pecho.
Baen se excitó ante el contacto de sus dedos. Elizabeth se acomodó en su regazo y, bajando la cabeza, comenzó a lamerle las tetillas.
– ¡Basta! -imploró, pero en realidad no quería que ella se detuviera. Sus labios eran suaves como plumas y ¡tan excitantes! Le alzó la cabeza y le dio un apasionado beso, al tiempo que le desataba la trenza y hundía su mano en la rubia cabellera. No podía dejar de besarla. Sus bocas se fundieron una y otra vez hasta que la joven, con los labios casi morados, lanzó un gemido de placer.
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