Luego Baen comenzó a besarle la garganta, emitiendo voluptuosos sonidos. Le desató la blusa y le lamió los pechos apasionadamente. Elizabeth gritó, presa de un violento espasmo.

– ¡Oh, Baen!

¿Por qué no lo detenía? ¿Por qué no defendía su honor y les pedía a los sirvientes que lo azotaran por su insolencia?

– ¡Elizabeth, Elizabeth! -gimió el escocés, embriagado por el aroma a brezos. Metió la cabeza entre sus pequeños senos y escuchó los latidos de su corazón. Hacía meses que la amaba y anhelaba estrecharla en sus brazos, besarla…

Ella hundió los dedos en la oscura cabellera de Baen; se sentía extasiada por los besos y quería más. ¿Sería capaz de inducirlo a que le revelara los misterios de la pasión? Lanzó un suspiro de alegría.

Baen volvió en sí al oír el sonido de su voz cantarina. Estaba enamorado, pero no tenía derecho a poseerla. Era un hombre experimentado y sabía que si continuaban con esa gozosa actividad, la desgracia se abatiría sobre ambos, y en especial sobre Elizabeth Meredith. Cerró los ojos unos instantes; luego alzó la cabeza y dijo con voz firme:

– Basta, o terminaremos en la cama.

– ¿Y qué problema hay?

– ¿Qué haré contigo, pequeña? -dijo, incapaz de contener la risa-. Dímelo.

– Pienso que es lo mejor para nosotros.

– ¿Nosotros? ¡No podemos hablar de nosotros! -exclamó con rudeza.

Ella se incorporó de un salto y le espetó:

– ¡Claro que podemos hablar de nosotros, Baen MacColl! ¡Soy la dama de Friarsgate y quiero hacerlo! Y suelo cumplir mis deseos.

– ¡Maldición! ¿Por qué no lo entiendes?

– ¿Por qué no lo entiendes tú? -replicó dándole una patada. Lo miró de arriba abajo y notó el prominente bulto entre sus muslos ¡Mira cómo me deseas! No se te ocurra dar a alguna de mis criadas lo que yo quiero, Baen MacColl, ¡pues asesinaré a la muchacha con mis propias manos! ¿Me entiendes? Si deseas satisfacer la comezón que te he causado, lo harás conmigo y con nadie más.

– Mátame si quieres, pero no lo haré.

– Tú me matarás de placer primero -susurró apretando la boca contra la de Baen. Luego le acarició la entrepierna y volvió a sentarse encima de él.

– ¡No pareces una virgen, Elizabeth Meredith! -protestó, apartándola de su regazo.

– Hay una sola manera de averiguarlo, Baen MacColl.

– ¡Vete a la cama! -le ordenó, reprimiendo el impulso de poseerla allí mismo.

– ¿Sola? -preguntó frunciendo sensualmente los labios-. ¿No vendrás conmigo ni te acostarás a mi lado? Quiero que me hagas el amor y tú también lo deseas.

Por toda respuesta, el hombre salió disparado del salón mientras oía la risa burlona de Elizabeth. ¡Maldita sea, niña viciosa! ¿Qué demonio la había poseído? ¿Por qué actuaba de ese modo? Si ella lo seguía acosando, él ya no podría resistirse y finalmente sucumbiría a la tentación. Se frotó el miembro erecto porque le dolía. No tenía intención de satisfacer sus urgencias con otra mujer.

Elizabeth tenía la esperanza de que él acallara sus risas con besos ardientes. Besos que irremediablemente desembocarían en algo más. Sabía que terminaría seduciéndolo, aunque él insistiera en mostrarse como un hombre recto y honorable. Los juegos amorosos de esa noche la habían dejado satisfecha. La súbita enfermedad de Edmund, tan lamentable por cierto, había sido providencial para ella. Baen había caído en sus redes y ya no tenía escapatoria. Por fin sería suyo, sí, ¡todo suyo!

El estrépito de un trueno rompió el silencio de la noche. La tormenta que había amenazado todo el día estaba a punto de estallar. Una ligera lluvia golpeteaba las ventanas y a los pocos minutos cayó un feroz aguacero. Elizabeth recorrió toda la casa para asegurarse de que las puertas que daban al exterior tuvieran bien puesta la tranca. En su alcoba, Nancy la estaba esperando.

– ¿Por qué no te fuiste a la cama? Sabes que puedo arreglármelas sola.

– Se supone que debo atenderla, señorita. Usted es una mujer adulta y sabe muy bien que la dama de Friarsgate necesita una doncella Además, mi deber es cuidarla; de lo contrario, estaría trabajando en el campo, en la cocina o en la lavandería. Y la verdad es que prefiero servirla a usted, señorita.

– De acuerdo -rió Elizabeth y dejó que Nancy le preparara la cama.

– ¿Cómo se encuentra Edmund?

– Mañana tendremos más noticias -respondió y luego procedió a repetir la explicación que le había dado Baen.

– ¡Pobre viejo! Friarsgate no será igual sin él. Ahora tendrá que hacer todo el trabajo sola, señorita.

– El escocés va a ayudarme. Edmund quiere que lo reemplace hasta que se recupere.

– Es un joven muy apuesto -señaló Nancy con una sonrisa pícara-. Todas hemos coqueteado con él, pero no muestra el menor interés. No creo que sea como lord Tom y su William. Tal vez tenga una noviecita en las Tierras Altas y quiera serle fiel.

Sin hacer ningún comentario, Elizabeth se metió en la cama y le dio las buenas noches a su doncella. Jamás se le había ocurrido que Baen tuviera una novia, y la idea la inquietaba.

Al día siguiente, mientras se dirigían al establo donde se esquilaba a las ovejas, le preguntó sin rodeos:

– ¿Te espera alguna mujer en las Tierras Altas?

– No -respondió y al instante se dio cuenta de que habría sido mejor decirle que sí para que lo dejara en paz.

– ¡Qué bien! No me gustaría que la defraudaras.

– Y suponiendo que hubiera una mujer, ¿cómo podría defraudarla?

– Casándote con otra.

– Nunca me casaré.

– ¿Por qué no?

– Porque no tengo nada para ofrecer a una esposa.

– Te equivocas, pero no discutamos ese asunto ahora.

– Tus palabras me reconfortan -rió el joven.

– ¿Sabes por qué esquilamos las ovejas más tarde que la mayoría de la gente?

– Sí, pero cuéntamelo de nuevo -replicó Baen, aliviado por el abrupto cambio de tema.

_Como el vellón es más grueso, y los pelos son más largos y fuertes, los tejidos son más compactos, abrigados y más resistentes a la lluvia.

– Y, según me dijo Tom, ustedes regulan la producción de la lana azul de Friarsgate.

– Así es. Es la mejor que existe y tiene mucha demanda.

– Te brillan los ojos cada vez que hablas de tu empresa. Elizabeth soltó la risa.

– Ahora comprendes por qué un caballero de la corte sería un marido desastroso para mí. Necesito ocuparme de mi trabajo. Por supuesto, me encantaría darle hijos a mi esposo, pero no pienso pasarme la vida sentada junto al fuego sin hacer nada.

– Hay que ser un hombre excepcional para vivir contigo.

– Y valiente.

– Muy valiente -acordó Baen, riendo.

Mientras el escocés observaba cómo esquilaban a las ovejas, ella montó su caballo y regresó a la casa. Su barco regresaría pronto del norte de Europa y estaba ansiosa por conocer las novedades del mercado. El resto del día se encerró en la biblioteca para revisar los libros contables. Ahora que Edmund se hallaba enfermo, ese trabajo recaía en ella.

Ese día, el anciano mostró signos de mejoría: la voz era más potente, había desaparecido el rictus en la boca y podía mover el brazo izquierdo. En cambio, la mano derecha seguía tan rígida como la garra de un pájaro. El padre Mata lo ayudó a bajar al salón y lo sentó en una silla. Maybel, que no había dormido en toda la noche, se quedó en su cuarto tratando de recuperar el sueño. Lo necesitaba realmente, pues ya no tenía la fuerza de la juventud.

Lord Cambridge asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca.

– ¿Dónde está el escocés, querida? No deberías perderlo de vista.

– Está aprendiendo cómo se esquila la lana.

– ¿Y eso le servirá cuando decida esquilarte? -preguntó con una risita perversa.

– Lo más probable es que yo lo esquile primero. Es un hombre muy testarudo y de lealtades férreas, tío. Si lo dejo pensar mucho, no podré atraparlo. Se asombrará de las tácticas de seducción a las que puede recurrir una virgen como yo. Gracias al ejemplo de mamá y mis hermanas, he adquirido bastantes conocimientos en la materia.

– No lo dudo, querida. ¿Serías tan amable de contarme tus planes? ¿O también quieres sorprenderme?

– ¿No te gustan las sorpresas? Sé muy bien que te encantan, así que prefiero mantener en secreto mi estrategia.

– ¡Por Dios! Ese pobre hombre no tiene idea de lo perversamente calculadora que puedes ser. Pero ten cuidado, querida; Baen es inteligente y podría pergeñar una estrategia mejor que la tuya.

– No lo creo, tiene un corazón demasiado puro.

– Me parece que te has enamorado del bello escocés.

– Tal vez. Ahora déjame sola, tío. Tengo que hacer un montón de cuentas complicadas antes de ir al salón. Edmund manejaba los libros contables a la perfección. Nunca entendí cómo lo hacía, pero parecía todo tan fácil.

Thomas Bolton asintió, le tiró un beso y se retiró.

Finalmente Elizabeth logró terminar su tarea. Los dedos le quedaron manchados de tinta negra. Subió deprisa a su alcoba para limpiarlos y se encontró con una grata sorpresa: Nancy la esperaba con un baño caliente.

– ¡Dios te bendiga!

– ¡No toque la ropa con esas manos mugrientas! -se alarmó la doncella, y ayudó al ama a desvestirse.

– ¡Aaaah! -dijo Elizabeth con una sonrisa radiante mientras se sumergía en la tina de roble.

– Supuse que le sentaría bien un baño ahora y no más tarde. Pero recuerde que pronto servirán la comida, señorita.

– Sí, sí. Asentar números, línea por línea, página por página, es agotador. Prefiero mil veces cabalgar por los campos al aire libre. Cuando Edmund se recupere, va… ¡Basta! Debo dejar de pensar que todo sigue igual, Nancy. Edmund está viejo y cuando se recupere irá con Maybel a su casa. Ha trabajado aquí durante más de cincuenta años. -Se enjabonó los dedos y los frotó con un lienzo para quitar las manchas de tinta, mientras Nancy le restregaba la espalda con un cepillo.

– Es cierto, está muy viejo. Sufrió varios ataques este año, pero el pobre no quería decirle nada a Maybel ni a usted, señorita. Tenía miedo de que no pudiera arreglárselas sin él.

– He sido una egoísta. Solo he pensado en mis deseos y no en los de quienes me sirven y sirven a Friarsgate. He sido un ama desconsiderada, Nancy, pero no me daba cuenta. A partir de ahora las cosas van a cambiar. ¡Tienen que cambiar!

– Siempre ha sido justa con nosotros, señorita. Nadie diría que usted es un ama desconsiderada. -Le tendió un lienzo a Elizabeth-. Tome, salga de la tina. El sol se está poniendo, muy pronto servirán la cena y usted debe estar presente para decir las oraciones.

Mientras se secaba, se miró al espejo, preguntándose si Baen la hallaba atractiva, si su cuerpo era apetecible. Luego se puso una camisa limpia, dos enaguas, una falda negra de lino y una blusa blanca. Se colocó un ancho cinturón de cuero y se sentó para que Nancy peinara su larga cabellera y le hiciera una trenza. Finalmente metió los pies en unas zapatillas de cuero negro y salió de la habitación.

Fue hasta la habitación donde Edmund estaba durmiendo. Maybel se puso de pie cuando Elizabeth abrió la puerta y corrió hacia ella.

– Está cansado, pero se encuentra mejor. Lo único que no puede mover es la mano derecha.

– Cuando se sienta bien, regresarás a tu casa, Maybel. Edmund ha sido un fiel servidor de Friarsgate durante demasiado tiempo. Es hora de que descanse, y tú también. Sé que mamá estará de acuerdo con mi decisión. Esta mañana le envié una carta contándole de la enfermedad de tu esposo, pero no le pedí que viniera. Tú y yo cuidaremos a Edmund.

– ¿Y quién se ocupará de la casa ahora?

– Elige el sucesor que desees. Yo me inclino por Albert.

Maybel asintió.

– Mi casa está sucia -susurró como si hablara para sí.

– Mandaré a alguien para que se ocupe de la limpieza. Vamos a comer ahora. Le diremos a una de las sirvientas que se quede cuidando a Edmund mientras nos ausentamos.

El salón estaba lleno de gente: los habitantes de la casa, los hombres armados que custodiaban la propiedad, los sirvientes y un vendedor ambulante que había pedido un lugar donde dormir.

– Denos su bendición, padre -dijo Elizabeth ocupando su lugar en la mesa.

– Los ojos de todos a ti te aguardan, Señor -comenzó a orar el párroco.

– Y Tú les das la carne en el momento debido -replicaron los presentes.

El padre continuó hasta concluir la plegaria diciendo:

– Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

– El mundo fue, es y será siempre infinito. Amén -remató el coro.

Baen ocupó el lugar que le correspondía a Edmund, a la derecha de Elizabeth. Se sentía algo incómodo, pero nadie hizo ningún comentario adverso.

– ¿Aprendiste algo hoy?

– Sí, que las ovejas son muy ágiles y no se dejan esquilar muy fácilmente. Pero tenías razón, el vellón es maravilloso.