El fuego ardía en el pequeño hogar y las danzarinas llamas se reflejaban, oscuras, en las paredes. No se molestó en prender la vela, pues podía ver lo suficiente para desvestirse. Cuando se dirigió a la cama, advirtió que algo se movía debajo de la manta, al tiempo que la autoritaria voz de Elizabeth le ordenaba meterse en el lecho.

– Te pescarás un resfrío si no lo haces, Baen -dijo, incorporándose en la cama y suavizando el tono.

Él quedó perplejo, y avergonzado como nunca de su desnudez, tiró de la manta y se escudó tras ella. La joven lanzó una risita.

– Ya he visto todo cuanto tienes para ofrecer, Baen MacColl, y te aseguro que me siento de lo más impresionada.

Luego apartó las sábanas y se mostró tal como su madre la había traído al mundo.

– ¡Estás desnuda! -dijo Baen con voz ronca.

No podía dejar de mirarla. Era delgada donde un hombre quiere que la mujer sea delgada, y curvilínea donde un hombre quiere que la mujer tenga curvas. Su piel era de un delicioso color crema y sus rubios cabellos se esparcían sobre los hombros como una cascada.

– Métete en la cama -insistió ella, mirándolo directamente a los ojos.

– ¿Estás loca, muchacha? -exclamó retrocediendo.

– ¿Acaso no me creíste cuando dije que quería que fueras mi compañero? -le preguntó con voz serena.

El corazón le martillaba el pecho y estaba lejos de sentirse tan audaz como aparentaba. Era un hombre demasiado grande. Grande por todos lados. Y aunque sabía por sus hermanas cuáles eran las partes involucradas en el acto sexual, nunca pensó que el miembro masculino pudiera tener semejante tamaño.

– Si me meto en la cama, Elizabeth, no habrá vuelta atrás para ninguno de los dos. Y no podrás decir que he abusado de tu inocencia.

– ¿Por qué diría tal cosa? Después de todo, eres mi pareja.

– Pero si pierdes la virginidad conmigo, ningún hombre querrá desposarte.

– Soy virgen y solamente te quiero a ti.

– Tan pronto como termine mis tareas en Friarsgate regresaré a Grayhaven, muchacha -intentó razonar con ella-. La lealtad a mi padre es incuestionable.

Elizabeth le tendió la mano y se limitó a murmurar un suavísimo:

"Ven".

– Si lo hago… -comenzó el joven.

– Me desflorarás y franquearemos de una vez por todas la bendita barrera de la virginidad, amor mío.

Baen tragó saliva y, con enorme esfuerzo, le dio la espalda y se alejó del lecho.

– No, muchacha, no te deshonraré.

Elizabeth saltó de la cama y sus pies aterrizaron estrepitosamente en el suelo. Baen se volvió, sorprendido por el ruido, y ella aprovechó la ocasión para arrojarse en sus brazos. El esbelto cuerpo de la muchacha se apretó contra el sólido cuerpo masculino. Luego le tomó el rostro entre las manos y exclamó:

– ¡No se te ocurra dejarme, Baen MacColl! ¡Sería indigno de ti!

Él perdió definitivamente el control y, estrechándola en sus brazos, la besó con una violencia que la hizo estremecer de pies a cabeza.

– ¡Eres una bruja descarada, Elizabeth Meredith, y lo que suceda ahora entre nosotros es de tu exclusiva responsabilidad! ¿Entiendes?

El corazón le saltaba del pecho y ella sintió que se estaba derritiendo a causa del calor producido por el contacto de sus cuerpos.

– ¡Sí! -murmuró con inusitada fiereza-. ¡Entiendo perfectamente!

– ¡Entonces, que así sea! -Baen la cargó en sus brazos y la depositó suavemente en la cama, antes de unirse a ella-. Te he deseado desde el momento en que te vi.

– Lo sé. No eres muy bueno para ocultar tus sentimientos, Baen MacColl. Me resultó sumamente halagador y me dio confianza en mí misma cuando estuve en la corte. -Tomó su oscura cabeza, la atrajo hacia sí y le estampó un dulce y prolongado beso en la boca.

– Yo no te enseñé a besar de esta manera -dijo él, un tanto celoso ante su destreza.

– No -replicó Elizabeth sonriendo-. Tú me diste el primer beso. Desde entonces, he besado a otros caballeros, pero nunca volveré a besar a nadie más que a ti, te lo prometo.

– Algún día tendrás un marido.

– ¿Crees que soy tan poco honorable como para desposarme con otro después de haberte entregado mi virginidad? Eres mi hombre y no habrá nadie más. -Hundió la mano en su negra cabellera y le acaricio lentamente la nuca-. Tendrás que enseñarme lo que debo hacer le dijo al oído.

Él se estremeció y cerró los ojos. Estaba cometiendo una locura. Ella seguía besándolo y su virilidad se había erguido cual una serpiente. La muchacha era tan suave y olía tan bien… Al fin y al cabo, él era un simple mortal, no un santo. Y meneó la cabeza como quien se sabe derrotado de antemano por un enemigo poderoso. Abrió los ojos y miró su rostro adorable.

– ¿Te dijeron que duele la primera vez? -preguntó con suavidad, mientras le apartaba el rubio mechón que le caía sobre la frente.

– Sí -respondió con voz neutra, aunque en el fondo de sus ojos él percibió a la niñita asustada.

– No es necesario apresurarse, tesoro.

– Confío en ti, Baen -repuso Elizabeth con solemnidad.

– Acaríciame. Deja que tus lindas manos me exploren. Lo conocido no inspira temor, y a los hombres les gusta ser acariciados tanto como a las mujeres -le explicó tendiéndose de espaldas.

Ella se puso de costado y lo observó con detenimiento. Su primera impresión se vio confirmada: su virilidad era considerable. Comenzó a acariciarle el pecho con timidez. La piel de Baen era suave y cálida. Luego fue deslizando la mano hasta llegar a su abdomen, pero la retiró de inmediato. Nunca había visto a un hombre desnudo. Él permanecía en silencio. Ella bajó la cabeza para besar y lamer sus tetillas. Baen suspiró de placer y la joven no vaciló en subírsele encima, con el redondo trasero sobre su vientre, mientras con las dos manos le masajeaba el fornido pecho y lo cubría de besos.

Él le tomó los senos y empezó a jugar con ellos, acariciándolos y lamiéndolos. Después se dedicó a los pezones y no se detuvo hasta que se irguieron como orgullosos capullos. Cuando Elizabeth se inclinó para besarlo, él la abrazó y, rodando con ella, la puso nuevamente de espaldas. La muchacha ahogó un grito, pero Baen la calmó con besos y amorosos murmullos. Ahora había deslizado la mano hasta el nido de dorados rizos que se hallaba entre los muslos, y uno de los dedos exploraba la adorable hendidura. Ella se puso a temblar.

– No te inquietes, mi amor, no te haré daño.

– Nadie me tocó jamás esa parte del cuerpo -admitió la joven.

Sus palabras le produjeron el efecto del más potente afrodisíaco. ' era el primero! Introdujo una parte del dedo entre los labios íntimos y comprobó que no estaba lo suficientemente húmeda. Luego buscó la minúscula protuberancia de carne que, si se la estimulaba debidamente, la excitaría y le daría placer. La frotó con los dedos ella se puso a temblar, como si un milagro estuviera a punto de producirse.

Elizabeth se retorcía, desasosegada, bajo su mano. ¿Qué estaba haciendo Baen y por qué lo hacía? No obstante, supo, instintivamente que no debía prohibírselo. Al principio sintió un cosquilleo en esa zona secreta, pero a medida que él la acariciaba la sensación se fue expandiendo por todo el cuerpo y comprendió que estaba a punto de ocurrirle algo nuevo, algo cuyo nombre ignoraba. Y de pronto la inundó un placer maravilloso.

– ¡Oh, Dios! ¡Oh, oh! -gritó, sorprendida ante esos chillidos que parecían salirle del fondo de las entrañas.

Sus miradas se encontraron y ella pudo percibir la felicidad que le procuraba al joven el hecho de hacerla gozar.

– ¿Te gusta? -preguntó con ansiedad.

– ¡Oh, sí! -logró articular. Después, cuando el dedo del joven se hundió más allá de lo razonable, dio un respingo y exclamó-: ¡Oh, Baen! ¿Qué estás haciendo?

– Quiero asegurarme de que estés lista -repuso con voz ronca, y la besó con pasión.

Estaba ardiendo, tanta era su impaciencia por poseerla, por llenarla con su virilidad y escuchar sus gritos cuando ambos cuerpos se convirtieran en una sola entidad. Y Elizabeth estaba lista. Sus jugos fluían copiosamente, mojándole la mano. Retiró el dedo de la deliciosa caverna, lo lamió, paladeando el íntimo sabor marino de la muchacha y pensando que su lujuria explotaría en ese preciso momento.

A la joven le costaba respirar y jadeaba. Se escandalizó al verlo chuparse el dedo que había estado dentro de ella. Y de pronto tuvo miedo.

– ¡Baen!

– ¡No puedo detenerme ahora, Elizabeth, no puedo! -dijo con la voz estrangulada por los gemidos.

Ella tragó saliva e hizo un esfuerzo por dominar el temor.

– Entonces hazlo, por favor.

– Mi querida, no temas -le suplicó-. Te haré el amor lo más suavemente que pueda.

Le separó los muslos y se deslizó entre sus piernas. Cuán delicada era.

Al sentir que la cabeza de su virilidad la penetraba, se puso rígida. No se había atrevido a mirar, pero pensó que si la perforaran con una vara de hierro la sensación sería la misma. No obstante, procuró mantener la compostura. Después de todo, ella había iniciado el encuentro, aunque jamás se le hubiese ocurrido que su virilidad habría de alcanzar semejantes proporciones.

– Procura relajarte, o te dolerá aun más -dijo, y luego la embistió con el propósito de vencer su resistencia.

Elizabeth aspiró profundamente. Quería hacer el amor y deseaba a Baen con desesperación. En consecuencia, no dudó en poner en práctica el consejo de Banon con respecto a las cosas que les daban placer a los hombres: enlazó las piernas en torno al fornido torso del escocés, al tiempo que murmuraba:

– ¡No te detengas, por favor!

Alentado por esas palabras, Baen se retiró apenas y luego se hundió en las profundidades del bello cuerpo femenino, sintiendo que su virginidad cedía ante su poderosa embestida. Empero, el súbito grito de dolor de Elizabeth se le clavó como un cuchillo en el corazón. Se detuvo unos instantes para permitir que su cuerpo se acostumbrara a la penetración. Luego, con un ritmo lento y mesurado, empezó a moverse hacia atrás y adelante dentro del estrecho y cálido túnel que lo había acogido tan bien.

Elizabeth Meredith experimentó una sorprendente sensación de poder bajo el sudoroso cuerpo masculino. Lo abrazó con fuerza mientras él la poseía. Sus temores se habían disipado y el deseo comenzaba a apoderarse de ella.

– ¡Oh, Baen! -exclamó, llorando-. ¡Oh, mi amor, mi querido!

El estaba tan hambriento de ella que le resultaba imposible saciarse.

Sus dulces y apasionadas palabras solo servían para incrementar su lujuria.

– ¡Elizabeth, mi ángel, mi único amor! -dijo Baen entre sollozos, tiempo que besaba con ternura las húmedas mejillas de la joven.

– ¡Por favor, no te detengas!

– No creo que pueda -repuso él-. ¡Nunca he deseado a nadie con tanta intensidad!

– ¡Te lo dije, Baen MacColl! Estamos hechos el uno para el otro -exclamó con voz triunfante, antes de perder la cabeza y prorrumpir en una serie de gemidos, pues el placer que ahora la inundaba era demasiado intenso y ya no podía controlarse.

El hecho de saber que sus propias pasiones multiplicaban las de la joven lo llenó de orgullo. Y cuando Elizabeth se estremeció violentamente debajo de su cuerpo, fue incapaz de contenerse y dejó que su manantial se derramara en las enfebrecidas entrañas de la muchacha.

– ¿Estás satisfecha, bruja fronteriza?

Él no pudo menos que sorprenderse cuando oyó:

– No todavía, amorcito. Esto es sólo el comienzo.

Él se separó de ella riendo, en parte divertido y en parte aliviado.

– ¡Ay, Elizabeth! ¿Qué voy a hacer contigo?

– ¡Amarme más! -repuso, arrojándose encima de él y cubriéndolo con su cuerpo.

– Acabas de ser desflorada, preciosa. Y yo necesito dormir.

– ¿No quieres hacer de nuevo el amor?

– Primero debo descansar un poco para recobrar las fuerzas.

– ¡Qué raro! En el campo he visto al padrillo montar una yegua tras otra.

– Pero yo no soy un padrillo, sino un hombre -rió-. Y mañana no querrás que te encuentren en mi cama, amor mío.

– Tienes razón. Nadie debe enterarse de lo ocurrido entre nosotros, al menos por ahora.

Se puso la camisa, y luego de levantarse de la cama y dedicarle una luminosa sonrisa, se encaminó a la puerta y salió de la habitación.

Él se reclinó en el lecho pensando en todo cuanto acababa de compartir con Elizabeth Meredith. Y estuvo a punto de soltar una carcajada cuando concluyó que ella lo había seducido descaradamente y que él se lo había permitido, aunque podría haber obrado con más cordura. Pero no había vuelta atrás. No podía cambiar lo acontecido y, a decir verdad, tampoco era su intención. Amaba a esa sinvergüenza amaba a la dama de Friarsgate. Después recuperó la cordura y decidió no volver a tener relaciones sexuales con ella.