– Me voy a Grayhaven, Elizabeth -dijo Baen con serenidad, mientras ajustaba la cincha alrededor del caballo.
– ¿Cuándo?
Seguramente no lo había escuchado bien, pues le resultaba imposible creer que él se fuera.
– Hoy, ahora mismo. Es mejor que me vaya antes de que el tiempo empeore. Según me han dicho, en las Tierras Altas ya hay nieve en las cumbres de los montes. Tu tío se fue y ya es hora de regresar a
Grayhaven.
"No pienso suplicarle", se dijo Elizabeth, sintiendo que el corazón se le había endurecido como una piedra.
– ¿Por qué no te quedas hasta San Crispin? Te daremos una linda fiesta de despedida.
Él meneó la cabeza, se acercó a ella y la abrazó con fuerza.
– No quiero irme, amor mío, pero debo hacerlo.
El corazón se le partió en dos, y entonces hizo lo que se había prometido a sí misma no hacer jamás, en caso de encontrarse en esa desventurada situación: Elizabeth Meredith se largó a llorar.
– ¡No! ¡No te vayas, Baen! Eres mi marido. ¿Cómo es posible que la lealtad a tu padre supere la lealtad hacia mí? ¡Soy tu esposa!
– Nos casamos provisoriamente para darle un nombre a nuestro hijo en caso de haber engendrado uno.
– ¿Crees que esa es la única razón, Baen? ¡Tú me amas! -gritó.
– Sí, te amo y, desde luego, no es la única razón por la que me casé en secreto contigo, mi tesoro. Lo hice porque quería que fueras mi esposa. Era lo que más deseaba en el mundo.
– ¿Y aun así prefieres ser leal a un hombre que durante doce años ni siquiera supo que existías? -exclamó, sollozando amargamente.
– Un hombre que durante veinte años me albergó en su casa y me trató como a un hijo legítimo. Sabías desde el principio que una vez terminado mi aprendizaje en Friarsgate partiría indefectiblemente pues es mi intención instalar una industria artesanal en Grayhaven. Nunca te engañé. Si he engañado a alguien, ha sido a mí mismo. El hecho de amarte y de casarme contigo fue un breve sueño que me permitió saber todo cuanto significa tener una esposa y una vida independiente Y te doy las gracias por ello.
Sus palabras eras amables, aunque crueles. Elizabeth trató de recobrar la compostura. Y por un momento permaneció en sus brazos, la mejilla apoyada en la casaca de Baen, escuchando los rítmicos latidos de su corazón. Por último, se enderezó y, apartándose de él, levantó la vista y miró su bello rostro.
– No te vayas -musitó.
– Debo hacerlo -respondió el joven, acariciándole el rostro-. En unos pocos meses me habrás olvidado, preciosa. Y dentro de un año te podrás casar con el hombre adecuado -agregó Baen, en un torpe intento por consolarla.
Elizabeth meneó la cabeza.
– Eres un tonto, Baen MacColl, si piensas realmente que te olvidaré. Y mil veces más tonto si crees que me casaré con otro.
– Elizabeth…
– Si me dejas, nunca te permitiré volver. ¿Entiendes, Baen? Si te vas, no quiero verte de nuevo -dijo la joven en un tono que no admitía réplica.
Él apartó la mano del rostro de su amada y retrocedió en silencio. Luego le dio la espalda y tomó las riendas del caballo. El perro, hasta el momento oculto en las sombras, se encaminó lentamente hacia él.
– ¡Nunca! -exclamó ella mientras el joven trasponía las puertas del establo-. ¡Nunca! -gritó cuando él se montó en la cabalgadura
– ¡Te odio, Baen MacColl! -aulló, al ver que se ponía en marcha.
Él se detuvo y la miró con una angustia indescriptible.
– Y sin embargo, te amo, Elizabeth Meredith.
Tras espolear al corcel, partió a medio galope rumbo al camino que conducía al norte. Friar corría a su lado, con las orejas gachas.
Las lágrimas que la orgullosa dama de Friarsgate había procurado contener, rodaron por sus mejillas. Empezó a temblar e, incapaz de controlarse, cayó de bruces, sollozando. Al verla, uno de los mozos de cuadra corrió en su ayuda.
– Señorita, ¿se encuentra usted bien? -le preguntó asustado. Nunca la había visto llorar ¡y ella estaba llorando con tanta amargura! Aunque era joven, reconocía el sonido de la desdicha cuando lo escuchaba.
Aún atontada por lo ocurrido, pero consciente de su posición, Elizabeth se apoyó en el hombro del mozo a fin de poder ponerse de pie.
– Estoy perfectamente -dijo con voz temblorosa-. Y ahora ensilla el caballo, muchacho, tengo un largo día por delante.
Entrenado para obedecer, el joven se apresuró a cumplir la orden; luego se quedó mirando cómo su ama se alejaba a galope tendido rumbo a las praderas altas. Durante todo el día, Elizabeth Meredith hizo lo que le enseñaron que debía hacer. Inspeccionó los corrales de todas las praderas a fin de comprobar que estuvieran abastecidos, o si necesitaban más provisiones para el invierno. Examinó los rebaños y habló con los pastores, dándoles instrucciones para que se trasladaran más cerca de la casa solariega y de los graneros en los próximos días.
Cuando finalmente volvió a su hogar, estaba a punto de anochecer. En el cielo, ahora de un color azul profundo, se veía la luna creciente, y la puesta de sol teñía el poniente de vibrantes tonalidades rojas y anaranjadas. Se apeó del caballo y, tras entregarle las riendas al mozo que lo había ensillado por la mañana, entró a paso vivo en la casa. Salvo por el crepitar del fuego, todo estaba en silencio.
– ¡Albert! -llamó al criado, quien se presentó enseguida.
– ¿Sí, milady?
– Te has comportado con lealtad y eficiencia. De ahora en adelante serás el camarero del salón. Tú y Jane se encargarán de facilitarme las cosas. Tengo mucho que hacer y no puedo perder el tiempo en tareas domésticas. ¿La cena ya está lista?
– Sí, milady -repuso Albert, tratando de disimular la sorpresa proseada por el súbito ascenso de categoría-. ¿El amo Baen cenará con usted?
– El escocés regresó esta mañana al norte -respondió con voz gélida-. ¡Tengo hambre! ¡Trae la comida de inmediato!
– Sí, milady. -Albert, que había conocido a Elizabeth Meredith cuando ella acababa de venir al mundo, se percató de su furia. La Serviré yo mismo enseguida. Solo tiene que sentarse a la mesa.
El criado se preguntó por qué el escocés se habría ido con tanta precipitación. En la cocina, mientras colocaba en una bandeja un potaje de vegetales, varias fetas de jamón, pan, manteca, queso y un plato con pe ras en compota, repitió lo que había oído.
– ¡Dios todopoderoso! -exclamó Nancy-. ¡Eran amantes! Su corazón se hará trizas, no me cabe duda. ¿Cómo pudo dejarla el maldito villano? -Se incorporó de la mesa, pues había terminado de comer
– Le voy a preparar un buen baño. Eso la tranquilizará. Albert, apúrate con esa bandeja. Yo llevaré la jarra de vino.
Los dos sirvientes subieron al salón donde Elizabeth aguardaba, solitaria, la cena. Después de colocar los platos y los cubiertos, Albert tomó la jarra que traía Nancy y vertió el vino en una copa, casi hasta el borde. La doncella se escabulló a fin de preparar el baño.
– ¡Y ahora vete! -ordenó a Albert-. Te llamaré si necesito algo.
Observó la comida, distraída. No había ingerido alimento desde el alba y, sin embargo, no tenía mucho apetito. Pinchó una feta de jamón y la puso en el plato. Cortó una rodaja de queso y untó con mantequilla una rebanada de pan. El jamón estaba demasiado salado; el queso, demasiado seco, y el pan, aunque generosamente enmantecado, se le atragantó en la garganta. Sólo el vino tenía un buen sabor. Ignorando la compota de peras -habitualmente su postre favorito-, Elizabeth se bebió toda la jarra y se sintió momentáneamente reconfortada. De modo que Baen MacColl se había ido.
– Entonces, adiós y que te vaya bien -dijo en voz alta.
No lo necesitaba. Que corriera a aferrarse de los calzones de su padre, el reverendísimo amo de Grayhaven, como un párvulo asustado. El escocés era un tonto y Elizabeth Meredith no toleraba a los tontos. Se había alejado de ella, de Friarsgate y de la posibilidad de vivir por cuenta propia. ¿Y por qué? Por un viejo, que, además, tenía dos hijos perfectamente capaces de cuidarlo. "Pedazo de estúpido".
Quiso beber más vino y vio otra jarra en medio de la mesa. Pero cuando intentó agarrarla, las dos jarras se convirtieron en una sola, vacía. Elizabeth lanzó una de esas risitas tontas, características de los borrachos, y se incorporó como pudo. Debía de haber más vino en el aparador de su antecámara. Tambaleándose, dio dos o tres pasos, pero sus piernas no parecían dispuestas a moverse en la dirección correcta y se dejó caer en una silla junto al fuego. Todo estaba tan silencioso. ¿Por qué todo estaba tan condenadamente silencioso? Oh, sí. Se hallaba sola. Lord Cambridge había partido, acompañado por Will. Y Baen MacColl la había dejado para siempre. Se largó a llorar; y fue entonces cuando la encontró Nancy.
Los fuertes brazos de la doncella la ayudaron a levantarse de la silla.
– Vamos, señorita Elizabeth, ya es hora de meterse en la cama. El agua está lista, pero pienso que no le conviene bañarse esta noche. Necesita dormir. Venga conmigo, milady -dijo Nancy, y se las ingenió para arrastrar a su ama desde el salón hasta el dormitorio, situado en el piso de arriba. Una vez dentro del cuarto, la desvistió y le sacó las botas.
– Me dejó, Nancy -dijo Elizabeth con voz lúgubre.
– Si usted lo dice, milady, así ha de ser.
– Éramos amantes -le confesó lanzando una risita.
– Lo sé.
– ¿Lo sabes? -se sorprendió-. ¿Cómo demonios lo sabes?
– No durmió en su cama durante semanas, milady, sino en la del escocés. Y dos jóvenes saludables que comparten el mismo lecho no pueden ser sino amantes.
– ¿Por qué me abandonó, Nancy? -le preguntó la joven, gimoteando.
– Usted ha de saberlo mejor que yo, milady -repuso la doncella al tiempo que la ayudaba a meterse en la cama y la cubría con las mantas.
– Es un tonto.
– Sí, milady.
Apagó la vela, le deseó las buenas noches y solo abandonó el cuarto cuando comprobó que su ama respiraba acompasadamente. Pobrecita, desvirgada por un escocés embustero y, por lo tanto, indigna de ser la esposa de otro hombre. ¿Adónde iría a parar Friarsgate? ¿Y qué les ocurriría a todos ellos, de ahora en adelante?
CAPÍTULO 12
Elizabeth se despertó con una horrible jaqueca, un dolor punzante como jamás había sentido en su vida. Gemía lánguida y lastimeramente. ¿Cuál era la razón de tan espantoso sufrimiento? Trató de poner en orden sus ideas y finalmente recordó lo que había pasado. Su tío se había marchado a Otterly. Edmund y Maybel se habían retirado a su casita en la aldea. Y Baen MacColl la había abandonado. Estaba sola, y la noche anterior había bebido una jarra entera de vino. La boca le sabía al estiércol de los establos. De pronto, sintió que un espasmo subía del estómago a la garganta. No tenía tiempo de salir de la cama. Se inclinó hacia un lado casi gritando por el dolor que le partía la cabeza, agarró la bacinilla y vomitó todo el contenido de sus entrañas. Luego colocó el recipiente en el suelo y se acostó de nuevo. La frente le sudaba y a la vez tiritaba de frío. Creía que iba a morir. Juró que no volvería a beber vino y cerró los ojos.
– ¿Está despierta, señorita? -preguntó Nancy.
¿Cuánto tiempo había dormido? ¿O acaso se había desmayado?
– Me siento muy mal -respondió Elizabeth con voz débil.
La doncella contuvo la risa y al ver la bacinilla dijo:
– Voy a tirar esta inmundicia. Vivirá, se lo aseguro. Nadie se muere por beber una jarra de vino. -Tomó el recipiente y se apresuró a salir del cuarto.
Elizabeth cerró los ojos una vez más. Se sentía un poco mejor, aunque todavía le dolía la cabeza. Decidió que no estaba en condiciones de ocuparse de la contabilidad, que era la principal tarea de ese día. En cambio, una cabalgata al aire fresco le haría bien. Consideró la posibilidad de levantarse pero prefirió esperar un rato más. Los rayos del sol que entraban en la alcoba lastimaban sus ojos como filosos puñales.
– Nancy, si estás ahí, corre las cortinas.
– Se sentirá mejor si se levanta, señorita. -Después de tapar todas las ventanas, se acercó a la cama de Elizabeth, colocó varias almohadas detrás de su espalda y la ayudó a sentarse-. ¿Está más cómoda así?
– ¡Ay, cómo me laten las sienes! Da lo mismo que esté sentada o acostada.
– Necesita comer algo.
– ¡No! La sola idea me revuelve el estómago.
– Aunque sea un poco de pan -insistió la criada-. Se lo traeré enseguida.
Salió de la habitación y regresó con una rodaja de pan caliente que tendió a su ama. Luego tomó el cepillo y comenzó a pasarlo lenta y suavemente por la larga cabellera dorada mientras la joven comía el pan de a pedacitos, masticándolos muy despacio.
– ¿Se encuentra mejor ahora?
Elizabeth aguardó unos segundos antes de contestar.
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