– Sí, ya no me duele el estómago. ¡Gracias! -Volvió a cerrar los ojos al tiempo que Nancy continuaba cepillándola-. Saldré a cabalgar. Tráeme los pantalones de montar. ¿Qué hora es?

– Más de las diez. ¿Se siente con fuerzas para andar a caballo, señorita?

– No dejaré de cumplir con mis deberes. Tenemos muchas cosas que hacer antes de que llegue el invierno, muchacha -con un rápido movimiento descorrió la colcha y salió de la cama-. Cuando regrese, tenme preparado un baño caliente. -Ignorando el dolor de cabeza, se aprestó a iniciar la jornada.

Los días siguientes, Elizabeth se levantaba temprano y salía a inspeccionar los campos o se quedaba haciendo cuentas en su cuarto privado. Solo abría la boca para dar órdenes a los sirvientes y los pastores; el resto del tiempo permanecía callada. Todas las noches se sentaba sola a la mesa, cenaba y subía a su alcoba. A veces se quedaba un rato junto al fuego antes de irse a dormir.

Cuando llegó el Día de San Crispín, se encendieron hogueras en todas partes, pero no hubo festejos en el salón de la solitaria dama de Friarsgate. El 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, la casa estaba en silencio como siempre. El cocinero le sirvió un postre especial, hecho con queso caliente, crema y manzanas dulces. Ella lo rechazó.

– Déselo a los sirvientes -le dijo a Albert. Sabía que dentro del postre habían colocado dos canicas de mármol, dos anillos y dos modas según la tradición, esos elementos permitían predecir el futuro del comensal. Por ejemplo, aquel que hallara los anillos en su plato sería bendecido con el amor y el matrimonio. Elizabeth rió con amargura al pensar que esa posibilidad le estaba vedada. Quien encontrara una moneda, se volvería rico. Ella ya lo era, así que no necesitaba volverse rica Quienes hallaran las canicas llevarían una vida fría y solitaria. Ella a disfrutaba de ese privilegio. Por último, quienes no encontraran nada, tendrían un destino incierto. Su destino era de lo más previsible: envejecería sola.

La noche siguiente Elizabeth decidió celebrar la fiesta en honor a todos los santos e invitó a su casa a los habitantes de Friarsgate, pues no quería convertirlos en víctimas de su estupidez. Los agasajó con un delicioso jabalí asado, que todos comieron con gran deleite. El 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, los pobladores oraron por el alma de los muertos y los niños fueron de puerta en puerta cantando y pidiendo pasteles, que los dueños de casa ya tenían preparados y listos para ser entregados. El 12 de ese mes, Día de San Martín, el salón de Elizabeth volvió a llenarse con los habitantes de Friarsgate, a quienes esta vez se obsequió con ganso asado. El 25 se festejó el Día de Santa Catalina comiendo la tradicional rosca que simboliza la rueda de molino donde fue martirizada la santa.

Los días eran cada vez más cortos y fríos, y las noches, más largas y oscuras. Elizabeth había tomado los recaudos necesarios para proteger al pueblo y a los rebaños. Por un motivo u otro, había tenido que salir a cabalgar casi todos los días. Había recogido las hierbas y flores con las que su boticario elaboraba tés, ungüentos y cataplasmas. Como dueña de Friarsgate, tenía el deber de asistir a las personas que se hallaban a su cargo cada vez que se enfermaban. Sin embargo, el ajetreo incesante y las múltiples ocupaciones no impidieron que siguiera afligida por la partida de Baen. Él la amaba, ¿cómo era posible que la hubiera abandonado?

Un mensajero llegó de Claven's Carn para invitarla a pasar las Navidades con su madre, su padrastro y sus medio hermanos. Elizabeth Respondió diciendo que le parecía imprudente dejar Friarsgate cuando se avecinaba el invierno. Pero la verdadera razón era que no se sentía bien desde que Baen se había marchado, y le desagradaba la idea de viajar a Escocia. Además, no soportaría la atmósfera de felicidad rodeaba a su madre en Claven's Carn.

Luego llegó una larga carta de Otterly. Lord Cambridge le preguntaba por su salud y enviaba cariños a Baen. La nueva ala de la casa había quedado perfecta. Por fin estaba a salvo de Banon y sus bulliciosas hijas y había recuperado su privacidad. Una pequeña galería comunicaba el cuerpo central del edificio con la sección de Thomas Bolton, y en sus extremos había dos puertas que solo se abrían con dos llaves que lord Cambridge se cuidaba muy bien de llevar siempre consigo. Además, la puerta situada en el extremo más alejado de la galería estaba escondida en la pared por ambos lados, de modo que si alguien no sabía de su existencia, jamás podría encontrarla. Banon desconocía toda esa complicada obra y él no pensaba contarle nada hasta que yaciera en su lecho de muerte. Y tenía la esperanza de vivir muchos años más.

Confiaba su secreto a Elizabeth por si moría repentinamente y nadie podía encontrarlo. La joven sonrió al leer eso. Le parecía oír su voz rebosante de felicidad por haberle ganado la pulseada a Banon. También le contaba su tío que había engrosado la biblioteca con hermosos ejemplares. Había encontrado unos manuscritos raros en Londres; uno de ellos pertenecía a Geoffrey Chaucer. Will, el querido y brillante Will, lo había descubierto en medio de otras obras menores.

"No te invitaré a pasar las fiestas navideñas en Otterly -le escribió-. Si el mal tiempo te mantuviera varada aquí, las hijas de Banon terminarían por disuadirte de engendrar un heredero para Friarsgate. Además, sé que estás contenta ahora y que te estás preparando para el invierno."

Le preguntó por Edmund y Maybel y concluyó la carta enviándole todo su cariño. Elizabeth dejó el pergamino a un lado, con los ojos llenos de lágrimas. Se sentía muy vulnerable últimamente.

Luego levantó la cabeza, miró al mensajero y le dijo:

– Mañana llevará la respuesta a esta carta. Vaya a la cocina a comer algo. Puede dormir en el salón.

Elizabeth se retiró a su cuarto privado, y se puso a meditar sobre qué cosas le contaría a su tío. Al final, decidió escribirle que el señor MacColl había regresado al norte en otoño.

Días más tarde, al leer la misiva, lord Cambridge frunció los labios. No le intrigaba tanto lo que le había contado su sobrina sino lo que no le había contado. ¿Cómo podía despachar a su amante tan fácilmente? No obstante, lord Cambridge estaba convencido de que el joven regresaría al sur en primavera. Él amaba a Elizabeth Meredith. Y ella lo amaba Lo perdonaría tan pronto como se vieran y todo volvería a su cauce.

Llegaron las fiestas navideñas y por primera vez desde tiempos inmemoriales no hubo celebraciones en el salón de Friarsgate. La mañana de Navidad Elizabeth fue de casa en casa repartiendo regalos a la gente del pueblo. Pero no había regalos para ella, ni festejos en su hogar. Pasó la Noche de Reyes y comenzó a caer la nieve. Las campesinas fabricaban incansablemente los excelentes tejidos que traían prosperidad a toda la aldea. Ella, en cambio, no tenía nada que hacer. La contabilidad estaba en orden y, gracias a Dios, todos gozaban de buena salud.

Una mañana, mientras se vestía, dijo a Nancy:

– Tienes que hablar con la lavandera y preguntarle por qué se han encogido mis prendas. ¡Los vestidos apenas me entran!

– No es ella quien lava sus vestidos, señorita, sino yo misma y lo hago con sumo cuidado. Pero ahora que lo menciona, últimamente he notado que los corpiños le ajustan en el busto y que le ha crecido la barriga… -Nancy calló de pronto; una idea se le cruzó por la cabeza-; ¡Señorita, me parece que está embarazada!

– ¿Embarazada? -repitió Elizabeth.

Nancy recordó que hacía varios meses que no le preparaba los paños a Elizabeth ni mandaba a lavar sus camisones manchados de sangre. No había otra explicación.

Elizabeth se dejó caer en una silla.

– Embarazada -dijo una vez más. ¿Cómo no se había dado cuenta? Por supuesto que estaba embarazada. Rosamund conocía métodos anticonceptivos, pero ella jamás le preguntó nada porque le parecía innecesario y además suponía que su madre le explicaría esas cosas cuando se casara. Ella y Baen habían hecho el amor durante todo el verano y principios del otoño. Se ruborizó al recordar cada uno de los lugares donde habían retozado libremente, dando rienda suelta a la mutua pasión. Baen era un hombre viril y las mujeres de su familia destacaban por su fertilidad. Iba a tener un hijo; se echó reír corno loca basta que las lágrimas rodaron por sus pálidas mejillas.

– Señorita, ¿se siente bien? -preguntó Nancy con voz trémula Le resultaba extraño que su ama tomara la noticia con tanto humor No era nada gracioso que la heredera de Friarsgate llevara en su vientre un niño bastardo.

– Debemos traer a mi madre. Hace frío pero los días son más largos ahora. Ordénale a un mensajero que vaya de inmediato a buscar a mi madre a Claven's Carn.

– ¿Escribirá alguna carta, señorita?

– No. Que el mensajero se limite a decir que la necesito con urgencia.

– ¿Mi hija se encuentra bien? -preguntó Rosamund al emisario de Friarsgate-. ¿Qué ha pasado?

Estaba preocupada. Su hija no solía reclamarla, salvo en circunstancias de extrema gravedad, y a veces ni siquiera así.

– Milady, no sé más que lo que me dijo la doncella: que debía llevarla a Friarsgate lo antes posible. Pero, para su tranquilidad, le informo que la señorita Meredith parece gozar de buena salud.

– ¿Qué demonios anda tramando esta jovencita ahora? -inquirió Logan Hepburn a su esposa.

– Lo ignoro, pero estoy segura de que Elizabeth tiene una buena razón. De lo contrario, no me habría llamado en pleno invierno.

– Te acompañaré -replicó el señor de Claven's Carn, y se sorprendió al no escuchar objeción de parte de su esposa. Rosamund estaba preocupada de verdad y no era una mujer que se alarmara fácilmente-. Si el tiempo lo permite, iré a St. Cuthbert a visitar a John mientras tú averiguas qué quiere tu hija.

– ¿Podríamos salir mañana mismo?

– Claro que sí -respondió Logan Hepburn, y pensó: "Está real mente preocupada". Partieron de Claven's Carn a la mañana siguiente antes del amanecer. Tras cruzar la frontera, su marido la dejó en manos de los hombres de su clan y se dirigió solo al monasterio de St. Cuthbert. Rosamund y su escolta arribaron a Friarsgate al caer la noche.

Elizabeth estaba cenando cuando vio que su madre entraba corriendo al salón.

– ¡Mamá! -gritó y le indicó que se acercara a la mesa-. Albert, trae un plato para lady Rosamund.

– ¿Qué es lo que ocurre?

– Gracias, eres muy buena. Viniste enseguida.

– Como no acostumbras pedirme ayuda, Bessie, lo primero que pensé fue que el asunto debía de ser muy serio.

– No me llames Bessie -dijo Elizabeth con voz suave pero nerviosa.

– Dime qué pasa -insistió Rosamund.

– Siempre tuviste miedo de que yo no engendrara un heredero para Friarsgate. Quería que vinieras para contarte que la próxima primavera nacerá mi heredero o heredera. ¿Estás contenta, mamá?

Al principio Rosamund no reaccionó ante las palabras de su hija, como si no entendiera su significado. Pero de pronto cayó en la cuenta, dio un grito y le dijo:

– ¿Qué has hecho, Bess… Elizabeth? ¿Qué has hecho?

– Me enamoré, mamá. ¿Acaso no tengo derecho? Tú amaste a papá y a lord Leslie, y ahora amas a Logan. Philippa ama a Crispin y Banon a su Neville. Hasta el tío Tom anda enamoriscado con Will. ¿Por qué no puedo gozar yo también de ese privilegio? "Tienes que casarte, Elizabeth. Es preciso conseguirte un marido. Friarsgate necesita un heredero"… ¿Cuántas veces soporté esa cantilena, mamá? Tantas que finalmente fui a la corte con el fin de complacerte, pero no había nadie para mí. ¿Acaso creías que iba a encontrar un hombre amante de la tierra entre esos cortesanos aburridos y perfumados?

– Fue el escocés, Baen MacColl, ¿verdad?

– ¿Quién otro iba a ser, mamá? ¿No era el hombre perfecto para mí y para Friarsgate? Lamentablemente, parece que su padre es más imitante que yo y que todo lo que podría ofrecerle.

– ¿Se aprovechó de ti?

Elizabeth lanzó una estrepitosa carcajada.

– No, mamá. Fui yo quien se aprovechó de él. Creí que, como amaba, terminaría por comprender que nuestro destino era vivir juntos en Friarsgate. Pero no es así, mamá. Su maldito padre, el amo de Grayhaven, tiene más importancia que yo y que Friarsgate. Podría haberse convertido en el dueño y señor de estas tierras y, sin embargo prefirió seguir siendo el bastardo de su padre. ¡No quiero volver a verlo en mi vida! -exclamó con voz temblorosa.

– ¿Sabía que estabas encinta cuando te dejó?

– No, me enteré hace poco. Baen se marchó el mismo día que el tío Tom partió a Otterly. Ya habíamos contraído un matrimonio provisorio y, aun así, decidió dejarme, mamá.

– Entonces tiene el deber de desposarte.

– Los hijos de dos personas casadas en esa condición son legítimos.