– Nada puede usurpar a este niño el derecho a la herencia -sentenció Rosamund con dureza-. La última esposa de mi tío Henry Bolton engendró muchos hijos; sólo el mayor era un Bolton legítimo, pero mi tío les dio su apellido a los críos de su mujer. En consecuencia, y mal que nos pese, esos energúmenos son Bolton por ley. Jamás permitiré que pongan un pie en Friarsgate y traten de arrebatarnos nuestras tierras, Elizabeth.

– ¿No me escuchaste, mamá? No quiero volver a ver a Baen MacColl en mi vida.

– No seas ridícula, Elizabeth. Te casarás en la iglesia, como corresponde, para que ninguno de los hijos de Mavis Bolton, si todavía viven o andan cerca, reclamen nuestras propiedades. ¿Cuándo nacerá el bebé?

– En primavera, supongo.

Rosamund respiró profundamente.

– Es preciso saber cuándo nacerá la criatura. Baen se fue a principios de octubre -empezó a calcular frunciendo el ceño-, de modo que para esa fecha ya estabas encinta. Por lo tanto, nos queda agosto o septiembre… -hizo una pausa, fue a buscar a Albert y le dijo: – Traiga a la doncella de la señorita Elizabeth.

– Sí, milady -asintió el hombre. Como se hallaba cerca de las dos había escuchado toda la conversación. Si no lo hubieran elevado recientemente al rango de mayordomo, habría salido corriendo a contárselo a todo el mundo. Pero un hombre de su posición no debía comportarse de esa manera. Así que se limitó a obedecer la orden de la madre de su ama y avisó a Nancy que la requerían en el salón. Supuso que ella debía estar al tanto del embarazo de la señorita Meredith y mantuvo la boca bien cerrada. Una mujer tan discreta sería una excelente esposa para un mayordomo como él.

– ¿Milady? -dijo Nancy haciendo una reverencia a lady Rosamund.

– ¿Te acuerdas cuándo fue la última vez que mi hija tuvo la menstruación?

– Fue a principios de agosto, después de la Fiesta de la Cosecha. Lo recuerdo porque la señorita Elizabeth no se sentía bien, lo que no es habitual en ella. Y el señor MacColl la llevó a su alcoba y me pidió que la cuidara.

– Ajá. Supongo que estarás enterada de lo que pasa.

– Sí, milady -asintió Nancy ruborizada.

– ¿Cuánto hace que lo sabes?

– Hace unos días, milady.

– Gracias, Nancy, puedes retirarte. Deberás velar por Elizabeth durante los próximos meses.

– Sí, milady -dijo la doncella con una reverencia antes de abandonar el salón.

– Logan viajará a Grayhaven lo antes posible y hará los arreglos necesarios con lord Hay.

– Haz lo que quieras, mamá. Por más que lleve un hijo suyo, no pienso casarme con Baen. Él me dejó. Prefirió a su padre y no a mí. ¡Mi hijo nunca hará algo así, mamá!

– No debiste obligarlo a elegir, Elizabeth. ¿No puede amarlos a ambos? Ay, hija mía, eres magnífica como señora de Friarsgate, pero sabes muy poco del corazón de los hombres o de cómo conquistarlos.

– Desde que tengo memoria, Friarsgate es lo único que me ha importado en la vida, mamá. No necesito un marido para administrar mis tierras.

– Tal vez no, pero necesitas un esposo por el bien de tu hijo. No perteneces a la nobleza como tu hermana Philippa, pero tampoco eres una simple lechera ni una campesina. Eres una rica heredera y, por lo tanto, un buen partido.

– Si envías a Logan a negociar con el señor de Grayhaven, de seguro peleará con él para protegerme.

– Entonces le pediremos al tío Tom que vaya con él -decidió Rosamund-. Mañana mismo saldré a buscarlo a Otterly. No le agradará la idea de dejar su refugio acogedor y viajar a Escocia en febrero. Pero lo hará porque ama a su familia, Elizabeth. La familia es lo único que importa en este mundo, querida. Recuérdalo siempre. El niño que llevas en tu vientre merece tener un padre que lo ame tanto como tú.

– ¿Por qué todos decimos "niño"? ¿Y si es mujer?

– La amaremos igual. Albert, ¿quién es el ama de llaves ahora?

– Jane, milady, la prima de Maybel.

– Dígale que me prepare una cama y algo de comer. Y avísele al capitán de los guardias armados que deseo verlo cuando termine de cenar.

– A sus órdenes, milady -replicó Albert haciendo una profunda reverencia.

– No necesito pedirle que mantenga la boca cerrada, ¿verdad, Albert?

– Por supuesto, milady.

– Y asegúrese de que ni Maybel ni Edmund se enteren de que he estado aquí.

– Por supuesto, milady -replicó Albert y luego se retiró.

– Supongo que no le habrás contado nada a Maybel. No le digas nada, y tampoco a Logan, quien sin duda vendrá antes de que yo regrese de Otterly. Le diré todo personalmente. Prefiero estar presente cuando se entere del asunto, Elizabeth, pues temo que se enfade contigo.

– No es necesario que vayas a Otterly, mamá, ni que el tío Tom y Logan hablen con el padre de Baen, pues no me casaré con él. Y no se hable más del asunto -espetó y vació de un trago su copa de vino.

– No pienso discutir el tema contigo. Desposarás al escocés, te guste o no. No me importa que estés enojada o te sientas traicionada. Harás lo que es mejor para Friarsgate porque eres su dueña y mi hija Elizabeth, y conoces tus deberes. Te legué mis tierras por la pasión que sentías por ellas y por tu capacidad para administrarlas. No me desilusiones ahora, comportándote como una chiquilla rebelde.

– Si él me amara de verdad, no me habría abandonado -murmuró la joven.

– Puede ser -acordó Rosamund-, o tal vez se sintió tironeado por las dos personas que más ama en el mundo y la confusión lo llevó a elegir aquello que mejor conoce y le resulta más familiar. El hecho de que sea un hombre tan leal es un buen augurio, Elizabeth. ¿Por qué no acudiste a mí para que te arreglara el matrimonio?

– Porque no soy una niña, mamá.

– En asuntos como este, sí lo eres, aunque seas la dama de Friarsgate. Soy yo quien debe arreglar tu matrimonio.

– Albert colocó un plato humeante frente a Rosamund-. Gracias, Albert.

– Ya he hablado con Jane y el capitán me ha dicho que se reunirá con usted en un rato. ¿En qué más puedo servirle, milady? -preguntó el mayordomo.

– Ha sido muy amable, Albert -agradeció Rosamund.

Después de cenar, habló con el capitán:

– Jock, quiero que la mitad de tus hombres me escolten hasta Otterly mañana.

– ¿Sólo la mitad, milady?

– El camino hasta Otterly es tan seguro como cualquier otro, Jock. Como tendremos que pernoctar en casa de lord Cambridge, no quiero ponerlo en la obligación de cobijar y alimentar a demasiada gente.

– Muy bien, milady. ¿A qué hora desea partir?

– Al amanecer.

El capitán se retiró con una reverencia.

– ¿Estás enojada conmigo, mamá?

– Vamos a sentarnos junto al fuego. -Madre e hija se levantaron de la mesa-. No, no estoy enojada contigo, dulzura. Pero es hora de que hagas las cosas como es debido. Lo amas mucho, ¿verdad?

– ¡No lo amo nada!

– Siempre fuiste una pésima mentirosa, Bessie -rió Rosamund-. No tengas miedo. Negociaremos un contrato matrimonial por el que Baen recibirá solamente aquello que estés dispuesta a darle. Si te ama, como sospecho, no pondrá objeciones. Puede que sea más difícil convencer al padre, pero confío en que Tom y Logan sabrán manejarlo. ¡Ay, hijita! Si me hubieses consultado antes, ya estaría todo arreglado.

– Es que pensé que Baen se quedaría en Friarsgate- replicó Elizabeth con tristeza.

Rosamund le tomó la mano y le dijo con voz calma:

– Sé que debe volver a ganarse tu confianza, pero no se lo impidas tesoro. Si lo hostigas demasiado, puede perderte el respeto -le advirtió acariciándole la mano-. Es un muchacho muy apuesto y vigoroso. Serás tremendamente feliz cuando hagan las paces. Ahora, iré a la cama. Mañana me espera un largo y frío viaje. Buenas noches, querida -se despidió besándole la frente.

Elizabeth se quedó sentada junto al fuego un rato más; luego se levantó y bajó a la cocina. Una criada limpiaba la mesa de madera y otra lavaba una olla en el fregadero de piedra.

– ¿Dónde está el cocinero? -preguntó la dama de Friarsgate.

Las muchachas la miraron sobresaltadas y una de ellas le señaló la despensa con la mirada.

Elizabeth sonrió. Distinguió los sordos gruñidos y la agitada respiración de un hombre gozando con una mujer.

– Díganle al cocinero que prepare a mi madre y a sus hombres una cesta de comida para el viaje. Saldrán al amanecer.

Elizabeth sonrió una vez más y regresó al salón, Reinaba una profunda calma. De pronto, sintió un aleteo en el vientre, como si hubiera tragado una mariposa. Se quedó tiesa, petrificada, los ojos abiertos de asombro. Luego se tomó la panza con un gesto protector y una lágrima comenzó a rodar por su mejilla. ¡Era real! ¡La criatura era real! Tomó una vela y subió las escaleras muy despacio. En la alcoba la esperaba la fiel Nancy.

– Está pálida -le dijo la doncella cuando Elizabeth entró en la habitación-. ¿Se encuentra bien?

– Sentí cómo se movía el bebé -susurró.

– ¡Dios la bendiga, señorita! -rió Nancy- Su madre ya está en la cama. Sigue siendo tan hermosa como cuando vivía aquí. Lávese la cara y las manos antes de que la arrope en la camita. Debe descansar todo lo posible- señaló y se dispuso a guardar las prendas de su ama.

Elizabeth siguió el consejo de Nancy y luego se metió en la cama. A mañana siguiente, cuando despertó, Rosamund ya había partido. Desperezándose lentamente, miró las ventanas. El sol brillaba. Iba a ser un lindo día, y sintió alivio por su madre, que tenía una larga cabalgata hasta Otterly.

Rosamund también estaba contenta por el tiempo relativamente bueno. El frío calaba los huesos pero, al menos, no soplaba el viento. Pasaron varias horas antes de que perdiera la sensibilidad en los dedos de las manos y los pies. Al mediodía llegaron al convento de St. Margaret y escucharon las campanas de la iglesia llamando a misa. Rosamund dudó entre detenerse o no. Su prima Julia Bolton era una de las monjas del convento. Era una mujer de rostro dulce y de una inteligencia brillante.

– ¿Desea que nos detengamos, milady? -preguntó el capitán, que sabía que la prima de la señora de Claven's Carn vivía en el convento.

– No -respondió Rosamund meneando la cabeza-. No podemos perder un segundo. Si fuera verano, me detendría unos minutos, pero quiero llegar a Otterly al atardecer.

Cuando le ofrecieron la cesta de comida, la rechazó alegando que no tendrían tiempo de parar a comer y que, en caso necesario, se arreglarían con los pasteles de avena que llevaban los escoceses. Sólo harían un alto en el camino para dar de beber a los caballos y hacerlos descansar.

Llegaron a Otterly a la puesta del sol. Era un espectáculo grandioso una explosión de rojos, naranjas y dorados. Un mensajero se había adelantado para anunciar el arribo de los visitantes y los estaba aguardando en la entrada del ala de lord Cambridge.

Rosamund desmontó y entró en la residencia. Un criado la condujo al pequeño y encantador salón donde Thomas Bolton y Banon la espiaban ansiosos. El capitán y sus hombres dejaron los caballos en los establos y fueron a comer al salón principal de Otterly.

– ¡Banon, estás preciosa! -exclamó Rosamund abrazándola-. ¡Veo que estás preñada de nuevo! ¿Cuándo nacerá?

– Pronto. ¿Qué es lo que ocurre, mamá?

– ¡Queridísima Rosamund! -Thomas Bolton se puso en medio de las dos mujeres y dio un fuerte abrazo a su prima-. Siéntate, paloma. ¡Por Dios, tus hermosas manitas están heladas! ¡Will, querido, trae el vino antes de que mi prima desfallezca! Banon, pequeña despídete de tu madre. La verás más tarde. Ya es de noche y tu sirviente te está esperando para escoltarte a tu sección de la casa -y le prodigó una tierna sonrisa.

– ¡Oh, tío! Tú entras y sales sin pasar por el exterior y yo tengo que helarme allá afuera. ¿Por qué me haces esto? -Banon estaba disgustada.

– Porque tú y tu bulliciosa prole abusarían de ese privilegio, como lo hicieron antes. Necesito privacidad, tesoro. Ahora, sé buena y vete -replicó acariciándole el hombro y empujándola suavemente hasta la puerta que daba al vestíbulo.

– La tienes dominada por completo, Tom. Siempre quise saber cómo te las ingeniabas para lidiar con Banon -dijo Rosamund y bebió el vino lentamente. Poco a poco fue recuperando la sensibilidad en las manos y los pies. Lanzó un suspiro y comenzó a relajarse.

– No viajaste desde Escocia en pleno invierno solo para hacerme una visita social, querida. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Logan se encuentra bien?

– En estos momentos mi marido está en St. Cuthbert con su hijo John. Tiene la esperanza de que cambie de opinión. De todos modos, el motivo de mi visita no tiene nada que ver con los Hepburn. Se trata de Elizabeth.

– ¿Elizabeth? ¿Está enferma? -preguntó lord Cambridge preocupado.

– Está embarazada. De Baen MacColl.