– ¡Bienvenido a casa, Will! ¿Tú también estás hambriento? -Le dirigió una sonrisa y llamó a un criado para que le sirviera una copa de vino.

– La verdad es que sí, señorita Elizabeth. Y, además, aquí suelen servir una comida excelente.

– Pero esta noche me temo que será una cena muy simple, dado que no me enteré de su llegada con la suficiente antelación. Y esto, tío, sí que es raro en ti. ¿Estabas tan ansioso por dejar Otterly que no tuviste ni tiempo de enviarme una misiva? ¿Cómo están las niñitas de Banon? ¿Graciosas como siempre?

– Para mí, son demasiado revoltosas -dijo lord Cambridge-. ¿Cuán simple es la cena? -preguntó con ansiedad.

– Trucha asada, carne de venado, pato con salsa, una sopa de vegetales, pan, mantequilla, queso y manzanas asadas con crema.

– ¿No hay carne de res? -lord Cambridge parecía desilusionado.

– Mañana, te lo prometo -dijo Elizabeth con una sonrisa mientras le palmeaba el brazo.

– Y bueno, qué se le va a hacer, querida -suspiró Tom Bolton.

– Te repito que es por culpa tuya, por no avisarme con anticipación. Pero igual me las arreglé para que el cocinero preparase la trucha con la salsa que tanto te gusta.

– ¿Con eneldo? -preguntó ilusionado.

– Sí, con eneldo. Y las manzanas tendrán canela.

Thomas Bolton sonrió complacido.

– Cachorrita, creo que sobreviviré hasta el desayuno de mañana. Pero debes instruir al cocinero para que me haga esos huevos con marsala, crema y nuez moscada que suele hacer especialmente para mí.

Elizabeth Meredith sonrió.

– Como conozco tus gustos, tío, quédate tranquilo, que esa orden ya fue dada. Y también te servirán jamón -le prometió.

– Eres una anfitriona perfecta, mi querida. Y si finalmente logro recordarte los comportamientos apropiados de una dama, serás un éxito en la corte.

Los ojos verdes de Elizabeth brillaron con malicia.

– No perdamos la esperanza, querido señor -y le regaló una amplia sonrisa.

Thomas Bolton pensó que, cuando quería, Elizabeth podía ser la joven más encantadora del mundo. Pero no se podía negar que era una mujer de campo. Y que, además, no estaba ansiosa por emular a sus dos hermanas mayores. Si su madre no hubiese pasado largas temporadas en la corte desde edad temprana, donde le enseñaron cómo debía comportarse, probablemente hoy sería igual a su hija. Philippa estaba tan fascinada por agradar en la corte que absorbió como una esponja todo lo que tenía que aprender. Banon, su propia heredera, estaba entre Philippa y Elizabeth. No veía con desagrado comportarse como una dama aunque no era tan remilgada como Philippa.

Pero Elizabeth tenía que casarse y, para ello, debía recuperar sus buenos modales. ¿Pero alguna vez los había tenido? Eso preocupaba a Thomas Bolton. La joven se había criado en Friarsgate y nunca había vivido en otra parte, con excepción de algunas breves estadías en la casa de su padrastro, Claven's Carn, antes de que su madre le legara Friarsgate. Se había educado entre los campesinos del lugar y había frecuentado a pocos extranjeros. Conoció al marido de Philippa la única vez que él viajó al norte para visitar a su familia política. Nadie parecía tener tiempo para Elizabeth Meredith. Como era una niña fuerte y saludable, creció sin inconvenientes. Si su madre no estaba presente, Maybel, la vieja nodriza de Rosamund, estaba allí para cuidarla. Elizabeth nunca fue abandonada, pero nadie se ocupó de su educación. Se había convertido en una mujer independiente, franca y capaz de llevar adelante su vida. Y su futuro sentimental la tenía sin cuidado.

Lord Cambridge suspiró y sacudió la cabeza. ¿Cómo iba a hacer para conseguirle un marido digno? Un hombre a quien ella pudiera respetar y que la respetara. Le parecía difícil encontrar en la corte un candidato que satisficiera los deseos de la familia. Al marido noble de Philippa lo había descubierto por una afortunada casualidad. El esposo de Banon era el hijo menor de una familia del norte, encantada de casarlo con una rica heredera y arrepentida de haber malgastado el dinero enviando a Robert a la corte cuando podría haber encontrado a Banon en las inmediaciones de sus tierras.

El hombre que desposara a la menor de sus sobrinas debía ser muy especial, dispuesto a vivir en el norte y aceptar el hecho de que su esposa era una excelente castellana y también una comerciante a cargo de una próspera empresa textil fundada por su madre y su tío. ¿Qué hijo de buena familia, acostumbrado a rodearse de los encumbrados y poderosos del reino, podría comprender a una muchacha como Elizabeth Meredith? Ella iba a ser bien recibida en la corte por ser la hija de Rosamund Bolton, la hermana de la condesa de Witton, y porque su difunto padre, sir Owein Meredith, había sido un leal servidor de los Tudor, un hombre respetado y querido por quienes aún lo recordaban. Pero era una mujer soltera de veintidós años, y eso constituía una desventaja. A lo sumo se la consideraría algo más que una granjera en cuanto comenzara a hablar de Friarsgate y sus ovejas.

Pero Elizabeth Meredith era como era y lord Cambridge sabía que no podía hacer milagros, que no la podía cambiar. Y tampoco estaba seguro de querer que cambiase. Su sobrina no era Rosamund. Tampoco era como sus hermanas. Era única. Bella, ingeniosa, inteligente, y hasta encantadora, cuando quería. En algún lugar debía existir un hombre que pudiera apreciar esas cualidades. Un hombre que deseara vivir con una joven que cumplía con sus deberes como heredera de Friarsgate con mucha más dedicación que sus antecesores. ¡Y Thomas Bolton tenía que encontrarlo!

Las semanas siguientes fueron difíciles. Según Philippa, que le escribía varias veces al año y estaba al tanto de las novedades palaciegas, la moda femenina no había cambiado mucho desde la última vez que lord Cambridge había visitado la corte. Con las telas y los adornos que había traído expresamente de Otterly, él mismo instruiría a la excelente costurera de Friarsgate para que confeccionara los vestidos y todas las prendas necesarias para la presentación en la corte del rey Enrique. Los eventuales arreglos o modificaciones se harían en Londres.

Sin embargo, resultó que Elizabeth tenía poca paciencia, se movía todo el tiempo y refunfuñaba mientras la pobre costurera le tomaba las medidas o le probaba los vestidos. Se mostraba tan inquieta que hasta estuvo a punto de enfurecer al siempre tranquilo Thomas Bolton. Por extraño que pareciera, la joven tenía un ojo infalible para los colores y la ropa que le sentaban mejor.

– Me gustan las telas -le dijo a su tío-. Algún día aprenderé cómo se hacen y se tiñen todas estas sedas, brocados y terciopelos. Me pregunto si los hilos que se utilizan para la confección de estas maravillas se podrían combinar con nuestra lana más suave y refinada. Tío, ¿crees que algún mercader de Londres me venderá hilos de seda en cantidad suficiente para que haga mis pruebas? En Londres tiene que haber una variedad mucho más amplia que en Carlisle. ¿Pero servirán nuestros telares o deberemos comprar modelos más nuevos y especializados?

Su perspicacia sorprendió al tío Tom y de nuevo tomó conciencia de que no conseguiría un marido noble para su sobrina. Se preguntó si no sería más lógico buscarle un esposo dentro de la clase de los comerciantes, pero él no tenía contactos en ese ambiente. No. Continuaría con su plan original. No todos los jóvenes que visitaban la corte provenían de familias de alto rango. Los tiempos estaban cambiando. El rey Enrique se interesaba más en la inteligencia y la ambición que en los apellidos de alcurnia. El ascenso basado en el linaje ya no era la norma.

– Tío, ¿te gusta este verde? -dijo Elizabeth interrumpiendo sus pensamientos-. Es bastante brillante, ¿no? ¿Lo llamarías verde Tudor?

– No, diría que es verde césped. El verde Tudor es un poco más oscuro, pero debo decir que ese color te queda muy bien. Aunque eres una joven delicada, mi querida, tu delicadeza se asemeja al acero de Toledo. Usaremos este color tanto en la falda como en el corsé. Ribetearemos el escote con bordados de hilos verdes y dorados y utilizaremos el verde para las amplias mangas de seda que dejarán ver franjas de seda dorada y blanca. ¿Qué opinas?

– Que voy a parecer el cerdo campeón de una granjera, emperifollado para la feria de San Miguel -respondió Elizabeth con una amplia sonrisa-. Tío, jamás tuve ropa tan refinada y no volveré a usarla cuando regresemos de la corte. Dadas las circunstancias, confeccionar tantos vestidos sofisticados me parece un desperdicio de tiempo y de dinero.

– Ir al palacio y encontrar un marido, mi querida, es un juego. El premio será el más rico, el más perfecto, el más bello si logramos atraer a los jugadores adecuados. -Luego se volvió hacia William Smythe-: ¿No es así, Will?

– Es cierto, señorita Elizabeth, lord Cambridge no dice más que la verdad. Durante todos los años que pasé en la corte, incluso desde mi humilde posición de secretario del rey, vi cómo se formaban muchas parejas con los mismos métodos que menciona milord. Usted le dijo a su madre que solo iría al palacio acompañada por su tío. Ahora debe confiar en él, como lo hicieron sus hermanas mayores. Él encontrará el esposo apropiado para usted. No la decepcionará.

A partir de entonces, la joven se comportó mejor con la costurera y finalmente logró tener una docena de hermosos vestidos para llevar al palacio. También llevaba ropa interior, enaguas, lazos, fajas bordadas para adornar sus vestidos, un cordón, una exquisita piel de marta y todos los elementos necesarios que debe poseer una dama de la corte: cofias, accesorios para el cabello, tocas y velos, así como guantes, tanto de seda como de cuero, y hermosos zapatos.

Aunque Thomas Bolton les había dado muchas joyas tanto a su prima Rosamund como a sus dos hijas mayores, había guardado algunas para Elizabeth.

– Esto es para ti, tesoro -le dijo mientras le alcanzaba una caja de ébano con bordes de plata.

– ¿Qué es todo esto? -le preguntó abriendo la caja-. No uso joyas, tío.

– Una dama de la corte siempre debe usar joyas, querida. -Lord Cambridge tomó un collar de perlas rosadas-. Estas pertenecieron a mi hermana. Ahora son tuyas.

Para su sorpresa, Elizabeth comenzó a llorar.

– Tío, nunca olvidaré tu generosidad. Me conmueve pensar que las guardaste para mí. -Luego examinó otros collares, anillos, pendientes y broches, y cerró la caja-. Parece que es cierto que voy al palacio -dijo en voz baja.

El tío asintió con una sonrisa.

– Así es, querida.

La joven suspiró.

– Me resulta muy difícil no hablar con franqueza. Si todos son como Philippa, voy a pasar malos momentos en la corte.

– La gracia del juego, sobrina, reside en ser más inteligente que tu rival. Philippa está esperando que llegue su hermana, esa niñita franca y abierta a quien no ve desde hace ocho años. Pero ya no eres esa pequeña. Estarás hermosamente vestida y peinada como una dama, una bella heredera de respetable linaje.

– Pero, tío, todavía sigo siendo demasiado abierta y frontal. ¡Y Philippa puede irritarme tanto!

– Elizabeth, te voy a contar un secreto. A mí también me irrita tu hermana la condesa -confesó lord Cambridge-. Pero la engañarás simulando tranquilidad aunque ella te fastidie. A Philippa le gusta que su mundo sea muy ordenado. Realmente la sorprenderás si mantienes la calma en su presencia y podremos gozar de su ayuda en este delicado asunto. Ahora, continuemos con los planes del viaje: necesitarás una doncella. ¿Conoces alguna que te parezca adecuada para servirte?

– Le preguntaré a Maybel. Ella me recomendará a alguien.

Y, por supuesto, resultó que la nodriza conocía una doncella apropiada para su ama.

– No es una joven frívola. Eso no te serviría, Elizabeth. La persona que tengo en mente es Nancy. Es una muchacha sensata. Además, sabe arreglar muy bien el cabello. Tú la conoces, Tom.

– Esa criatura es aterradora -se estremeció Thomas Bolton-. Parece un halcón. ¿Te parece que aceptará alejarse de su tierra, ir a lugares tan distantes como Londres, Greenwich y, probablemente, Windsor? No quiero que la acompañante de mi sobrina se la pase refunfuñando y quejándose todo el tiempo.

– No me refiero a la vieja Nancy, sino a su hija -rió Maybel-. Parece más bien un corderito. Y es apenas dos años mayor que Elizabeth.

– ¿Y no está casada? -se asombró lord Cambridge-. Las jóvenes campesinas suelen casarse muy jóvenes, y tienen un hogar atestado de niños que las hace envejecer prematuramente.

– Un pastor la dejó plantada en el altar y se escapó con una gitana -explicó Maybel-. La pobre Nancy necesita irse de Friarsgate, aunque sea por un tiempo, milord. Como Elizabeth, ella no conoce el mundo fuera de Friarsgate. Tal vez salir de aquí la ayude a aliviar un poco el dolor. Y cuando regrese se encontrará con que un magnífico viudo, quien tiene sólo un hijo pequeño, desea desposarla. El hombre considera que ahora no es un buen momento para hacerle la proposición. Y es mucho mejor partido que el anterior, se los puedo asegurar.