– Las mujeres de Friarsgate son propietarias natas en lo concerniente a sus tierras -replicó Logan.
– Elizabeth lo ama -intervino Thomas Bolton-, Confíe en mí, querido señor. Ella terminará por ceder y ese contrato será reescrito.
– ¿Por qué está tan enojada con mi hijo?
– En realidad, está enojada consigo misma. Elizabeth se jacta de ser una persona desapasionada y lógica. Pero se enamoró y cometió el error fatal en el que a menudo incurren los enamorados, especialmente las mujeres, pedir a su amante que elija entre su persona y alguien más, a quien también ama. En este caso, usted. Fue una tontería, por cierto. Después, cuando Baen la abandonó, ella cayó en la cuenta de que se había comportado como una cabeza hueca, pero el mal ya estaba hecho.
– Según hemos conversado, lord Cambridge, su madre habría aprobado el matrimonio, de haberlo negociado conmigo -dijo el amo de Grayhaven-. Ahora bien, ¿por qué no le encontraron antes un marido? ¿Qué pasa con la muchacha?
– A Elizabeth no le pasa nada -intervino Baen.
– Pero ¿por qué no se ha casado todavía?
– Porque es tan cabeza dura como su hijo -respondió Logan Hepburn-. Y no quiere compartir su autoridad con un marido. Sus hermanas encontraron esposos en la corte, y allí la enviamos el año pasado. Pero ella desea a un hombre que pueda amar Friarsgate, trabajar a su lado y que no trate de arrebatarle la propiedad. Y ese hombre es Baen MacColl.
– ¿Estás dispuesto a firmar el contrato matrimonial? Los términos no te favorecen.
– Lo firmaré. La amo y la amaré por siempre. Con la bendición de Dios, Elizabeth finalmente me perdonará por haberla abandonado.
– Pero, antes de partir, quiero que se celebre un matrimonio por poder. De ese modo sabré que mi hijo está protegido, en cierta medida.
– ¡De acuerdo! -dijo Logan Hepburn-. En ese caso, todo lo que necesitaremos será la bendición del padre Mata en el presbiterio de la iglesia.
– ¡Yo seré la novia! -exclamó maliciosamente lord Cambridge-. Siempre quise ser la novia -gorjeó.
Colin Hay lo miró con recelo, pero Logan, acostumbrado a las excentricidades de Thomas Bolton, se echó a reír.
– Desde luego, Tom. Y serás una novia encantadora, no tengo la menor duda. Cuando se le pase el enojo, Elizabeth se sentirá complacida y agradecida.
– Elizabeth no debe saberlo -dijo Baen con serenidad.
– ¿Qué? -exclamaron al unísono Colin Hay y Logan Hepburn, Perplejos ante sus palabras.
Pero lord Cambridge comprendió de inmediato.
– Ah, conoces muy bien a tu novia, querido muchacho. Mis labios permanecerán sellados, a menos que cambies de parecer a ese respecto
– Pues yo no lo entiendo -dijo el amo de Grayhaven.
– Ni yo -admitió Logan Hepburn-. ¿Qué tontería es esa, Baen?
– La decisión de casarse conmigo debería tomarla Elizabeth, no ustedes. Si acepto un matrimonio por poder en Grayhaven es para protegerme y para que mi padre y mis hermanos puedan participar en el evento. Pero no quiero que piense que la hemos obligado a desposarse. Es la dama de Friarsgate y siempre ha guardado una cierta dignidad. Consentirá en casarse conmigo, pero debe hacerlo por propia voluntad y no porque no le queda otro remedio.
– Hay que domar a la muchacha lo antes posible, Baen, o no tendrás paz en tu casa -replicó Logan Hepburn con la tácita aprobación de Colin Hay.
– ¿Alguna vez pudo domar a Rosamund Bolton? -le preguntó el joven con ironía.
– ¡Eso es diferente! -protestó Logan.
– Elizabeth es hija de Rosamund y, como dice el refrán, de tal palo tal astilla. Pero habrá paz en mi casa, como hay paz en la suya.
– Tienes razón, muchacho -dijo sonriendo el señor de Claven's Carn.
– Lo sé -replicó Baen, y luego se dirigió a su padre-: Que venga el sacerdote de inmediato, y podré partir dentro de dos días. Estoy ansioso por regresar a Friarsgate y el viaje no será fácil.
El padre Andrew llegó al día siguiente y, tras atestiguar la firma del contrato de matrimonio, llevó a cabo la ceremonia. Lord Cambridge, resplandeciente en sus vestiduras color escarlata, representaba a la novia. El amo de Grayhaven dio una pequeña fiesta en honor del casamiento que acababa de celebrarse. Una vez sentados a la mesa -Thomas Bolton a la derecha del dueño de casa y Logan Hepburn y el padre Andrew a su izquierda- se dedicaron a observar a los tres hijos de Colin Hay, que bailaban alegremente al son de las vivaces melodías interpretadas por el gaitero. Cuando llegó la noche y los huéspedes se retiraron, Colin Hay y su primogénito permanecieron en el salón sentados junto al fuego.
– No volverás a Grayhaven, querido Baen -dijo su padre con tristeza-Lo sé.
– Estoy orgulloso de ti, aunque seas un tonto cabeza dura. Podrías haber sido feliz con tu novia estos últimos meses, pero tuviste que volver a casa. ¿Y por qué? ¿Por tu padre? ¿El hombre que recién supo de tu existencia cuando ya eras casi un adolescente? Nunca entendí por qué tu madre nunca me lo dijo, ni la razón por la que se casó con Parlan Gunn, ese miserable que no fue capaz de reconocerte como propio y darte su apellido. Bueno, peor para él, pues se perdió un hijo maravilloso.
– Se casó con Parlan para complacer a sus padres. Ellos arreglaron el matrimonio. Eran pobres y él parecía satisfecho con la escasa dote aportada por mamá, que, además, estaba embarazada, de modo que lo consideraron un buen hombre.
– Recuerdo el día que golpeaste a mi puerta. Estabas flaco como un palo y vestido con harapos. Pero cuando me dijiste el nombre de tu madre, supe que eras mi hijo y jamás lo puse en duda -dijo Colin Hay con los ojos llenos de lágrimas-. Recuerdo que retrocediste cuando te tendí los brazos para darte la bienvenida e invitarte a entrar. -El amo de Grayhaven acarició la cabellera de Baen, tan oscura como la suya-. La pasamos bien juntos, ¿no es cierto, hijo mío?
– Te echaré de menos, papá, y echaré de menos Grayhaven.
– Te quedarán los recuerdos. Atesóralos, pues sólo te pertenecen a ti. Con el correr del tiempo tendrás nuevos recuerdos. Friarsgate es un lugar muy hermoso, según me has dicho.
– ¡Oh, sí! Está rodeado de colinas y tiene un gran lago frente a la propiedad. Sus praderas son las más verdes que he visto. Y hay paz. Una maravillosa y dulce paz lo envuelve todo.
– Lo describes como si fuera tu propio hogar-advirtió Colin Hay.
– Así es, papá.
– Entonces, es allí adonde perteneces, muchacho. No a Grayhaven sino a Friarsgate, junto a la mujer que te ama y rodeado de tus hijos. -¿Vendrás a visitarnos algún día, papá? Colin Hay meneó lentamente la cabeza.
– No, hijo. En mi juventud, serví al conde de Errol. Y aunque frecuentar la corte del rey era apasionante, extrañaba terriblemente a Grayhaven. Cuando volví, me juré no abandonar nunca más mis tierras. Todo cuanto tengo está aquí. Suelo visitar al viejo Glenkirk, a quien conocí cuando estuvo en la corte con sus hijos durante un brevísimo lapso. Le agrada hablar de los viejos tiempos, como a la mayoría de los ancianos.
– ¿Hijos? Pensé que el conde tenía uno solo, lord Adam.
– También tenía una hija. Quise casarme con ella y le rogué a mi padre que arreglara el matrimonio, pero para entonces ya se habían ido a Europa, pues el conde era el embajador del rey Jacobo en San Lorenzo. Es una larga historia -concluyó con una sonrisa-. No, no iré a Inglaterra, Baen, y tú no regresarás al norte, lo sé. Debemos decirnos adiós esta noche, hijo mío. Durante veinte años estuviste a mi lado y me acongoja saber que no pude darte nada, excepto mi amor y mi respeto. Todo lo demás le pertenece a Jamie porque es el primogénito legítimo.
– Se lo merece, papá. Es un buen hijo, al igual que Gilly. Te echaré de menos, pero me reconforta saber que mis hermanos cuidarán de ti.
– Hablas como si fuera un viejo decrépito -se quejó el amo de Grayhaven.
– Ya has pasado los cincuenta -replicó Baen con ironía
– Sí, pero aún puedo apreciar a una linda moza y darle placer, muchacho. Ojalá te ocurra lo mismo cuando llegues a mi edad -dijo sonriendo con picardía-. Y ahora háblame de Elizabeth Meredith.
– Es una muchacha alta, delgada y con buenas curvas. Su cabello es dorado y sus ojos son verdes con reflejos plateados. Tiene la nariz pequeña y recta. Y una boca hecha para besar. Es sensata y su gente la adora. Ama sus tierras con tanta pasión que me sentiría celoso si no supiese que me ama en igual medida. Pero es tozuda y más decidida que cualquiera que haya conocido. Y es capaz de criar a un hijo por sí sola, pues no le teme a nada ni a nadie, salvo, quizás, a Dios todopoderoso.
– Nunca la conoceré y lo lamento. Pero si es tal como la describes, entonces la joven vale la pena. Por tu voz me doy cuenta de cuánto la amas. Sin embargo, no permitas que te desautorice. Esas cosas matan el amor.
– Llevará tiempo recobrar su confianza -dijo Baen, pensativo-. Aunque su cariño por mí no ha variado, espero.
– Pronto lo sabrás. Pero, para bien o para mal, ella es ahora tu esposa -Colin Hay se incorporó de la silla-. Es tiempo de irme a la cama, hijo.
– ¿Nos despediremos por la mañana? Partiremos al alba, papá.
– Sí, te diré adiós por la mañana.
Baen lo miró alejarse, suspiró y se encaminó a su vez al dormitorio que compartía con sus hermanos. Faltaban pocas horas para el amanecer.
Cuando Jamie sacudió a Gilly con el propósito de despertarlo, le pareció que acababa de poner la cabeza en la almohada y se levantó del lecho gruñendo.
– Baen se va y quizá no lo volvamos a ver. ¿O acaso no piensas despedirte de él? ¡Levántate de una buena vez, maldito dormilón!
Baen los escuchaba reñir mientras se lavaba y se afeitaba la cara. A Elizabeth le gustaba que estuviera siempre bien afeitado. Se moría de ganas de verla, pero le esperaba un largo viaje. Se pasó el peine de madera por sus indómitos rizos y se vistió con ropas abrigadas, pues cabalgarían toda la jornada y quién sabe dónde pasarían la noche. Luego, seguido por sus hermanos, bajó las escaleras a las apuradas y entró en el salón.
Después de desayunar, se les unió el amo de Grayhaven, vestido en traje de montar, y anunció que los acompañaría hasta el límite de sus tierras.
– Entonces preparémonos para partir -repuso Baen, emocionado al saber que su padre cabalgaría con él-. Me ocuparé de poner los corderos en el carro.
– Te ayudaré -dijo Gilbert Hay
Varios pastores los acompañarían hasta la frontera. Pero antes enviarían a un mensajero de modo que, cuando llegasen, los hombres de Friarsgate los estuviesen esperando para encargarse de las ovejas.
Baen se despidió efusivamente de sus hermanos.
– Ahora puedes estar seguro de que todo te pertenece -murmuró al oído de James.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque habría sentido lo mismo si hubiera estado en tu posición De haberme quedado aquí, siempre le habría sido fiel a mi padre, y luego a ti, su legítimo heredero.
– Eres un buen hombre, y aunque nunca dudé… -empezó a decir James, pero luego se interrumpió.
Baen asintió con la cabeza y se volvió hacia su hermano menor.
– Jovencito, espero que te comportes como es debido; obedece a nuestro padre y a James, siempre y cuando su consejo sea atinado. Trata de no esparcir tu semilla por toda la comarca, pues sé cuánto te gustan las muchachas y supongo que a esta altura de los acontecimientos ya habrás sido padre varias veces.
– ¡No quiero que te vayas! -dijo Gilbert con voz apagada.
– Ven a visitarme a Inglaterra -repuso Baen abrazándolo con fuerza.
Gilbert Hay asintió y, dándole la espalda, echó a correr para que no lo viesen llorar. James observó al grupo mientras se alejaba y sonrió a Baen cuando este se volvió para saludarlo.
Se acercaba la primavera y el tiempo era bueno. Después de varios días de viaje dejaron atrás las Tierras Altas. No había nieve y, por lo tanto, nada les impedía avanzar, aunque en una ocasión se vieron obligados a cabalgar durante horas envueltos en una gélida niebla. Ese día lord Cambridge no se mostró tan divertido como de costumbre. Al llegar al límite de sus tierras, Colin Hay se despidió de su hijo por última vez, con lágrimas en los ojos. Luego espoleó la cabalgadura y se alejó en dirección opuesta. Nunca volvería a hablar con nadie del primogénito que había engendrado con la hija de un pobre jornalero, una tarde de verano, sobre una pila de fragante heno. "Estarías orgullosa de él, Tora", murmuró suavemente mientras se alejaba a galope tendido.
Los viajeros tuvieron la suerte de albergarse en lugares confortables, pernoctando sólo en conventos o en granjas. Las generosas donaciones, entregadas de antemano, les aseguraban recibir una cálida bienvenida y mantener los rebaños a resguardo. Cada noche debían tomarse el trabajo de sacar a los corderos del carro. Los animalitos salían en estampida, balando en busca de sus madres, y cuando las encontraban se prendían, dichosos, a las maternas ubres.
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